CAPÍTULO 118
LA REVELACIÓN
E
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l señor Teodoro había viajado aquella mañana a Luna, el pueblo de Tobías, con la intención de darle el
pésame a la familia del policía. Tenía previsto volver con la señora Sales, por
la tarde, para asistir al entierro. El señor Teodoro albergaba la esperanza de
que algún familiar supiera lo que Tobías tenía que decirle y no pudo por el fatal accidente. Pero nadie le dijo nada. Todos lamentaban su muerte y repetían una y otra vez lo buen hombre que era.
—Una gran persona —lloraba una de sus hermanas—, y un gran policía.
El señor Teodoro no quiso ver el cuerpo del
malogrado Tobías, prefería recordarlo con vida.
Ya en la calle, cuando caminaba en dirección a su
coche, se cruzó con Bruno Rey y sus padres.
—¡Sinvergüenza! —le gritó Julieta, la madre de Bruno— ¡Doce años nos ha tenido
engañados! ¡Caradura, descarado, canalla!
El señor Teodoro no se detuvo ni contestó a los
insultos; la señora acrecentó su rabia y chilló más fuerte, pese a que su hijo la empujaba instándola a caminar no deseando
ningún enfrentamiento.
∎∎∎
Nada más llegar al instituto y después de su
deslucido viaje a Luna, lo que menos
anhelaba el señor Teodoro era encontrarse con el señor Cuesta. Por tanto,
también lo miró con frialdad.
—¿Qué ocurre? —preguntó, irritado. Aquel profesor le
disgustaba profundamente.
—¡Ocurre que su hijo es muy mal
ejemplo para el resto de los alumnos! —vociferó Ismael Cuesta, iracundo — ¡Adivine quién se ha saltado las normas, ha desobedecido y ha salido
al patio tirándose por una ventana! ¡Su
hijito y Natalia Rey! ¿Qué le parece?
El señor Teodoro tiró fuego por los ojos e hizo una
mueca desaprobadora.
—¿Dónde están los niños? —preguntó.
—Cada uno en su casa —intervino, prontamente, el señor Ortiz—. Estaban calados con peligro de pescar una pulmonía. Yo mismo los
llevé.
—Se lo agradezco mucho.
El señor Amadeo Ortiz se sintió satisfecho y orgulloso por su "hazaña".
El señor Amadeo Ortiz se sintió satisfecho y orgulloso por su "hazaña".
—No sería de extrañar que Nicolás y Natalia inventaran un ardid con el
fin de evitar un merecido castigo—declaró el señor Cuesta—. Estaban en la sala de profesores y salieron por una de las ventanas
ya que el señor Ortiz vigilaba la puerta de acceso al patio. Seguro que inventan algo para librarse del castigo que merecen y seguro que lo que inventan va en contra de Álvaro y de mí. Nos tienen ojeriza desde que Patricia desapareció después de haber estado en nuestra discoteca.
—No se inquiete —dijo el señor Teodoro—, no se librarán de su castigo, pero recuerde que son unos niños y que
esto ha sido una travesura, no un delito. Su alteración es desmedida.
—Yo más que de travesura lo calificaría de gamberrada —discutió el señor Cuesta, airado.
El señor Teodoro se dirigió a su despacho. Poco
tiempo tuvo de respiro porque, poco después de entrar, tuvo la visita de
Eduardo Cardo. El jefe de estudios estaba muy apurado puesto que todavía no se
había ensayado cómo debían actuar los alumnos y profesores el viernes cuando
recibieran al Jefe de Estado y a don Jaime Palacios.
—Cada tutor que hable con sus alumnos —coordinó el director—, y con ensayar un rato el jueves es más que
suficiente.
—Señor Teodoro, no parece usted tomarse en serio tan ilustre asistencia
—se quejó el señor Cardo.
—Lo siento, no puedo ocultar que no me gusta que estos señores vengan
aquí —manifestó el señor Teodoro, sinceramente—. Esto es un instituto, hay niños. Debieran haber elegido una
universidad. Los niños no entienden todavía de política y tampoco les interesa.
El señor Cardo salió del despacho, muy turbado. Quizás el señor Teodoro tuviese razón y don
Arturo Corona y don Jaime Palacios debieran haber optado por otro lugar más
idóneo para dar una conferencia. Tal vez el lugar apropiado no era un instituto
de enseñanza secundaria. De lo que estaba muy seguro era que el viernes
todo iba a resultar un auténtico desastre en “Llave de Honor”.
