EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

sábado, 12 de enero de 2019

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 144


















CAPÍTULO 144

UN RAYO DE SOL




E
ran las siete de la mañana, pronto amanecería.
Blas Teodoro había quitado el sonido de su móvil por si alguien llamaba, no quería que nada interrumpiera el descanso de Nicolás.
Las vibraciones del móvil lo despertaron de inmediato. Vio en la pantalla que quien llamaba era Natalia.
            —Dime, Nat —contestó.
            —¡Te odio, Blas! —gritó la chiquilla con furia— ¡Te odio con todas mis fuerzas y te odiaré siempre! ¡Siempre!

Blas quiso decir algo, pero la llamada se cortó. Natalia debía haber colgado.
La señora Sales se había sentado en otro sillón, estaba despierta.
            —¿Qué te ha dicho Nat? —preguntó en voz baja.

Blas la miró, sorprendido.
            —No has debido dejar solo a Marcos.
            —No lo he dejado solo. Francisco ha venido, se ha quedado con él. Me ha dicho que hoy también vendrán Estela y Gabriela.           
         —¿Sabes algo de Helena? Todavía no se ha dignado a venir. ¿A qué está esperando?

Emilia Sales suspiró, consternada.
            —Helena no vendrá, Blas. Se ha ido. Jaime llamó a Arturo y se lo dijo. Se han ido a Markalo, y después irán al valle. Lo siento.

Esta aseveración, aunque esperada y temida, una vez confirmada, heló el corazón de Blas. Fue como si a su corazón le arrebataran un abrigo, y lo dejaran a la intemperie en pleno invierno.
Sintió frío, mucho frío, solo frío. Y supo que tendría que acostumbrarse, aclimatarse a esta inclemencia, porque iba a ser un invierno largo, tal vez no volviera la primavera.
            —No sé por qué se ha ido —volvió a hablar Emilia—. Pero una cosa sí sé, estoy segura de que Helena te quiere.

Blas sonrió, dolido.
            —¿A qué es debido tu cambio, mamá? ¿Lo sientes? Y me dices que estás segura de que Helena me quiere. ¿Qué estás tramando, mamá?
            —No tramo nada, Blas. Estoy siendo muy sincera.
            —Helena me dejó una vez, pero se despidió —rememoró Blas—. Esta vez se ha ido sin despedirse. Ha olvidado su buena educación.
            —Jaime habrá tenido mucho que ver con la marcha de Helena —replicó la señora Sales—. Según Arturo, estaba furioso y te sigue culpando de haber puesto la vida de su hija en riesgo.
            —Pues tiene razón en el fondo y en la superficie —admitió Blas—. Fui incapaz de darme cuenta de la clase de hombre que era Álvaro. Lo tenía como uno de mis mejores amigos, y era mi mayor enemigo.
            —A mí también me tenía engañada. Me decía que yo era como su madre. ¡Cuánto cinismo! Pero no nos podemos culpar por eso. Álvaro fue un buen actor, interpretó muy bien su papel. Gracias a Dios la huella de Arturo estaba registrada en el sensor de seguridad, y pudieron entrar a tiempo de evitar una masacre.
            —Te pido por favor que no nombres a Dios en este momento —se enojó Blas—. Elisa, Prudencia y Cruz están muertas. ¿Qué Dios permite eso?

La señora Sales no tuvo el valor suficiente para contestar a esa pregunta. Una losa de culpabilidad la sepultó.
Y de repente, el miedo la asaltó. ¿Qué pasaría si Marcos le contaba a Blas que ella sabía que su madre y su cuñada estaban siendo maltratadas por su padre y su hermano? Y que, en lugar de prestarles ayuda, lo único que había hecho fue evitar que Blas se enterara.
Se removió, inquieta, en el sillón. Tendría que hablar con Marcos y hacerle entender que ella jamás imaginó que aquella tragedia fuera a suceder.
            —Alguna vez vi algo raro entre ellos —dijo intentando excusarse—. Pero pensé que eran riñas sin más. Todos los matrimonios riñen, discuten, y siempre se ha dicho que entre marido y mujer nadie se debe meter. Tal vez Marcos piensa que yo lo sabía.
            —Ya nada podemos hacer —dijo Blas con tristeza—. ¿Dónde está Arturo?

