EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

domingo, 4 de junio de 2023

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 162

 





CAPÍTULO 162

 

LA LOSA DE LA CULPA

 

 

J

aime Palacios no erró en su vaticinio. Llegaron días difíciles, esos días en los que no encuentras salidas al sol, a la luz. Días con sombras, grises, tenebrosos. Días muy tristes.

Las coronas enviadas de parte de Helena y Nicolás fueron devueltas a la mansión. Prontamente, Jacobo se deshizo de las flores y nadie se enteró del incidente exceptuando a Jaime Palacios, que pudo entender que Arturo rechazara y despreciara la corona de Helena, pero no entendió que hiciera lo mismo con la de Nicolás.
El funeral por Blas Teodoro se llevó a cabo en la más estricta intimidad.
Ninguna cadena de televisión obtuvo un permiso para hacer una grabación del acto. Únicamente se dio un breve comunicado por radio.

El señor Francisco no tenía suficientes pañuelos en casa para secar las lágrimas que manaban de sus ojos saltones y para sonarse la nariz.
            —Blas era muy joven para morir —se lamentaba—. ¡Estaba tan feliz la última vez que le vi! Me dio su palabra de que me presentaría a Helena, creo que me la dio... o no. No estoy seguro. ¡Mi pobre amigo! ¿Qué será de Nicolás sin su padre?
Su esposa, Marina, también lloraba muy apenada.

La señora Estela no podía creer aquella terrible noticia. No quería creerla, tenía que ser una pesadilla. Y lloraba sin hallar consuelo, porque no despertaba de ese malísimo sueño.
            —Serénate, mamá —le dijo Gabriela, molesta—. ¿Cuánto rato más vas a llorar? Cualquiera que te viera pensaría que Blas era hijo tuyo.
            —¿Cómo puedes ser tan insensible? —le recriminó su madre sin poder acallar su llanto— ¿En qué te has convertido?
            —No me he convertido en nada. Simplemente, Blas no será para mí, pero tampoco será para Helena —declaró Gabriela con desmedida crueldad.
            —Nunca digas que amabas a Blas. Me avergüenzo de ser tu madre. Te has convertido en un monstruo.

Natalia se autoconvenció  de que lo sucedido a Blas era un justo castigo por no haber salvado a su tía Elisa. También creyó justo que Nicolás padeciera lo mismo que ella había padecido y padecía.

Sin embargo, y a pesar de pensar de este modo, no fue capaz de celebrar con su tío y sus abuelos la muerte de Blas. ¡Cómo odiaban a Blas y cómo detestaban a Helena! Dio una excusa poco convincente a sus familiares y se retiró a su habitación. Cogió un libro, pero no pudo concentrarse en la lectura.
Su tío Bruno había bebido más de la cuenta. Tal vez fue por esta circunstancia que hizo revelaciones muy extrañas. Se carcajeó de manera soez y se burló de Blas por haber creído que él y Helena fueron marido y mujer. Sus abuelos, Romeo y Julieta, no habían bebido y no parecieron sorprenderse de lo que dijo su tío Bruno.
Pensándolo bien, tenía que ser cierto. Su tío y Helena no hacían buena pareja, no pegaban ni con cola.
Helena era hermosa, alta, esbelta. Era imposible que se enamorara de un hombre mayor que ella, calvo y rechoncho. Sí, su tío era rico. Era banquero, pero Helena era la hija de Jaime Palacios.
Lo que no lograba entender Natalia era por qué Helena mintió a Blas y por qué su tío colaboró en aquella farsa. Debió ser por dinero, a su tío solo le importaba el dinero y solo se movía por dinero.
Natalia quería averiguar más sobre este asunto, pero no le preguntaría a su tío ni a su abuelo. No se atrevía. Le preguntaría a su abuela.
De repente, fue consciente de que estaba lagrimeando sobre el libro que no estaba leyendo. Cerró el libro y se secó las lágrimas que humedecían sus mejillas. No era feliz y echaba mucho de menos a Nicolás. Se preguntó si él también la estaría echando de menos.

