CAPÍTULO 137
CONFESIONES ULTRAJADAS
Las palabras de Helena provocaron que ni un cuchillo pudiera cortar la tensión que creció, en aquel pasillo del hospital con mayor prestigio de la ciudad de Aránzazu, hasta parecer un gigante en el país de
Liliput.
El soldado presente sintió la impotencia y la
incomodidad de no saber qué actitud tomar. Las órdenes recibidas eran estrictas
y muy claras. Bajo ninguna circunstancia podía hacer algo en contra de Blas o de
Helena; su deber era protegerles, absolutamente nada más.
Las lanzas que había arrojado Helena, sin que ella
pudiera sospecharlo, eran a Blas a quien más habían herido.
Matilde se dio prisa en reaccionar viendo su
semblante incendiario.
—Helena,
no digas disparates y entra a ver a Nico —dijo intentando evitar una batalla campal.
—No he dicho ningún disparate, y lo sabes bien —discutió la aludida, también con semblante
incendiario.
—¡Basta, Helena! —explotó Blas. Sus oscuros ojos relampagueaban— Entra a ver a Nico. Será mejor que lo hagamos por
separado para no perjudicar al niño.
Sigues siendo la misma lunática de siempre, tú no
cambias.
—¡Matilde! —exclamó Helena, muy alterada— Me haces el favor de decirle a esta especie de
bruto que no me dirija la palabra, que no se atreva, y que él sigue siendo el
mismo memo de ferias. Tampoco ha cambiado—. ¿Es que no me oyes? —indagó ya que su amiga nada decía.
—Claro que te oigo, Helena —respondió Matilde—. El señor Teodoro también te ha oído. Es mejor que
te serenes, y entres a ver a Nico.
Helena abrió la puerta, airada, deseando dar un portazo que no dio.
—Está completamente loca —dijo Elisa esbozando una sonrisa sardónica.
—No, no está loca —contestó de inmediato Matilde—. Está muy excitada y nerviosa, y es lógico.
—¿Qué va a decir usted?
—Cállate, Elisa, por favor —le pidió Blas aunque más que una petición, por el
tono de su voz, sonó a exigencia.
Elisa Rey se encolerizó al momento.
—¿Es que no has oído lo que ha dicho? —interrogó, roja de ira— Ni siquiera respeta la memoria de tu padre. Tu
pobre padre murió cuando tú eras solo un niño. ¡Tenías diez años!
—Sé cuando murió mi padre, lo recuerdo muy bien —respondió Blas, tajante—. ¿Por qué no vas a ver a Nat, a Bibi y a Paddy?
—¡De ninguna manera! —se negó Elisa— Paddy parece haber perdido la cabeza, que la
aguante su madre.
—No seas tan insensible. Paddy ha debido sufrir
mucho. Necesitará tiempo para recuperarse, también apoyo y cariño.
—Pues es a su madre a quien le corresponde darle ese
apoyo y cariño. A mí no.
Blas no volvió a decir nada; miró el color blanco de
la puerta que había cerrado Helena. Una gran preocupación le atormentaba, y
Matilde lo supo observando su rostro.
∎∎∎
La furia de Helena se desvaneció y la abandonó en
cuanto se encontró sola dentro de la habitación. Sintió el peso de la soledad,
el terror a enfrentarse a algo para lo que no estaba preparada ni quería
prepararse.
Avanzó hasta la cama, no vio nada más. Solo vio a su
hijo acostado que parecía dormido como ella les había dicho a las niñas.
Ignoró el gorro que cubría el cabello de Nicolás.
Evitó mirar la vía intravenosa canalizada en su brazo derecho que seguramente
permitiría extraer muestras de sangre para distintas determinaciones
analíticas, aporte de líquidos, nutrientes, y los fármacos necesarios.
No le habían aplicado ningún respirador. Nicolás
respiraba por sí solo.
Se atrevió a cogerle la mano izquierda y le dejó un
beso. La mano estaba tibia. Dejó otro beso en su mejilla también tibia.