El señor Teodoro llamó por teléfono a su hogar y habló con la señora Sales. Un rato más tarde se dirigió al aula de su hijo para impartir clase de lenguaje. A última hora regresó a su despacho. Estaba revisando unos papeles, con muchas ganas de terminar, cuando unos suaves golpes en la puerta le hicieron levantar la cabeza. Vio entrar a la tutora de su hijo, y profesora de religión y ciencias naturales. Paula Morales tenía el semblante muy serio y sus ojos marrones se apreciaban enrojecidos.
El señor Teodoro la invitó a sentarse pese a no tener ninguna gana de atenderla. La mujer tomó
asiento, pausadamente, frente al joven director. También, pausadamente, había
repasado lo que iba a decir. Su mente no conocía el sosiego desde que el día
anterior oyera, por boca del señor Cardo, que el siguiente viernes iban a
recibir la visita de don Arturo Corona y don Jaime Palacios. El miedo se había
adueñado de su persona, no se sentía a salvo, mas bien se sentía a la deriva. Y,
desde luego, no tenía nada claro quién iba a ganar aquella guerra. Lo que sí
tenía muy claro es que estaba metida en esa guerra y lo más sensato era
procurarse amigos a ambos lados de la contienda. Reconocía, muy a disgusto, que su cobardía era grande pero también era grande el desvarío de Helena. Su amiga había perdido el norte y no
estaba dispuesta a que la arrastrara a su océano irracional.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el señor Teodoro con amabilidad,
viendo que la profesora no se decidía a hablar.
La mujer carraspeó.
—Verá —comenzó a decir—… tengo que hacerle una confesión y espero que pueda perdonarme.
Paula Morales no miraba al señor Teodoro, no se atrevía
a hacerlo. Miraba, fijamente, los papeles que se hallaban en el escritorio.
—Voy a hablarle de Mikaela Melero —estas palabras despertaron el interés del señor Teodoro que se puso en guardia—. Es amiga mía desde hace cinco años, no sé mucho sobre ella pero si sé que tiene un
hijo. El niño está con el padre y ella no lo veía desde hacía mucho tiempo. Por
esa razón está aquí y por esa razón yo la he ayudado. Le he mentido a usted y
le ruego que me perdone. Mikaela Melero no se llama Mikaela Melero, no tiene el
pelo rubio y rizado, ni sus ojos son azules. Su verdadero pelo es negro,
y cuando se quita las lentillas sus ojos son negros. Cuando se quita la máscara
de su cara, su rostro cambia y cuando se quita el aparato que lleva
en la boca, su voz suena diferente. Su nombre también suena diferente, Helena
Palacios es su verdadero nombre.
Paula Morales dejó de hablar a la par que dejó de
mirar los papeles de la mesa y miró, directamente, al director. El señor
Teodoro la había escuchado con muchísima atención, ahora la miraba estupefacto
y sus ojos estaban muy brillantes. Pero Paula no supo diferenciar si ese brillo
era de dolor o de furia.
—¿Dónde está ella ahora? —indagó el hombre con voz trémula. Todavía no había asimilado lo que terminaba de escuchar.
—No está en el instituto; el señor Ortiz se ha llevado a Nico a su casa
porque se había mojado. Ella se ha marchado también.
—¿Dónde vive, cuál es su dirección? —interrogó el señor Teodoro, ansioso.
—Eso no voy a decírselo porque no lo sé —mintió la mujer.
—¿Cómo qué no lo sabe? —gritó el joven dando un fuerte manotazo sobre la mesa.
—Le ruego que se calme, don Blas —pidió Paula al borde del llanto—. Acabo de traicionar a una amiga. Estoy de su parte, pero usted debe meditar sus siguientes
pasos. No debe actuar en caliente, debe esperar a mañana, tiene que
tranquilizarse.
—¡Tranquilizarme!¡Me pide que me tranquilice!¡Es una cobarde! —exclamó el señor Teodoro, ofuscado. La profesora pronto entendió que
no se refería a ella sino a Helena— ¡Se
esconde detrás de un disfraz! ¡No sabe
dar la cara! —siguió exclamando, enardecido.
—Ella no quiere que usted la vea, por eso usa la máscara. Si usted la
descubre se marchará, seguramente para siempre.
—No se irá a ninguna parte,eso se lo aseguro.
