CAPÍTULO 129
UN BESO DE AMOR
A
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las seis de
la mañana, muy temprano todavía, Blas Teodoro estaba en la cocina, vestido
con traje y corbata, tomando un tazón de tila y observando, a través del
cristal de la ventana, un cielo aún muy negro con puntitos brillantes
titilantes.
Le gustaba mirar las estrellas, intentar contarlas. Eran juguetonas, algunas desaparecían, se apagaban, para poco después volver a aparecer, y volver a
encenderse.
Le gustaba pensar que Helena también las miraba y
que alguna vez, en la distancia, coincidían en ese momento de contemplación de
ese cielo estrellado, de ese cielo iluminado cuajado de diamantes.
Nicolás lo encontró de ese modo, mirando por la
ventana. El niño también estaba vestido y, como su padre, tampoco había dormido
bien.
—Buenos días —saludó en voz baja.
El señor Teodoro lo miró,
sorprendido.
—Es muy temprano, Nico. ¿Qué haces ya preparado?
—No podía estar más en la cama. Estoy muy nervioso —respondió el chiquillo—. Ahora que se acerca el momento tengo miedo —confesó, avergonzado—, tengo miedo de que mi madre nos rechace. Quiero
verla, quiero conocerla en persona pero tengo miedo. ¡Soy un cobarde!
Las pupilas de Nicolás se inundaron; Blas dejó la
taza, se acercó a su hijo y lo abrazó con fuerza.
—Aquí no hay ningún cobarde, Nico. Somos dos
valientes— A continuación condujo una mano del chiquillo hasta
su pecho—. Y aquí
dentro hay un corazón que sabe que tu madre nos quiere. Te aseguro que este corazón
no se equivoca. Te prepararé una tila.
La señora Emilia Sales despidió
con besos y fuertes abrazos a su hijo y nieto. La mujer estaba seria, con
semblante preocupado y ojeroso. Tampoco había descansado muy bien por la noche.
—Nico, pórtate de maravilla hoy —dijo
al chiquillo—. Y tú, Blas, recuerda que los dos hombres con más poder de este
país visitan el instituto que diriges. Olvida por unas horas tus ideas
liberales y respeta el régimen de Kavana. No nos va mal.
El señor Matías Hernández, desde
detrás de una cortina, con la luz apagada para no ser visto, observó la salida
del señor Teodoro y de Nicolás.
En cuanto comenzaron a circular por las calles de
Aránzazu a Nicolás le desagradó ver tanto soldado armado, y el número de
soldados iba en aumento a medida que se acercaban a Llave de Honor.
—¿Se irán a las doce? —preguntó el muchacho, intimidado por los rostros
severos de los militares.
—Sí, claro que se irán —respondió su padre mientras en su mente crecía la
idea de marcharse de Kavana con Helena y el chiquillo. Quería llevarles muy
lejos de allí, a un lugar donde la libertad no fuese un sueño anhelado sino un
derecho declarado.
Llegaron al instituto, a las siete y
treinta minutos. El señor Teodoro mostró su documentación a uno de los
militares apostado en la puerta principal. Tras comprobar que estaban en la
lista, les permitió entrar.
—¿No hay arco de seguridad? —indagó Blas, sorprendido— Pensé que iban a instalarlo.
—Pensó usted mal, lo del arco era un cuento chino —contestó secamente el soldado—. Don Arturo Corona no cree en la posibilidad de que
haya un terrorista entre los profesores y alumnos citados. ¿Cree usted que
puede haberlo?
—No, no lo creo.
∎∎∎
Miguel y Montse arreglaban a Helena para su última
función. Conocedores de que, después de comer, se iba a Markalo eran muy
conscientes de que nada podía fallar en su último día como Mikaela Melero.
Ninguno de los dos dijo nada a pesar de que a ambos
les sorprendió el color de la indumentaria que había elegido Helena.
Suéter fino de cuello alto completamente negro,
pantalones y zapatos del mismo tono funesto.
Y es que Helena se sentía negra por dentro, y el
color negro le pareció el idóneo para exteriorizar este sentimiento.