Este giro en la conversación extrañó a Emilia, y la puso en guardia.
            —Se ha ido a Markalo también —respondió—. No se fía de Jaime. Las elecciones están cerca. Espero que se celebren en paz, y que el derrotado se conforme.
De lo contrario, puede estallar una guerra muy sangrienta en Kavana. Medio ejército está con Arturo, el otro medio está con Jaime.
Me temo que ni Arturo ni Jaime saben perder. Solo tú y Helena podéis detener una guerra que sería atroz. Lo que más quiere Jaime es a Helena, y tú eres lo que más quiere Arturo.

Blas mordió su labio inferior con furia, y guardó silencio.
La señora Sales siguió hablando.
            —Supongo que ya sospecharás que alguien ordenó matar a Víctor Márquez. Y en efecto, no te equivocas. Lo ordenó Arturo. Yo le conté que ese hombre hubiese asesinado a Nico si la escopeta de Francisco no llega a estar descargada.
Si ya estás pensando que Helena y tú no os conocisteis por casualidad, debes saber que estás en lo cierto. Todo fue planeado por Arturo y Jaime, pero Helena es inocente...

Hasta ese momento, Blas escuchaba, solo escuchaba, y miraba una de las paredes de la habitación pintada de color amarillo. Pero lo último que dijo Emilia lo excitó demasiado, y no pudo continuar callado.
            —¡No entiendo nada! ¿Por qué tu empeño en defender a Helena?
            —Es normal que no entiendas nada. Son muchas las cosas que tengo que contarte y explicarte.
Blas, te quiero como a un hijo, te quiero con toda mi alma, pero tú no eres mi hijo—. Las lágrimas se deslizaban por el rostro de Emilia. Y Blas se esforzaba por no llorar—. Sin embargo, Nico es mi nieto. ¿Entiendes esto, Blas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
            —Nico siempre será tu nieto, y yo tu hijo. Puedes estar tranquila —logró decir Blas en tono firme.
            —No me estás entendiendo —se desesperó Emilia—. Intento decirte que hoy he sabido, hoy me he enterado, estoy segura de que Helena es mi hija. ¡Que Dios me perdone! ¡He hecho tantas cosas mal! Y Dios me ha castigado permitiendo que odie y desee la muerte de mi propia hija... Helena, Helena —. La señora Sales no pudo continuar, se rompió en unos desconsolados sollozos.
            —¿Qué estás diciendo? —Blas se levantó del sillón, muy perturbado— Pero, ¿qué estás diciendo? ¿Os habéis propuesto volverme loco?

El llanto de la señora Sales despertó a Nicolás. De inmediato se percató que era su abuela quien lloraba.
            —¿Qué te pasa, yaya? ¿Por qué lloras?

Tras escuchar a su hijo, Blas se vio obligado a serenarse. Se acercó a su cama, y le dijo que su abuela lloraba de felicidad porque él había despertado y estaba fuera de peligro.

La señora Sales se secó las lágrimas con las manos, se levantó del sillón, y también se acercó a la cama de su nieto.
            —Así es, Nico. Lloro de felicidad —dijo corroborando las palabras de Blas.
            —Pues no me gusta verte llorar, aunque sea por felicidad. Prefiero que te rías —replicó Nicolás—. ¿Y mi madre? ¿Dónde está? —preguntó a continuación.


Blas fue muy veloz en responder.
            —Ha estado aquí, pero estabas dormido —mintió—. Ella quería despertarte, yo quería que siguieras descansando. Hemos discutido, y la he echado. Le he pedido que se fuera, y que no vuelva.

Nicolás miró a su padre, entre anonadado y furioso.
            —¿Te has vuelto más idiota que nunca? ¿Por qué has hecho eso? —le reprendió.

Y Blas continuó mintiendo.
            —Yo soy tu padre, y ella no puede venir después de doce años a ejercer de madre como si tuviera más derecho que yo.
            —¡Tú siempre quieres ser el que mande! —exclamó Nicolás, enojado— Ve a buscarla, discúlpate y tráela.
            —Eso no va a ser tan sencillo. Le he dicho que se vaya a Markalo, y me ha hecho caso.
            —¡Pues tendremos que ir a Markalo a buscarla!
            —Cuando te recuperes hablaremos sobre eso.
            —¡Me encuentro bien y no hay nada que hablar! ¡Lo has estropeado todo con tu mal carácter! Si no vamos a buscarla, suspenderé todas las asignaturas. ¡Todas! —amenazó Nicolás con vehemencia.
            —Nico, tranquilízate. No debes excitarte tanto —intervino la señora Sales. Había entendido que Blas lo único que intentaba era que Nicolás no supiera que Helena se había marchado sin verle—. Tienes que saber que, mientras dormías profundamente, papá entró a verte, te pidió que despertaras, te dijo que te necesitaba para raptar a tu madre. Y que tu madre era la mujer que había amado, que ama, y que amaría siempre.

