
CAPÍTULO 34
EL CONGELADOR
C
|
uando Nicolás iba por el
quinto ejercicio de naturales, escuchó el aullido estridente de un viento amenazador
que se había desatado en la sierra. Natalia y Bibiana no habían
vuelto todavía. ¿Qué estarían haciendo? El
niño se removió en la silla, inquieto. Debía ir a casa de Estela y encontrar a las niñas.
—Voy a ver qué están haciendo Elisa,
Sandra, y Paddy —anunció Emilia—. Continua con tu trabajo, Nico. Tampoco sé dónde se han metido Nat y Bibi. ¡Qué manía con ir a recoger pelotas y raquetas!
La señora
Emilia Sales se dirigió a la cocina. Allí no había nadie. Fue a la primera
planta y entró en el dormitorio de Elisa. Halló a la joven acostada; tenía la
menstruación y se encontraba indispuesta.
—¿Dónde está Blas? —se interesó Elisa.
—Ha tenido que ir al pueblo. Ha caído
una pared y están quitando los escombros de la calle. Descansa, te avisaré
cuando esté la comida.
Emilia salió
al pasillo, oyó a Sandra y a Patricia que discutían en la planta de arriba.
—¿Qué os pasa? —les gritó la mujer,
hastiada— ¡Haced el favor de no armar tanto jaleo!
—¡Es que Paddy pretende darme
lecciones! —se quejó Sandra— ¿Qué va a saber ella que no sepa yo cien veces mejor?
Emilia Sales
regresó al salón sin querer prestar más atención a esas dos tontainas. Fue a la cocina, pensando preparar unos
macarrones para comer. Puso la radio en marcha para sentirse acompañada, buscó una emisora de noticias que le agradaba.
Mientras troceaba la cebolla oyó a un locutor anunciar que, en breve, era muy probable que saliera una nueva ley en Kavana. Una ley que modificaría la mayoría de edad ascendiéndola a los veintiún años. La señora Sales asintió estando a favor de la naciente ley.
Mientras troceaba la cebolla oyó a un locutor anunciar que, en breve, era muy probable que saliera una nueva ley en Kavana. Una ley que modificaría la mayoría de edad ascendiéndola a los veintiún años. La señora Sales asintió estando a favor de la naciente ley.
Lo que la
mujer no sospechaba era que Nicolás ya no se encontraba en el despacho, ni
siquiera estaba en villa de Luna.
El muchacho
aprovechó la ocasión de quedarse solo y salió por la puerta del garaje,
dejándola un poco levantada para poder entrar a su vuelta.
El viento, frío
y huracanado, soplaba a su favor y lo empujaba con violencia a casa de Estela.
El cielo continuaba negro y los rayos y los truenos no cesaban.
“Vaya
mañanita más siniestra”, pensó el muchacho, observando la agitación de los
árboles.
Entró en la
terraza de su vecina, vio desierta la caseta de Hércules. Subió las
escaleras que conducían a la cocina; el viento lo lanzaba contra la pared como queriendo aprisionarlo. El chiquillo consiguió llegar a la puerta, aporreó con los puños la hoja de madera maciza.
—¡Estela!
—gritó— ¡Soy Nico! ¡Ábreme! ¡Salvador deba irse ya! ¡Blas
me va a obligar a contarle lo que pasó la otra tarde! ¡Estela, abre!
Segundos
después la señora Estela Miranda abrió la puerta. Nicolás se impresionó al
verla, la cara de la mujer estaba amoratada y presentaba restos de sangre.
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó el
niño, escandalizado.
—¡Pasa! —apremió Estela, agarrando al
chico por un brazo. A continuación,
cerró la puerta.
Los ojos de
Nicolás se quedaron fijos, clavados, en el cuerpo inerte de Salvador Márquez que yacía en
el suelo. Tenía la cabeza tapada con un saco de lona de color azul oscuro.
—¡Gracias a Dios que has venido! —exclamó
Estela — No sé cómo iba a solucionar
esto sola. Gabriela está en el salón con Hércules, la pobre ha sufrido un shock.