Marcos también se enteró de la triste noticia. Lo sintió por Blas, pero lo que le preocupó amargamente fue el funesto pensamiento de que Helena dejara de pagar su estancia en el lujoso internado donde lo había mandado Blas. Recordó sus primeros días amargos, su desconfianza hacia todos. Pero, paulatinamente, y, sobre todo, gracias al trato cordial y respetuoso que recibió por parte de profesores y alumnos se fue acomodando y encontrando muy a gusto. Se sentía como si viviera en una gran casa con una gran familia. Había comenzado a tener amigos y no quería perder nada de aquello. La sola idea de que eso podía pasar le aterrorizaba.

Los alumnos del instituto Llave de Honor echaban de menos al joven director y lamentaron profundamente su pérdida definitiva. El profesor de música, Hipólito Sastre, de carácter bonachón y de gran sensibilidad no escondió su llanto por Blas Teodoro. No se avergonzó de sus lágrimas en público por un hombre que consideraba merecía ser llorado.

 La universidad, donde Blas fue rector, cerró sus puertas durante tres días.

También las empresas, de las que Blas era propietario, cerraron durante un día y los empleados andaban conmocionados y alarmados por lo que les pudiera deparar un futuro que se presentaba incierto.

                                                                                  ∎∎∎

Pasaron dos semanas. 

En la mansión de Jaime Palacios, catorce días que transcurrieron en un lodazal de desesperanza. Helena y Nicolás todavía no salían de sus habitaciones.
            —Esta situación no puede continuar —manifestó el señor Palacios paseando con las manos en la espalda. Daba pasos por el salón donde habitualmente comían, y era la hora de cenar—. Mañana, mi hija y mi nieto desayunarán aquí. Será así, aunque los tenga que traer a rastras.
            —¡Pondré un jarrón lleno de rosas rojas y crisantemos blancos en el centro de la mesa! —exclamó Maura, emocionada— Las flores, además de dar un aire elegante, alegran los lugares, y la señorita Helena y el señorito Nicolás necesitan rodearse de alegría.
            —No creo que Helena baje aquí. Solo sale de su habitación para ver a Nico, por la noche, cuando está segura de que duerme —dijo Matilde con acento pesimista—. Está muy débil. Come muy poco. ¡Y está tan triste! Y solo faltaba la losa de la culpa que ha cargado sobre sus hombros vencidos para que acabe con ella. 
            —¿Qué quieres decir? Explícate —le exigió el señor Palacios deteniendo sus pasos.
            —Helena se culpa de lo sucedido porque fue ella quien le pidió a Blas que hablara con Arturo. Yo no quería que vinieran al valle, temía algo, tenía un terrible presentimiento. Helena recuerda todo esto y se mortifica y se culpa.
            —Nico también se culpa —terció Bibiana con voz apagada—. Nos quedamos en el río, y él piensa que debería haberse acercado a los coches cuando llegaron. Cree que así hubiese podido detener a Emilia, y Nico se culpa y no para de culparse.
            —La culpa no es de Helena y tampoco de Nico. Es mía y solo mía —declaró Matilde con una expresión febril en su rostro—. Yo vi el ángel de Helena en el suelo de la cocina. A su ángel Cupido se le había desprendido una de sus alas y no se la arreglé. No lo reparé, se me olvidó. ¡Yo soy la culpable!
            —¡Basta! —gritó Jaime Palacios dando un soberano manotazo en la mesa, que hizo temblar el contenido de vasos y platos. Bibiana, Patricia y Adelaida lo miraron, atemorizadas. Maura que había permanecido de pie, tiesa como una estaca, dio un salto hacia tras— ¡No quiero oír más barbaridades! La única responsable y culpable de lo sucedido es Emilia Sales. Ella es quien disparó a Blas, ella apretó el gatillo. Y no sé si habrá sentido sobre ella la losa de una culpa, pero seguro que a su cuerpo sí que lo cubre una fornida losa.
A partir de mañana, tú, Matilde, le dirás a Helena que Nico la necesita y, tú, Bibiana, le dirás a Nico que Helena lo necesita. Estoy convencido que, de esta manera, ayudaremos a mi hija y a mi nieto a salir adelante.
Ahora, todos a cenar —añadió sentándose—. No quiero ver restos de comida en ningún plato. Tenemos que mantenernos fuertes y enérgicos si no queremos que el disparo de Emilia mate a dos personas más.

