CAPÍTULO 154
ESE AMOR QUE ES TEMPESTAD
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elena no pensó,
no imaginó que, con su tercer beso, iba a provocar que Blas abriera sus ojos.
Mucho menos pensó o imaginó que, su tercer beso, iba a despertar a ese amor que
es tempestad, a ese amor que hace crecer a las olas del mar.
—Acabas de besarme —susurró Blas.
Helena se alarmó
tras escuchar estas inesperadas palabras que confirmaban una clara acusación.
Su inmediata reacción fue alejarse, con tanta rapidez y brusquedad, que muy
pocos centímetros la salvaron de caer de la ancha cama al suelo.
—¿Acostumbras aprovechar que un
hombre al que odias duerme para darle un beso?
—Debes haber sufrido una pesadilla.
Debes tranquilizarte; solo ha sido eso, una pesadilla —respondió Helena con
cierto alivio. Por lo menos, Blas no era
consciente de que le había besado tres veces.
Blas se carcajeó
con discreción. No quería despertar a nadie, quería estar a solas con Helena.
Con su risa,
aunque moderada, solo logró sobresaltar todavía más a la culpable de haberle
dado tres besos.
—No sé de qué te ríes. No creo
haberte contado un chiste, no me gustan los chistes. Creo que lo más
aconsejable será que salgas de esta habitación. Estás sufriendo alucinaciones
—. La voz de Helena adolecía de firmeza, casi no podía hablar. Incluso así, se
esforzó por reconducir la situación embarazosa en la que se hallaba.
Con tanta
rapidez y brusquedad como ella se había alejado, se acercó Blas, y uno de los
brazos del hombre más peligroso del mundo, rodeó su cintura.
Helena se sintió
atrapada, acorralada, sin fuerzas para escapar o resistirse.
—¿Qué estás haciendo, Blas?
—¡Qué bien suena mi nombre cuando tú lo pronuncias! ¿Cuándo dejarás de mentir, Helena?
No he soñado. Me has besado. ¿No vas a admitirlo?
Helena no estaba
dispuesta ni preparada para reconocer esa verdad. Era incapaz de contestar.
Silencio. Temblaba. Su corazón latía alocado. El aliento de Blas ya quemaba su
piel. La tempestad aumentaba su intensidad, las olas crecían. Demasiados años
separados un hombre y una mujer que habían nacido para quererse.
Blas la besó; la
llama se encendió y llegaron las olas de fuego, el deseo, el anhelo, las ganas
de quererse...
Se detuvo el
tiempo, una lujuria de sentimientos se alzó, el cielo se hizo visible en sus
ojos. Las tristezas reían, las sonrisas lloraban. Dejaron de ser dueños de sus
actos y se transformaron en esclavos de ellos.
Ya era inútil
luchar contra lo inevitable...
∎∎∎
Matilde se
despertó de sopetón. Hacía rato que la luz de la mañana iluminaba su habitación. Bibiana todavía dormía y, por la expresión de su rostro, debía
estar soñando algo hermoso.
Habían estado
hablando por la noche y, muchas de las cosas que le contó la pequeña, la
afligieron sobremanera. Por la conversación que mantuvieron, fue muy sencillo
que Matilde dedujera que la pobre chiquilla tenía una mala madre.
Era imposible
que con esta madre y su padrastro, Bibiana supiera lo que era el calor de un
hogar, de una familia...
Amadeo Ortiz y
su esposa únicamente se interesaban por ellos mismos y, en todo caso, por los
tres hijos varones, fruto de su relación. Bibiana sobraba en sus vidas. Quizás
también sobraba en la nueva vida de su padre biológico ya que, desde que se
separó de su madre, nada volvió a saber de él. Desapareció sin más, sin ninguna
explicación.
Matilde salió al
pasillo con sigilo para no interrumpir el descanso de la niña.
Se dirigió a la
habitación de Helena y, también con sigilo, abrió la puerta.
La sorpresa que
le aguardaba al mirar la cama fue indescriptible. Incluso le costó creer que lo
que veía, por fuerza, era cierto. Helena no estaba en la cama; en su lugar
estaba Blas, dormido y abrazado a una almohada. Y, por la expresión de su
rostro, también parecía soñar con algo hermoso. Muy hermoso.
Matilde lo
observó, en silencio, sin entender absolutamente nada, sin dar crédito...
Tras unos
instantes de duda, salió de la habitación en busca de Helena.