Helena también observó, con discreción, a Miguel y a
Montse; novios desde hacía años, no recordaba cuantos y no quiso preguntar. Trabajaban
juntos y ninguno daba la apariencia de estar nervioso. Todo lo contrario, parecían muy tranquilos.
Helena pensó en Blas, imaginó que trabajaran juntos
como lo hacían Miguel y Montse, casi sonrió muy segura de que los nervios y la
falta de calma estarían presentes y serían protagonistas en su relación laboral
por muchos años que llevasen unidos. Era una impresión, una sensación, una
certeza. ¿El motivo, la causa? No lo sabría explicar.
Matilde Jiménez no aprobó el color de la ropa
elegido por Helena.
—Demasiado oscura —opinó.
—Oscura por dentro, oscura por fuera —replicó Helena.
—Recuerda que no puedes hablar. ¡Contrólate, por
Dios, Helena! ¿Llevas libreta y bolígrafo?
Helena sacó de un bolso negro una libreta, tamaño
cuartilla, de tapas negras. En la tapa delantera de la libreta había enganchado
un bolígrafo también negro.
—¡Todo bien negro! —exclamó Matilde, horrorizada— Cuando se te mete algo es esa cabecita… —suspiró, consternada—Helena,
prométeme que vas a tener mucho cuidado. No he pegado ojo esta noche, estoy
sobresaltada. Tengo el presentimiento de que algo malo… —no terminó la frase—Tengo una opresión en el pecho, como un ahogo.
—Serénate —le
dijo Helena con firmeza—.
Te entretienes preparando el equipaje y haciendo la comida. Miguel y Montse te
harán compañía, no vas a estar sola. Poco después de las doce estaré aquí.
∎∎∎
El ruido ensordecedor de una sirena perforó el
silencio de algunas de las calles de Aránzazu. El escándalo inaudito solamente
cesó cuando un vehículo blindado, de alta gama, se detuvo frente a la entrada
del instituto Llave de Honor.
—Ya están aquí, ¿verdad? —preguntó Nicolás, aprensivo.
—Sí, hijo, ya están aquí —respondió su padre—. Pero tranquilízate, todo acabará a las doce. A las
doce se irán.
—Pero a las doce deberíamos ir a buscar a mi madre.
No deberías perder tiempo con Mikaela en el despacho.
—Nico, con Mikaela solo estaré un par de minutos.
Además, no tenemos que salir a buscar a tu madre. Ella acudirá al despacho
también. Y tú también, estaremos los tres en el despacho.
—¿Que mi madre va a ir al despacho, va a venir al
instituto? —interpeló el muchacho, asombrado.
Nicolás aún pudo ver asentir a su padre antes de
que su mirada se dirigiera a la puerta principal. Dos hombres acababan de
entrar.
Los dos eran altos; uno, cinco centímetros más que
el otro. A pesar de sus sesenta y tres años, la llamada curva de la felicidad
rondaba muy lejos de sus abdómenes planos.
También, la luz de la felicidad, rondaba lejos de
los rostros de los dos hombres más poderosos de Kavana.
Arturo Corona, el dictador desde hacía décadas,
nacido para serlo por imposición familiar, tenía una mirada feroz. Sus ojos tan
oscuros como el pelo de su cabeza. Sin embargo, nunca nadie podría decir que le
hubiese visto teñirse el cabello.
Jaime Palacios, de coronilla calva, tenía numerosas
canas en un pelo que debió ser muy negro tiempo atrás. Su semblante, sombrío y
frío.
Blas Teodoro avanzó hacia ellos y estrechó la mano
de Arturo Corona. La mirada feroz del dictador se suavizó.
—Es un honor tenerles aquí —mintió Blas, pero había momentos que la mentira y la
hipocresía eran necesarias, y este, era uno de esos momentos.
Su encuentro con Jaime Palacios fue más sobrio. Blas
no contaba con la simpatía del padre de Helena. No ocurrió lo mismo con
Nicolás, a quien el señor Palacios saludó con total cordialidad y amabilidad.
También, Arturo Corona, fue muy amable con el
muchacho. El comportamiento de Nicolás fue correcto, pero no
sonrió. Permaneció serio y distante. No le gustaban estos hombres, y todavía
no había adquirido la suficiente madurez para que la hipocresía,
desgraciadamente tan imprescindible en ocasiones, formara parte de su
personalidad. Tal vez, con los años, llegara a entender que el fingimiento y él jamás se llevarían bien y, que este matiz, era una
herencia de su madre.