Pero Maura vio, con desesperación, que todos cenaron con parsimonia, incluido Jaime Palacios, y todos dejaron comida en sus platos, incluido Jaime Palacios.

                                                                                ∎∎∎

Ninguna fornida losa cubría el cuerpo de Emilia Sales como había afirmado Jaime Palacios.

La mujer se hallaba en aquel momento en uno de los salones del palacio de Markalo. Sentada en una butaca elegante y confortable se entretenía, por hacer algo y no pensar demasiado, cosiendo la orilla descosida de uno de sus vestidos, pero cuando por tercera vez se pinchó un dedo, dejó la costura y clavó la aguja en el acerico.
Levantó la cabeza y miró a Arturo Corona, que sentado en otra butaca elegante y confortable, hojeaba un periódico con aparente tranquilidad.
Emilia suspiró sonoramente para atraer su atención, pero Arturo Corona siguió abducido por el diario.
            —No comprendo cómo puedes estar tan tranquilo —dijo uniendo sus manos en un ademán alterado—. Yo estoy muy nerviosa.
            —¿Qué mujer no padece de los nervios? —replicó Arturo Corona asomando sus ojos feroces por encima del periódico.
Emilia repitió un suspiro sonoro.
            —Temo que el plan que trazaste y que pusimos en marcha tiene muchos escollos insalvables. Temo que se nos ha ido de las manos y que nada saldrá bien.
            —Tus temores son tuyos y no me interesan. No los compartas conmigo. Dije que no permitiría que Blas y Helena estén juntos y que Jaime iba a ver llorar a su hijita. Está sucediendo lo que dije. Nada nuevo bajo el sol.
            —¿Y Nico? ¿No piensas en Nico? ¡Es tu nieto! También debe estar llorando, nunca podrás imaginar cuánto quiere a Blas. ¡Pobre criatura!
            —El dolor fortalece. Nicolás se hará más fuerte.
            —¿Y qué me dices de Blas? No puedes tener encerrado a tu hijo toda la vida y, cuando lo liberes, nos matará a los dos.
            —¿Quieres dejarme en paz? —se sulfuró Arturo Corona arrojando el periódico al suelo— ¡Desaparece de mi vista, vete! No colmes mi paciencia o yo te mataré. No olvides que tú solo eres un peón en este tablero de ajedrez.
            —Yo ya estoy condenada a muerte —aseguró Emilia—. Si no me matas tú, me matará Blas, o Helena, o Jaime o, tal vez, Nico... Sí, Nico debe odiarme.

Arturo Corona iba a decir algo pero se contuvo cuando, después de llamar a la puerta, entró un hombre alto, de complexión fuerte, semblante fúnebre y espesas cejas.
El hombre en cuestión se llamaba Rogelio e informó al señor Corona de que Blas había terminado su cena y estaba haciendo flexiones.
            —¿Se lo ha comido todo?
            —Sí, Excelencia, como siempre —respondió Rogelio con una voz tan fúnebre como su cara—. Y está haciendo ejercicio como siempre.
            —Es evidente que mi hijo quiere mantenerse en forma.
            —Pues claro que quiere —terció Emilia—. Lo hace por Helena y por Nico. Estoy segura de que piensa recuperarlos y matarnos a nosotros.
            —¡Hace un rato que te he dicho que desaparezcas de mi vista! —le recordó Arturo Corona a gritos.

Emilia Sales salió del salón arrastrando los pies. También la losa de la culpa la perseguía, su sombra se cernía sobre ella, la acorralaba. Esa sombra no dejaría de seguirla hasta aplastarla, como a una repugnante cucaracha, y ella estaba segura de no poder huir por más que corriera. 

Págs. 1327-1334 

Hoy dejo una canción de Pablo Milanés... "Coincidir"

                                                             



Apreciados lectores, lamento estar tantos meses sin publicar
Lo cierto es que tengo unos problemas importantes por resolver
Espero poder estar pronto de nuevo con vosotros

Mela
                                                 
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