Bajó la
escalera, en la sala de estar no había nadie. Fue a la cocina. La puerta estaba
abierta. Fuera, en el porche, sentada en uno de los peldaños de la escalinata, vio a Helena.
—¿Qué haces aquí?
Helena no oyó
llegar a su amiga y su pregunta la sobresaltó un poco. Se dio la vuelta y
sonrió. Una sonrisa radiante, pensó
Matilde.
—Simplemente estoy contemplando el
cielo, las nubes, el sol, las cimas de aquellas montañas lejanas. Estoy mirando
lo bonito que está el valle —respondió sin dejar su sonrisa resplandeciente mientras
se levantaba del travesaño.
—Sí, todo eso está muy bien, pero
tú estás aquí y Blas está en tu cuarto, en tu cama —dijo Matilde, confusa.
—¿Has estado en mi habitación? ¿Qué
hace Blas? ¿Te ha visto?
—No ha podido verme. Está dormido,
abrazado a tu almohada —contestó Matilde, más confusa.
—¿Abrazado a mi almohada? ¿Estás
segura? — La ilusión afloró en el semblante de Helena.
—Claro que estoy segura, pero no
entiendo nada. ¿Puedes decirme qué ha pasado?
—No debería decirte nada, no
debería hablarte por no venir anoche a mi habitación. Sin embargo, voy a
decírtelo, necesito decírtelo... Hemos dormido juntos y ha sido maravilloso.
¿No te parece que el agua del río está cantando?
—Sí, es posible que esté cantando
—respondió Matilde, anonadada. Después añadió—. Y es posible que Blas y tú no
solo hayáis dormido. Habéis hecho algo más, ¿verdad?
El rubor asomó a
las mejillas de Helena, delatándola.
—Sí, hicimos algo más —confesó con
timidez—. No pude evitarlo, fue más fuerte que yo. Blas es más fuerte que yo.
Él me amó y yo le amé. Te aseguro que fue inevitable. Me sentí tan mujer, tan
femenina... Estuve en el cielo. Fue como aquella noche de tormenta en la playa.
No pude evitarlo, no pude.
¿Te gusta el
vestido que me he puesto? ¿Crees que le gustará a él?
Matilde observó
el vestido de tirantes anchos con un lazo que cerraba un escote cuadrado por
encima del pecho. Lunares grandes, de color verde, amarillo, naranja y lila, destacaban en
el fondo blanco. Por detrás, el escote tenía forma de uve y dejaba al
descubierto parte de su espalda. Y falda de vuelo. A Helena le encantaban las
faldas de vuelo.
—Estás muy guapa. Mucho —le dijo
Matilde con absoluta sinceridad—. ¡Y qué bien te sienta la diadema que te has
puesto en el pelo!
—También me he maquillado un poco
los ojos y me he pintado algo los labios. ¿Se nota demasiado? ¿Es exagerado?
—Helena, estás guapísima. Cálmate.
—No puedo calmarme. Estoy muy
nerviosa. Ni siquiera sé cómo debo comportarme cuando vuelva a verle. Soy tan
feliz que tengo miedo. Nadie puede ser tan feliz. Creo que debería esconderme,
pero ¿dónde? Tal vez debería huir a la aldea.
—Helena, tranquilízate y no tomes
café hoy. Eso es lo que debes hacer. Entra conmigo en la cocina. Hace frío, te vas a congelar con ese vestido. Prepararemos
unas torrijas para desayunar.
—Prométeme que no te separarás de
mí ni un segundo. Promete que, en todo momento, estarás a mi lado, que serás mi
sombra y mi escudo.
—Está bien, te lo prometo. ¿Te
quieres tranquilizar? Ahora tengo que subir a asearme. Empieza tú a cortar
rebanadas de pan.
—¡No! —se negó Helena con ímpetu— Te
acompañaré, no pienso quedarme sola.
—No puedo entender que anoche
hicieras el amor con Blas y hoy estés muerta de miedo. No lo entiendo —se
exasperó Matilde.
—Pues estoy muerta de miedo y de
vergüenza. Y me da igual si no lo entiendes, no es preciso que lo entiendas.
—Vamos, ven conmigo —dijo Matilde
suspirando.
∎∎∎
Nicolás se
desperezó y miró la hora en el reloj.
—¡Ya son las nueve y media! —exclamó
y despertó a Marcos— Voy a ver si mi madre se ha levantado.