—No se irá a ninguna parte,eso se lo aseguro.
Se hizo un tenso silencio. El señor Teodoro
reflexionaba vertiginosamente.
—¿Seguro que únicamente quiere ver a Nico? —interrogó.
—Sí, seguro —respondió la señora Morales.
—Si me hubiera pedido ver al niño se lo hubiese permitido —declaró el señor Teodoro—. No tendría que haberse escondido detrás de
una máscara.
—Pero ella no quería que usted la reconociera, no quería que usted la
viera —alegó Paula Morales.
—Si, eso es muy propio de ella. ¡Está bien! —dijo, finalmente, el señor Teodoro — Seguiré su farsa, jugaré al juego de Helena. Jugaremos al escondite. Continuaré llamándola
Mikaela y no sabrá que sé quién es en realidad. Le agradezco profundamente que
me haya contado la verdad. Y no se preocupe por su amiga, yo no podría hacerle
daño.
Paula Morales suspiró, muy aliviada, una vez estuvo
fuera del despacho. Ahora tenía amigos en ambas partes y se sentía más confiada.
En su fuero interno empezaba a desear que ganase la guerra el señor Teodoro porque, si salía
victoriosa Helena, iba a ser mejor que nunca se enterase de su traición. No
creía que su amiga la perdonase jamás; Blas Teodoro parecía más razonable.
∎∎∎
El señor Teodoro no podía dejar de pensar en Helena
Palacios, en Mikaela Melero y en Paula Morales. Ahora entendía muchas cosas:
por qué Mikaela le recordaba tanto a Helena, su café negro y muy cargado, su
perfume, su hoyuelo, su gran antipatía hacia él, su cariño hacia su hijo…
¡HELENA
ESTABA ALLÍ! ¡MIKAELA ERA HELENA!
¡O Helena era Mikaela! ¿Qué más daba si era ella?
Recordó las discusiones que había tenido con Mikaela
por motivo de Nicolás. Y siempre la rubia profesora había salido en defensa del
niño.
“Debo parecerle un mal padre”, meditó. “¿Y qué me vas a reprochar tú a mí, Helena?
¿Qué clase de madre eres tú? Voy a dejar que veas a Nico, al fin y al cabo es
tu hijo. Pero no intentes nada más, no tienes derecho a nada. No, después de doce
años. De buena gana te arrancaría la máscara... ¿No quieres que yo te vea? Tranquila, no me hace falta hasta que yo diga que me hace falta. Y no vuelves a desaparecer, Lunática”.
Paulatinamente el señor Teodoro fue sintiendo que su
cabeza daba vueltas o que las cosas giraban a su alrededor. Sujetó su cabeza
con ambas manos manteniendo los codos apoyados en la mesa y cerró los ojos. Y comenzó a sollozar como no recordaba haberlo hecho ni siquiera cuando murió su padre. Lloró por doce años de ausencia, por días y noches de soledad, por tantas dudas, por tantos miedos, por la desesperación incontrolada que, en tantas ocasiones, había sentido.
Su llanto, su desahogo duró largo rato... y el terror llegó, se hizo presente. ¿Y si Helena no lo amaba? ¿Y si Helena lo odiaba?
Con estas preguntas que se formuló comenzó su agonía y martirio hasta que un Ángel Cupido quiso calmar, mitigar, serenar su sufrimiento, y le susurró que ninguna mujer se disfrazaría para no ser vista por el hombre que odia.
Y Blas se fue tranquilizando con lo que él creyó un pensamiento suyo, y de repente era urgente hablar con Paula de nuevo, tenía que preguntarle cuál fue la reacción de Helena cuando él perdió el conocimiento en el patio, era de vital importancia que él lo supiera.
Y deseó que llegara mañana, y temió que ya fuese mañana.
Miró su reloj, faltaban horas, solo horas, pero qué horas tan largas para que viera a quien tanto había deseado ver. Su cuerpo entero temblaba, furia y ternura invadían su alma, y pensó que tal vez Dios sí existía.
Su llanto, su desahogo duró largo rato... y el terror llegó, se hizo presente. ¿Y si Helena no lo amaba? ¿Y si Helena lo odiaba?
Con estas preguntas que se formuló comenzó su agonía y martirio hasta que un Ángel Cupido quiso calmar, mitigar, serenar su sufrimiento, y le susurró que ninguna mujer se disfrazaría para no ser vista por el hombre que odia.