Nat y Bibi están en el garaje, vaciando el congelador. ¿Quieres reaccionar, Nico?
¡Ayúdame! Hay que meter el cuerpo en
este saco. ¡Muévete!
El niño
asintió, sin entender gran cosa. Se agachó y, en unos minutos que se hicieron eternos, el cadáver
estaba completamente introducido en el saco de lona.
—Haz un fuerte nudo con esta cuerda —le indicó la mujer—. ¿Puedes cargarlo a tu espalda? Hay que bajarlo al garaje. ¿Podrás, Nico? ¿Tendrás suficiente fuerza, hijo? No sé si voy a poder ayudarte...
Nicolás siguió
todas las instrucciones que le dio Estela sin pronunciar palabra. Sintió una
poderosa aprensión cuando notó el cuerpo de Salvador Márquez pegado al suyo.
Salieron de la cocina, la mujer iba delante. Antes de llegar al salón, a la
izquierda, unas escaleras bajaban al garaje. Las recorrieron con
rapidez. Entraron en el garaje, el congelador estaba al fondo. Natalia y
Bibiana lo habían desocupado, y se sorprendieron al ver a Nicolás.
—Mételo ahí dentro —indicó Estela al
chiquillo.
Éste dejó caer a Salvador Márquez en el arcón. La señora Estela puso a máxima potencia el refrigerador. Seguidamente comenzó a colocar los productos congelados, que
estaban esparcidos en el suelo, sobre el cuerpo del hombre. Los niños la
ayudaron. Por último, bajaron la tapa del congelador.
Todos se
miraron en silencio, escuchando la salvaje tormenta eléctrica.
—¿Qué
ha pasado? —logró preguntar Nicolás.
—Salvador quería estrangular a Gabriela —empezó a relatar Estela, vibrándole la voz—. Quise ayudarla pero me dio una patada en el estómago y sólo
podía arrastrarme por el suelo. Gracias a Dios, llegaron Nat y Bibi. Nat había
soltado a Hércules y él ha salvado a Gabriela de una muerte segura.
Probablemente también me ha salvado a mí, y a las niñas, como te salvó a ti
cuando el muy bruto te golpeaba con la cadena. Hércules ha matado a Salvador.
—Debemos
llamar a Tobías y explicárselo todo —propuso el muchacho.
—¡NADA DE ESO! —gritó Estela de tal
manera que Nicolás dio un respingo— ¿Qué es lo que tienes en la cabeza, Nico?
Si alguien se entera de esto, sacrificarán a Hércules, lo matarán.
El niño no podía creer lo que la mujer decía.
—Pero,
eso no sería justo —manifestó, incrédulo—. Hércules nos ha salvado, nos ha
ayudado.
—Ya
lo sé —afirmó Estela—, pero Hércules es un perro. Aunque haya matado a un
maltratador, a un asesino… eso a nadie le va a importar. Hércules será
condenado a muerte. Y no te olvides de que es un rottweiler, mucha gente
considera que esa raza es peligrosa.
—No
consentiré que nadie mate a Hércules —aseguró Nicolás, muy alterado—. ¡Me
escaparé con él!
—Nadie
se va a escapar —denegó la señora Estela—. Tenemos que deshacernos del cadáver,
ya pensaré la manera.
El viento rugía huracanado, como si en su argot ventarrón estuviera proclamando lo que pretendían esconder.
El viento rugía huracanado, como si en su argot ventarrón estuviera proclamando lo que pretendían esconder.
—¡Yo
sé cómo! —exclamó Nicolás tras una breve reflexión— Cavaré una fosa en la montaña y lo
enterraré allí.
Estela Miranda lo miró, pensativa.
—No
es mala idea, creo que has dado con la solución —admitió—. Gracias a Dios, tú eres un chico muy
fuerte. ¡Sí, podrás hacerlo!
—Debo
irme —avisó Nicolás, apresurado—. Me he escapado de casa y si Blas vuelve y se
entera, me mata. Emilia debe estar muy enfadada conmigo.