El chiquillo
entró en la habitación donde le aguardaba la misma sorpresa que a Matilde. Blas
continuaba dormido, abrazado a la almohada de Helena.
—Papá... —dijo el muchacho. Su
padre no le oyó.
Nicolás se
acercó y lo zarandeó. Por supuesto, Blas dejó de dormir de inmediato.
—Buenos días, Nico.
—¿Dónde está mi madre? ¿Qué haces
aquí?
—Tranquilo, no me la he comido. Tu
madre ha debido madrugar —contestó Blas sonriendo. Y su sonrisa también era
radiante.
—¿Quieres decir que habéis dormido
juntos? — Nicolás no podía creerlo.
—Sí, Nico, eso quiero decir.
—¡Cuánto me alegro, papá!
—Yo también, Nico. Soy el hombre
más feliz de la tierra, qué digo tierra, del universo. Tu madre es una diosa.
He estado en el cielo.
—¿Le has dado el vestido?
—Todavía no.
—¿Y a qué esperas? —preguntó el muchacho,
ansioso— ¡Tienes que dárselo ya!
—Tienes razón —Blas se levantó de
la cama—. Esta misma mañana se lo daré.
Antes de salir
de la habitación, Blas le deseó a Nicolás que un día fuese tan feliz como lo
era él.
Por un instante,
sin quererlo, Nicolás pensó en Natalia. Unos densos nubarrones negros
oscurecieron su ánimo.
—Eso no pasará. Yo nunca querré a
una mujer como quieres tú a mi madre. Yo no soy como tú —manifestó el
chiquillo, tajante.
Su padre lo
miró, sorprendido.
—Por supuesto que amarás a una
mujer. Estoy seguro de que tu historia de amor será extraordinaria. Hijo, tú
eres el descendiente de un gran amor.
Tu madre y yo
nos amamos por primera vez en una playa, mar adentro. Era una noche de
tormenta.
Y tras besos,
caricias, dulzura, ternura, pasión... empezaste a existir tú. Eres el hijo de
un amor grande. Nunca olvides eso. Eres el hijo de un amor que sigue vivo, muy
vivo. Eres el descendiente de un amor inmortal.
—Aún podéis tener otro descendiente
—replicó Nicolás.
—No, Nico.
—¿Por qué no?
—Yo no puedo tener más hijos.
—¿Por qué?
—Porque cuando me enteré de que
eras mi hijo, tomé una decisión. Tú serías el único. Me hice una vasectomía.
—¿Y si mi madre quiere tener más
hijos?
Blas sonrió.
—Tu madre no quería tener hijos.
Decía que no quería traer a nadie a este mundo raro. Sin embargo, te trajo a
ti.
Pero estoy
seguro, porque la conozco muy bien, que después de nacer tú, pondría un remedio
para no tener más.
No vas a tener hermanos.
Siempre serás tú el único descendiente de nuestro amor inmortal. El hijo de
Helena Palacios y de Blas Teodoro.
Nicolás abrazó a
su padre con fuerza, muy fuerte.
—¡Me alegro de haber nacido!
—exclamó— Y me alegra que seáis mis padres. Estoy orgulloso de los dos y os
quiero a los dos. No puedo imaginar unos padres mejores que vosotros.
—Yo también me alegro de que hayas
nacido, Nico. Me alegra haberte conocido y también estoy muy orgulloso de ti. Y
te quiero muchísimo. Y tu madre te quiere hasta el infinito y más, mucho más
—dijo Blas correspondiendo al abrazo de su hijo—. Perdónanos a los dos por no
haber estado juntos durante doce largos años.
∎∎∎
En aquel mismo
momento, lejos del valle, en Aránzazu; Emilia Sales deambulaba por la casa, muy
nerviosa. No entendía por qué Blas no había regresado todavía. Tampoco entendía
por qué no contestaba a sus llamadas.
Esperaría hasta
las doce del mediodía y, si a esa hora, no tenía noticias de Blas, llamaría a
Arturo Corona.
Un pálpito la
sacudía sin tregua. Un presentimiento de que algo no iba bien, de que algo iba
muy mal.
Págs. 1256-1264
Hoy vuelvo a dejar una canción de Río Roma... "Por eso te amo"
Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, hoy os quiero desear que estéis pasando un buen verano, y que lo sigáis pasando, a pesar de los pesares... que sé que son muchos
Mela