Y Blas se fue tranquilizando con lo que él creyó un pensamiento suyo, y de repente era urgente hablar con Paula de nuevo, tenía que preguntarle cuál fue la reacción de Helena cuando él perdió el conocimiento en el patio, era de vital importancia que él lo supiera.
Y deseó que llegara mañana, y temió que ya fuese mañana.
Miró su reloj, faltaban horas, solo horas, pero qué horas tan largas para que viera a quien tanto había deseado ver. Su cuerpo entero temblaba, furia y ternura invadían su alma, y pensó que tal vez Dios sí existía.
∎∎∎
Nicolás, en cuanto llegó a casa, se quitó la ropa mojada y se dio una confortable
ducha. El niño se relajó con el agua que besó y mimó su piel. Cuando salió del baño estaba renovado.
Se puso un pantalón y una camiseta y se dirigió a la cocina donde su abuela le
esperaba con un vaso de leche.
Prudencia y Cruz estaban preparando la comida del
mediodía; Nicolás se fijó en la joven y le pareció que estaba tranquila y que
su comportamiento era normal. Quizás ya había hecho las paces con Luis.
—Papá ha llamado por teléfono —dijo la señora Sales con tono disgustado—, el señor Ortiz me ha contado que has salido al patio desobedeciendo,
pero no me ha contado que has salido saltando desde una ventana. ¡No tenéis
conocimiento ni tú ni Nat! ¡Podíais haberos hecho mucho daño! ¿En qué estabais
pensando?
Nicolás se había tomado la leche tibia, endulzada
con miel, y depositó el vaso en el fregadero. Miró a su abuela con preocupación.
—¿Papá te ha dicho que hemos saltado por la ventana?
Emilia Sales asintió.
—¿Y quién se lo ha dicho a él?
—Se lo ha dicho el señor Cuesta —reveló la mujer—, le ha explicado que estabais en la sala de
profesores y que saltasteis por una de las ventanas.
—Si el señor Cuesta sabe que estábamos en la sala de profesores,
también sabe que oímos su conversación —murmuró Nicolás, adquiriendo su rostro un color desvaído.
—¿Qué dices, Nico? —preguntó la señora Sales— ¡Hablas tan bajito que no logro entenderte! ¿Te has mareado, cariño?
¡Tienes mala cara!
Nicolás vio que Prudencia y Cruz continuaban con los
preparativos de la comida como si nada estuvieran escuchando.
Sin embargo, el niño sabía que, por fuerza, tenían
que oírlo todo a no ser que fuesen sordas como tapias o que llevasen tapones en
las dos orejas.
—Voy a salir un rato al jardín, necesito que me dé el aire —manifestó el chiquillo, sorprendiendo a su abuela.
—Hace frío, Nico. Si sales fuera, ponte una cazadora.
—Iré a la primera glorieta.
—Aún así ponte la cazadora, en el jardín hace frío. Y no sé si te
conviene que cuando llegue tu padre te encuentre en la glorieta como si tal
cosa…
El niño no quiso seguir oyendo a su abuela y salió
de la cocina; casi en el umbral de la puerta se topó con el señor Hernández que
le hizo una exagerada reverencia, quizás intentando disimular su espionaje.
Págs. 930-938
Hoy os dejo dos canciones... va a haber mucho tiempo para escucharlas
La primera puede mostraros un poco la furia de Blas
"A ti", de Ricardo Arjona
La segunda puede mostraros un poco la ternura de Blas... y es que en el amor, muchas veces, se juntan la furia y la ternura
"Un manantial de ternura", de Pecos
Queridos lectores de "El Clan Teodoro-Palacios", con el capítulo que he publicado hoy, esta historia se detiene hasta septiembre
El verano hace unos días que llegó, y os deseo que lo disfrutéis y lo paséis muy bien
Besos, y un abrazo muy fuerte
Mela
La primera puede mostraros un poco la furia de Blas
"A ti", de Ricardo Arjona
La segunda puede mostraros un poco la ternura de Blas... y es que en el amor, muchas veces, se juntan la furia y la ternura
"Un manantial de ternura", de Pecos
Queridos lectores de "El Clan Teodoro-Palacios", con el capítulo que he publicado hoy, esta historia se detiene hasta septiembre
El verano hace unos días que llegó, y os deseo que lo disfrutéis y lo paséis muy bien
Besos, y un abrazo muy fuerte
Mela