Ismael Cuesta se congratuló con esta orden. Todo marchaba bien y según lo planeado. Pero, de pronto, se inquietó temiendo que algo se torciera.
Aún no eran las nueve de la mañana cuando, muy
puntuales, comenzaron a entrar al hall del instituto profesores, y alumnos de
primero y segundo curso. Los profesores se habían puesto sus mejores trajes;
los alumnos también iban muy bien vestidos, peinados y aseados.
En el hall no había rastro de Arturo Corona, de
Jaime Palacios, de Blas ni de Nicolás. Los cuatro estaban reunidos en el
despacho del señor Teodoro.
El señor Eduardo Cardo era un manojo de nervios que
no sabía qué decir ni qué hacer.
—Los alumnos deben dejar sus abrigos en las clases —dijo un soldado—. Los profesores también. Estarán más cómodos. Dense
prisa, a las nueve y cuarto deben estar en el salón de actos. Don Arturo Corona
y Don Jaime Palacios quieren marcharse a las doce.
Ismael Cuesta se congratuló con esta orden. Todo marchaba bien y según lo planeado. Pero, de pronto, se inquietó temiendo que algo se torciera.
Bibiana se ofreció a llevar el abrigo de Lucas tras
ver las muletas del niño, y uno de sus pies, descalzo y vendado.
—¡Puedo yo! ¡No necesito tu ayuda! —respondió el muchacho, iracundo, dejando muy
sorprendida a Bibiana, y a Natalia, que se hallaba a su lado.
—¿Queréis no enredar, muchachas? —intervino el señor Cuesta.
—¡Cerdo! —exclamó
Natalia sin poder controlarse.
De muy buena gana, el profesor de matemáticas la
hubiese abofeteado. Incluso hubiese sentido placer haciéndolo, pero había algo
más importante y trascendente que hacer aquella mañana.
Y Lucas subió las escaleras, a bastante velocidad, a
pesar del vendaje de su pie.
Helena Palacios fue la última en llegar. Matilde la había retenido intentando convencerla de que no fuera al instituto. Su buena amiga presentía que nada volvería a ser igual después de esa mañana.
Helena maldijo
mil veces a Arturo Corona en cuanto vio que no había detector de seguridad, y ella
no iba a poder hablar.
Paula Morales la esperaba en el vestíbulo y la
informó de que debían dejar sus abrigos en el aula.
Cuando llegaron al aula, Lucas salía de la misma portando en un bolsillo de su pantalón la navaja que había recogido de su pupitre.
Un soldado fue al despacho del señor Teodoro para
notificar que profesores y alumnos ya esperaban en el salón de actos. Blas
salió del despacho con la convicción de ser del agrado de Arturo Corona, y de
desagradar absolutamente a Jaime Palacios. Y no podía entender la razón de uno
ni la razón del otro.
Natalia le había reservado una butaca a Nicolás, y
el chiquillo corrió a sentarse a su lado.
Los alumnos ocupaban las primeras filas del largo
salón de actos. Los profesores estaban sentados detrás de los niños.
Blas buscó, con mirada vehemente, a Helena. Se sosegó al verla sentada junto a Paula, y su corazón brincó porque la pilló
mirándole. Y sonrió cuando ella, precipitadamente, bajó su vista.
“Me estabas mirando, Lunática, me estabas mirando”.
Arturo Corona y Jaime Palacios entraron en el salón
seguidos de dos soldados y dos policías. Uno de los policías era Alfredo
Soriano, el padre de Lucas.
Todos se pusieron de pie mientras el dictador y
Jaime Palacios subían unos pocos peldaños que conducían al escenario donde
los alumnos pasaban ratos estupendos representando obras de teatro. Al fondo del
escenario había una pantalla de cine; a los niños les encantaba ver películas
allí para, posteriormente, comentarlas y debatir sobre ellas en clase. Era
divertido exponer sus opiniones e ideas.
Ahora, solo una mesa y dos sillas eran el moblaje
del escenario.