Estaba convencida de que su hijo podía escucharla.
Tenía poco tiempo, no podía perder ni un segundo.
¡Quería decirle, deseaba decirle
tantas cosas!
—Nico, estoy aquí. A tu lado, soy mamá —comenzó a contarle procurando que su voz sonara
despreocupada, risueña—. Tienes que despertar; me he
enterado que le prometiste decirle a Nat lo más bonito que nunca nadie le haya
dicho. Una promesa se ha de cumplir siempre, y esa chica está esperando que la
cumplas.
Paddy está a salvo, está aquí, en otra habitación.
Nico, te quiero. Y te quiero con el alma porque el
corazón se detiene, el alma nunca.
Es preciso que sepas que hay tres hombres en mi
vida; uno eres tú; otro, es mi padre, tu abuelo. Y el otro es tu padre. Sí,
Blas. ¿Me guardarás este secreto? Hace unas horas me ha besado, y es como si
nunca lo hubiera hecho porque ese beso ha vuelto a ser el primero. Y creo que
cualquier beso suyo volvería a ser el primero, supongo que en eso consiste el
amor.
Durante estos doce años no ha pasado un solo día que
no me acordara de él y de ti.
Nico, despierta. Por favor, despierta. Lucha, eres
fuerte como tu padre. Te suplico que despiertes. Eres muy joven, te queda mucha
vida por delante, mucho por hacer, cantidad de errores por cometer, y algún
acierto.
Sé que puedes oírme, despierta, lucha, por favor.
Helena continuó hablando a Nicolás hasta que los
cinco minutos se extinguieron.
Blas y el soldado entraron en la habitación; ella
debía salir.
Y así iba a hacerlo, pero el señor Teodoro le
interceptó el paso para susurrarle que el chiquillo se recuperaría. A propósito
rozó una de sus manos; una deliciosa y enigmática corriente recorrió su cuerpo entero.
Asintió sin mirarle. ¿Cómo mirarle si un simple roce suyo tenía más poder que mares y
vientos embravecidos?
En el pasillo, Matilde escrutó su rostro y le
preguntó de inmediato por Nicolás.
—Está dormido —respondió Helena—, pero estoy segura de que despertará, y que ha
escuchado todo lo que le he contado.
—¡Está en coma! —exclamó Elisa sin piedad. Vio la ocasión de herirla
y no la desaprovecharía— No ha podido escuchar nada y dudo
que despierte. Pocos lo hacen y, si lo hacen, arrastran secuelas horribles. Esa
es la realidad que tú no quieres ver. Otra realidad que no querrás ver es que
pronto me casaré con Blas y le daré más hijos. Olvidará a Nico.
—La única realidad que veo es que eres una
indeseable, Elisa. Solo esa.
—Vamos con las niñas —intervino Matilde con rapidez—. Esta mujer es una víbora, si se muerde la lengua
se envenena.
—Sí, tu amiga tiene razón. Ve con Paddy, está tan
loca como tú, haréis buena pareja —se
mofó Elisa.
Helena Palacios no era la misma si Blas no estaba
delante; su comportamiento cambiaba y, en aquel momento, Blas no estaba.
La furia y la cólera la invadieron colándose por
cada poro de su piel; iba a darle una lección a Elisa Rey con el mayor de los
placeres. Y si Elisa no llegó a recibir ni a aprender una lección que le
hubiera dolido bastante fue gracias a que Matilde se puso en medio de ambas, y
rogó a Helena llorando que no lo hiciera.
—Tu padre te enseñó a luchar para defenderte, nunca
para atacar —le recordó entre lágrimas—. Vamos con las niñas.
∎∎∎
Blas, en la habitación, también habló con Nicolás.
También tenía la esperanza de que su hijo pudiera oírle.
Le pidió que despertara cuanto antes, le explicó que
lo necesitaba para raptar a una lunática llamada Helena, a su madre.