Nicolás sonrió, más sosegado.
            —Pues ahora estoy despierto. Te ayudaré a raptarla —le dijo a su padre, complacido.

Blas miraba a Emilia, sorprendido.
            —¿Cómo sabes lo que dije? —le preguntó— Tú no entraste.
            —Había una cámara. Lo vi y lo escuché todo —confesó la señora Sales—. También vi y escuché a Helena.
            —¿Qué me dijo mi madre? —quiso saber Nicolás de inmediato.

Blas no dijo nada, pero también quería saberlo. Y prestó toda su atención.

            —Tu madre te dijo que te quería con el alma, porque el corazón se detiene. Te dijo que había tres hombres en su vida. Tú, tu abuelo, y tu padre. Te pidió que le guardaras el secreto. Te contó que, cuando tu padre la besó, ese beso volvió a ser el primero, ella creía que eso iba a suceder siempre que Blas la besara, que en eso residía el amor.
            —¿Has oído, papá? —dijo Nicolás, radiante— ¿Ves como ella te quiere?
El señor Teodoro luchó de nuevo por no llorar, y se tragó muchas lágrimas.
Él había experimentado exactamente lo mismo que Helena, ese último beso que le dio volvió a ser el primero. Era un beso novato que no aprendería a ser experto.
Y un rayo de sol comenzó a entibiar su helado corazón, porque el amor que sentía por Helena precisaba de muy poco mimo para lucir resplandeciente.  
            —Está bien, Nico. Tenías mucha razón. Tu madre y yo hemos perdido muchas batallas, probablemente todas, pero vamos a ganar la guerra —dijo con absoluta determinación.
                                                                                        ∎∎∎


Patricia se despertó contenta, tuvo la necesidad imperiosa de pellizcarse para asegurarse de que no estaba soñando. No, no soñaba.
Había dormido unas horas en la confortable cama de un palacio. Su piso de Aránzazu cabía en la habitación que ella ocupaba, y sobraría espacio.
Nunca imaginó que fuera cierto que unas sábanas pudieran ser tan suaves y oler tan bien.
Ahora sabía como se debía sentir una reina o una princesa.
Helena le había dicho que Álvaro Artiach había muerto. ¡Se alegró tanto con aquella noticia! Ese desalmado no podría volver a hacerle daño, no podría tocarla otra vez. Ismael Cuesta pasaría el resto de su vida en la cárcel, y también se alegraba. ¡Los odiaba tanto a los dos!
Por la mañana iban a salir de compras, iban a comprarle ropa, zapatos, quizás también joyas...
Tenía que hablar con Helena, deseaba quedarse en Markalo. La bellísima ciudad la fascinó cuando llegaron por la noche. Sus anchas avenidas tan iluminadas, tan limpias. Sus esculturas, sus parques... Deseaba conocer cada uno de los rincones de la capital de Kavana.
¿Por qué irse a un valle cuando estaban en una ciudad maravillosa, y ella, Patricia Ramos, podía ser la reina de un palacio?                                                     
                                                                                             ∎∎∎
Helena llevaba rato despierta. No había podido dormir bien. Imposible apartar de su mente a Blas y a Nicolás.
Al contrario que Patricia, estaba anhelando salir cuanto antes hacia el valle, llegar al valle, quedarse en el valle.
Recordó que había dejado la foto de Blas debajo de la almohada. La buscó, y miró su rostro sonriente.
Deslizó la yema de su dedo índice por la foto, e inevitablemente le dio un beso.
            —No te atrevas a olvidarme, Blas —susurró a la foto—. Yo no te olvidaré jamás.

El resplandor de un relámpago iluminó el pedazo de cielo que Helena podía contemplar desde su cama, le siguió un potente trueno. No tardaría en llover.

Págs. 1166-1174


Fecha aproximada de una nueva publicación... un jueves de febrero

Hoy dejo una canción de Melendi... "Besos a la lona"






Queridos lectores, lamento el retraso en la publicación de este capítulo
Y os deseo un Muy Feliz 2019
Mela
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