Estela, Blas me va a obligar a contarle lo que
pasó la otra tarde con Salvador. Seguro que vendrá a tu casa a buscarlo. No sé
si podré salir esta tarde, todavía no he terminado las tareas que me mandó y si Emilia le cuenta lo que he hecho…
—Tranquilo
—le interrumpió la mujer, intentando mostrar serenidad—. Yo me encargaré de
Blas y seguro que te permite salir de casa esta tarde. Vosotras dos, marcharos
con Nico —dijo a Natalia y a Bibiana.
Los tres niños salieron a la terraza por la
puerta del garaje. Las muchachas se sujetaron, cada una, de un brazo de Nicolás.
El viento soplaba ahora en contra de ellos y les dificultaba el regreso a
villa de Luna. Después de una tenaz pelea con el aire y de un soberano esfuerzo, entraron en el garaje. El
todoterreno del señor Teodoro no estaba. Nicolás respiró, muy aliviado, y cerró la
puerta.
—¿No
creéis que esto nos viene un poco grande? —indagó Bibiana, muy preocupada.
—Todo
saldrá bien —le aseguró el niño—. Tengo que volver al despacho. Emilia debe
estar furiosa conmigo. De esto, ni una palabra a nadie. Tenemos que
salvar a Hércules.
De pronto, oyeron el motor de un coche que se
acercaba.
¡Tenía que ser Blas!
EL trío se precipitó fuera del garaje y se
colaron, de un modo atolondrado, en el salón y posteriormente en el despacho.
La señora Emilia Sales estaba sentada en la
silla de su hijo y miró a Nicolás, enojada. El chiquillo se sentó, casi volando,
y cogió el bolígrafo con mano temblorosa.
—¡Eres
un desobediente irresponsable! —exclamó la mujer, dolida— ¿Quieres imaginarte
lo que hubiera pasado si en lugar de estar aquí yo, hubiera estado
Blas? Me has hecho pasar un rato malísimo, estaba angustiada temiendo que Blas
llegase a casa antes que tú.
—Lo
siento mucho —se disculpó el chaval—. No he hecho nada malo, he salido a buscar
a las chicas. Tardaban mucho en volver…
—El
viento no nos permitía avanzar —intervino Bibiana—. Si no llega a venir Nico a
buscarnos, no sé qué hubiera sido de nosotras.
—Por
favor, Emilia, no le digas a Blas que he salido —rogó Nicolás—. Si se entera, me va a
matar.
La mujer miró al niño, arrugando los labios.
—Tú
tienes muchas más vidas que un gato —manifestó—. Según tú, Blas siempre te
está matando. A mí me parece que estás pidiendo a gritos que te dé una buena azotaina
y, si él te oye, te la va a dar con mucho gusto.
El muchacho intentó acabar, en vano, el quinto
ejercicio de naturales. Estaba demasiado nervioso y no conseguía concentrarse.
—Emilia,
no te vayas del despacho —suplicó el chiquillo—. Blas quiere que le cuente lo
que ocurrió el otro día con Salvador. Cuando se lo diga, me va a
pegar. No te preocupes por lo que escuches, Blas no
podrá matar a Salvador porque él ya no está en casa de Estela. ¡Pero no le
digas que ya no está o me mata a mí!
La señora Emilia comenzó a inquietarse,
conocía muy bien el carácter desproporcionado de su hijo cuando perdía los estribos.
En aquel momento la puerta del despacho se
abrió violentamente. Un escalofrío recorrió la espalda de Nicolás. Su tutor ya estaba allí.
El
señor Teodoro se sorprendió bastante cuando vio a su madre y a las niñas.
El coche de Salvador Márquez todavía permanecía aparcado en el camino.
El coche de Salvador Márquez todavía permanecía aparcado en el camino.
¡Había
llegado a tiempo! Nicolás tenía que
contarle la verdad de lo ocurrido y él ajustaría cuentas con el marido de Gabriela.
Págs. 253-259