Reconoció que estaba más que dispuesto a raptarla si
él despertaba y le ayudaba.
Y le confesó que Helena era la mujer que había
amado, amaba todavía, y amaría siempre.
Los cinco minutos también se extinguieron. Cuando
salió al pasillo y no vio a Helena entendió la desazón y la desorientación que
debía llegar a sentir un perro abandonado y olvidado por su amo.
—¿Dónde está Helena? —preguntó a Elisa.
La aludida lo miró furiosa.
—¡No me preguntes por esa mujer! —exclamó, airada— ¡Ha estado a punto de atacarme como la fiera
rabiosa que es!
∎∎∎
Blas Teodoro y Helena Palacios no se dieron cuenta
de que había una cámara en la habitación de Nicolás. Difícil que supieran o
imaginaran que Arturo Corona, Jaime Palacios y Emilia Sales habían visto y
escuchado todo lo sucedido.
La señora Sales observaba a los dos hombres que
permanecían en silencio, pensativos, sin mirarse. Dos hombres que habían sido
grandes amigos… y un día la política les separó. Tomaron rumbos diferentes, y
llegaron a tratarse como enemigos.
“Pero, ¿lo eran en realidad o fingían
serlo?, se preguntó la mujer.
La gran verdad es que por culpa de
ellos, Blas y Helena se conocieron. Solo por culpa de ellos. No hubo destino en
su encuentro, todo fue planeado, preparado y orquestado por el dictador de
Kavana, y el padre de Helena.
—Yo sabía que Blas seguía amando a Helena —dijo Emilia quebrando el ambiente silencioso que los
envolvía como niebla pertinaz—. Lo que no sabía es que Helena
también lo ama a él. Los tres vamos a tener que admitir que hemos perdido, y
asumir nuestras culpas.
—Un hombre enamorado no es el hombre que necesita
Kavana —declaró Arturo Corona de pésimo humor—. Un gobernante debe ser firme, cabal. El amor lo
vuelve todo del revés. No consentiré que mi hijo esté con Helena.
—¿Qué propones para evitarlo? ¿Se te ocurre algo? —indagó Jaime Palacios con velada ironía— Tu hijo ha hablado de raptar a mi hija. Está
absolutamente loco.
—Tu hija lo ha enloquecido —acusó Arturo Corona—, pero no es momento de discutir. Hay que actuar.
Renuncio a Nicolás, a mi nieto, para no perder a mi hijo.
—Me estoy perdiendo, no te sigo.
Emilia Sales escuchaba a los dos hombres con el
corazón encogido.
—Blas nunca se hizo una prueba de paternidad —explicó Arturo Corona—. Busca un padre para Nicolás. Y convence a tu hija
para que no lo arruine todo.
Emilia Sales sufrió un temblor que los dos hombres
advirtieron.
—Si se te ocurre traicionarme te mataré —la amenazó Arturo Corona con hercúlea frialdad.
—Después de lo que he visto y oído no estoy seguro de
poder convencer a mi hija de algo así —manifestó el señor Palacios.
—Ella cree que maté a su madre. Recuérdaselo. ¿O tal
vez estás dudando porque no soportas ver sufrir a tu hijita? ¿Estás dispuesto a
sacrificar a un país por no sacrificar a tu hija? Si esta pareja de tortolitos
está junta se acabó el orden y la disciplina en este país, se acabó todo. Lo
sabes igual que yo.
—Está bien, lo haré —accedió Jaime Palacios.
“Si existe el infierno, allí nos veremos
un día”, pensó Emilia Sales sin atreverse a
decirlo en voz alta.
Págs. 1106-1113
Próxima publicación... un jueves
Hoy dejo una canción de La Oreja de Van Gogh... "Esa chica"
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Hoy dejo una canción de La Oreja de Van Gogh... "Esa chica"
Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, creo que al inicio de esta tercera parte no os dije que os avisaría cuando lleguen los dos últimos capítulos
Por supuesto que lo haré... hay costumbres que no cambian
Mela