Todos se habían puesto de pie. Amor y Destino que
habían compartido la noche, sentados muy separados, sin mirarse, también se
levantaron. El Destino sonreía, cínico. El Amor estaba serio, triste, pero
muy dispuesto a luchar.
Todos se habían puesto de pie. Todos, excepto Helena
Palacios. Detestaba a Arturo Corona, a este hombre sí. Odiaba su arrogancia, su
poderío absoluto e injusto, su falta de sometimiento a ninguna ley. Jamás se
levantaría ante él como detalle de pleitesía. Jamás se levantaría ante el
asesino de su madre.
Porque el Destino ya jugaba sus cartas, Ismael
Cuesta, se encontraba justo detrás de Helena. La agarró del pelo con fuerza,
con rabia, con ira. Quiso obligarla a levantarse. ¿Qué se había creído o quién se había creído esa maestrilla en
prácticas?
Helena sintió el fuerte tirón y notó que su peluca
rubia se desprendía de su cabeza. Se dio la vuelta y la vio en las manos del
profesor de matemáticas. El rostro del hombre reflejaba una sorpresa supina.
—¡Cerdo! —exclamó Helena perdiendo el norte, y levantándose.
Paula se horrorizó al ver lo que acababa de suceder.
Todos los profesores miraban a Helena, extrañados y confundidos.
Ismael Cuesta se excitó al oír, por segunda vez, el mismo insulto dirigido hacia su persona y, sin dudarlo, le propinó una salvaje bofetada a Helena.
Fue tal el golpe que le arrancó parte de la máscara
que tapaba su verdadera cara, y una de las lentillas azules salió despedida.
El profesor de matemáticas creyó estar alucinando,
creyó ver visiones. Se quedó paralizado hasta que los gritos de Soraya Palma le
hicieron reaccionar.
—¡Es una
impostora! —chilló la profesora de inglés— ¡Quizás sea
una terrorista! ¡Que alguien la
detenga!
Arturo Corona y Jaime Palacios no llegaron a
sentarse. Ambos miraron hacia la dirección de donde procedían los gritos.
Blas también miró y su sangre entró en ebullición
cuando vio al señor Ismael Cuesta estirar de un brazo de Helena forzándola a salir al pasillo adyacente a la fila de butacas.
—¡SUELTE A ESA
MUJER! —Y más que gritar, rugió, porque todo su ser se había
transformado en un león muy fiero, en el rey de la selva.
Blas corrió hacia ellos; el señor Cuesta dejó de sujetar,
con mano férrea, a Helena. La soltó, acobardado, sintiendo que el fuego de los ojos del señor Teodoro le
quemaba la piel.
Nicolás no entendía lo que pasaba. En realidad,
nadie entendía nada. El chiquillo temió que alguno de los soldados o policías
disparara a su padre, se tranquilizó cuando escuchó ordenar al señor Arturo
Corona que las armas estuvieran muy quietas, y que todo el mundo se sentara.
Profesores y alumnos obedecieron. Se sentaron, pero
nadie dejó de mirar a Blas, a Helena y al señor Ismael Cuesta.
Eduardo Cardo, el jefe de estudios, se agachó.
Estaba aterrorizado. Pretendía ocultarse, convencido de que todos iban a ser
detenidos y ejecutados.
A Blas le bastó mirar un segundo la cara de Helena
para saber lo que había hecho Ismael Cuesta.
—¡ES USTED UN
MISERABLE COBARDE! —aulló,
fuera de sí— Pero se ha
equivocado pegando a la mujer que amo.
La mano abierta de Blas se estrelló contra una
mejilla del profesor de matemáticas. Parte de las muelas del señor Cuesta iban
a bailarle y a dolerle el resto de su vida. Aún así podía darse por redivivo.
Si el señor Teodoro le hubiera golpeado con el puño lo hubiese matado.
—Esta mujer no es ninguna impostora, y mucho menos
una terrorista —declaró Blas mirando a Helena,
aunque esta declaración iba dirigida a Arturo Corona y a Jaime Palacios—. Sé muy bien quién es y que le gusta disfrazarse.
Se llama Helena Palacios, y es la madre de mi hijo.
Natalia y Bibiana se miraron, atónitas. Luego
miraron a Nicolás. Las lágrimas bañaban el rostro del muchacho, y él ni
siquiera era consciente de ello.
—¿Qué hace tu hija aquí? —preguntó Arturo Corona en susurros.
—No tengo respuesta para eso —dijo Jaime Palacios—. Y no me alteres o aquí mismo empieza una guerra.
—Me temo que ya ha empezado.
—Cállate. Yo no sabía que mi hija estaba aquí. Solo sé que un canalla la ha golpeado, y eso no lo tolero ni lo perdono.
—¿Te ha hecho daño ese energúmeno? —preguntó Blas a Helena.
—No creo que eso sea de tu interés o incumbencia —Helena se sabía descubierta, estaba muy agitada, y
ya actuaba a la defensiva.
—Muy bien, como tú digas—aceptó
Blas—. Pero sí que va a ser de mi interés e incumbencia
que me expliques por qué me estabas espiando.
—¿Qué clase de tropelía estás diciendo?
Todos les escuchaban, todos les miraban, excepto el
señor Cardo que solo escuchaba sin atreverse a asomar la cabeza.
Pero Blas y Helena ya habían perdido la noción y la
conciencia de dónde se encontraban, ya solo se veían el uno al otro.
—¿Vas a negar que me estabas espiando?
—Por supuesto que lo niego —afirmó Helena—. Solo quería ver a mi hijo sin que tú me vieras.
—No, señorita Mikaela. Tú me estabas espiando por
mucho que lo niegues. Y me voy a cobrar tu espionaje, ya lo creo que me lo voy
a cobrar.
—¡Vaya! Te has convertido en un vulgar materialista.
Tal vez lo fuiste siempre. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
Blas se carcajeó. Helena se sintió muy insegura al
no entender el motivo de esa hilaridad repentina. Dedujo que se reía de su
aspecto. Sí, su aspecto debía ser
grotesco.
De inmediato, se quitó la lentilla que aún tapaba
uno de sus ojos, el resto de la máscara de su rostro, y las horquillas que mantenían
recogida su melena morena.
—Eres tú quien tiene pensamientos vulgares, Helena —replicó Blas observando, con deleite, el rostro que
tanto había deseado y soñado volver a ver. Esa tez blanca, esos ojos negros, esos labios con forma de corazón.
Tuvo que hacer un soberano esfuerzo para dominar el impulso que le empujaba a abrazarla—. No estoy hablando de dinero. No he olvidado que eres muy educada, no estaría bien que te hablase de dinero. Eso podría molestar a tu exquisita educación.
Tuvo que hacer un soberano esfuerzo para dominar el impulso que le empujaba a abrazarla—. No estoy hablando de dinero. No he olvidado que eres muy educada, no estaría bien que te hablase de dinero. Eso podría molestar a tu exquisita educación.
Tu espionaje me lo voy a cobrar de otro modo muy
diferente. Quiero un beso, pero no un beso cualquiera. Quiero un beso de amor.
Págs. 1027-1039
Hoy dejo una canción de Franco de Vita... "Tú de qué vas"
Próxima publicación... jueves, 24 de noviembre... Este día publicaré el último capítulo de esta segunda parte... "Gritos desgarradores"
Págs. 1027-1039
Hoy dejo una canción de Franco de Vita... "Tú de qué vas"
Próxima publicación... jueves, 24 de noviembre... Este día publicaré el último capítulo de esta segunda parte... "Gritos desgarradores"
Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, siento tener que recordaros que todos los que tenéis blog no debéis comentar... porque no voy a devolver visita
Ha sido un placer contar con vuestra compañía hasta el capítulo 128
Es muy probable que en un futuro, que no creo cercano, os vuelva a visitar
Los que no tenéis blog podéis comentar si queréis... pero, por favor, comentad sobre el capítulo que se ha publicado
Gracias
Ha sido un placer contar con vuestra compañía hasta el capítulo 128
Es muy probable que en un futuro, que no creo cercano, os vuelva a visitar
Los que no tenéis blog podéis comentar si queréis... pero, por favor, comentad sobre el capítulo que se ha publicado
Gracias