Un soldado ya
estaba ayudando a Helena a ponerse en pie. A Helena le temblaban las rodillas y
el soldado la sujetó por la cintura.
Matilde se
acercó a ayudarle a pesar de sentirse desfallecida. Se horrorizó al ver a
Helena más de cerca. Su cara estaba lívida, con las facciones abotagadas por el
llanto, sus labios exánimes, su mirada marchita. Parecía hallarse en otro
lugar, lejos de allí. Su apariencia era tranquila, retraída. Demasiado inmóvil,
pasiva, como inerte. Matilde pensó que Helena era igual que el cráter de un
volcán dormido a punto de entrar en erupción.
—Helena, piensa en Nico —le dijo—.
Tienes que pensar en Nico y ser fuerte por él. Te necesita, tu hijo está
deshecho.
Matilde tuvo la
impresión de que Helena intentó hablarle, contestarle, pero las palabras no
subieron a su garganta y no salieron por su boca. Como si hubiese enmudecido, como
si hubiese perdido el habla.
Matilde,
mirándola fijamente, lloró sin darse cuenta. No era posible describir el
sufrimiento y la amargura de ese instante. Y Matilde era consciente de que lo
sucedido aquella mañana primaveral, en el valle, pasaría a ser un recuerdo
indeleble. Uno de esos recuerdos que te tortura y acompaña de por vida y te
marca con un fuego abrasador dejándote una cicatriz invisible a los ojos. Esa cicatriz duele tanto, que doblega al corazón más aguerrido, y le obliga a derramar
lágrimas de sangre.
Bibiana también
lloraba, desconsolada, abrazada a la espalda de Nicolás, que permanecía tendido
en el suelo con la cara escondida entre sus brazos mientras sollozaba sufriendo
convulsiones.
¡Quién podía
creer, quién poseía el conocimiento suficiente para explicar cómo se cruza el
umbral, en un segundo, de la felicidad más absoluta al terrible sentir de que
una mano de hierro te desgarra el alma!
Dicen que las
malas noticias se extienden como la pólvora. Lo sucedido en el valle llegó como
río de lava ardiente a la mansión de Jaime Palacios, en Markalo.
Jaime Palacios
dejó lo que estaba haciendo y suspendió todos los actos de aquel día y dio la
orden de que sacaran, de inmediato, a su hija y a su nieto del valle.
Intentó ponerse
en contacto con Arturo Corona, pero ni él ni nadie contestó a sus insistentes
llamadas.
Incapaz de
permanecer en el interior de la mansión, salió a uno de los jardines más
próximo a la entrada. Caminó de un lado a otro sumergido en un mar de aguas
turbulentas.
Jacobo y Maura
observaban sus movimientos ocultos tras una cortina de una ventana de la planta
baja.
—Yo sabía que algo catastrófico iba
a suceder —se lamentó Maura—. Lo dije, lo dije. Nadie me escuchó, no se me hizo
caso, nadie me creyó. ¿Qué va a pasar ahora? La señorita
Helena estará tan triste que se obstinará en no comer. Debe ser pecado morir de
inanición cuando tu casa está repleta de comida. ¿Qué podré ofrecerle para
alimentarla?
—Prepara un caldo sustancioso. Algo que sea
sencillo de tomar y que la reconforte —le sugirió Jacobo.
—Ahora mismo voy a prepararlo.
¿Cómo no lo había pensado? —respondió Maura con un tono de voz menos lastimero.
Y un poco más animada se dirigió a la cocina, donde nada más llegar, comenzó a
dar órdenes a sus dos ayudantes. Había que preparar un suculento consomé que
resucitara a un muerto.
A una de las pinches,
a la más joven, se le ocurrió decir que ningún muerto resucitaría con un
consomé por muy bueno y sabroso que fuera este. Maura detuvo su afanada búsqueda
en un cajón del congelador y la miró, furiosa.
—¡Eres tan joven como estúpida! —le
increpó— ¡Qué torpe eres! ¿No entiendes lo que es una forma de hablar?
La chica bajó la
cabeza, intimidada, y se disculpó, sumisa.
Helena, Nicolás,
Matilde y Bibiana ya viajaban hacia Markalo. No habían recogido nada de la
casita del valle. Ni siquiera habían cerrado la puerta.
Helena y Nicolás
asemejaban muñecos, títeres sin voluntad, sin vida, a merced de sus dueños. De
este modo, los soldados no tuvieron problema alguno en seguir con premura la
orden dada por Jaime Palacios.
A pesar de la
tragedia y, paradójicamente, la mañana era hermosa. Pero quién podía disfrutar de bellos paisajes cuando era conducido a un
patíbulo, meditó Matilde con amargura.
El río zigzagueaba,
les seguía, y en su trasparente agua se reflejaban los dorados rayos del sol y
los tonos zafiro del cielo.
Pasaron por
campos extensos, por bosques esplendorosos, por prados de hierba verde, fresca,
embellecida todavía más con flores blancas, rojas, amarillas... Por montañas
trajeadas de maleza y riscos que las acicalaban, por un escuadrón de rocas que
custodiaban el paso a una cascada... Pasaron por muchos lugares que merecían
ser guardados y conservados en un arcón de la memoria, pero nada vieron. Todo
cuanto les rodeaba era invisible a sus ojos.
Cuando el sol se
había puesto y las últimas claridades del crepúsculo se extinguían llegaron a
Markalo. Poco después, cruzaron
una verja de hierro reluciente entre dos columnas de granito y se adentraron en
un camino pavimentado que desembocaba en una majestuosa casa con envidiables
diseños arquitectónicos.
El señor
Palacios, con porte erguido, esperaba muy cerca de la entrada
principal. A unos pasos de él se encontraba Jacobo, que hacía rato había salido
a hacerle compañía.
En cuanto los
coches se detuvieron, unos soldados abrieron las puertas del segundo coche.
Descendieron Matilde y Bibiana visiblemente abatidas.
Dos soldados
ayudaron a caminar a un Nicolás muy debilitado.
Helena no se
tenía en pie y un soldado la cogió en brazos.
Maura, Patricia
y Adelaida escudriñaban, con mucha tensión, todo cuanto sucedía desde detrás de
unos visillos. Vieron a Jaime Palacios interceptar el paso al soldado que
llevaba en brazos a su hija y vieron como el soldado dejaba a Helena en los
brazos del señor Palacios.
—¡Dios mío, esto es peor de lo que
pensé! —exclamó Maura con horror— La señorita Helena no parece ella. ¿Qué va a
ser de todos nosotros?
—Nico tampoco parece él —dijo
Patricia muy impresionada, enjugándose las lágrimas. Consideraba a Helena su
benefactora y sentía hacia ella un profundo agradecimiento por permitirle
quedarse en aquel palacio y por dejarla al cuidado de Adelaida, una mujer joven
amable y cariñosa, que le había dispensado un trato diligente y delicado.
Jaime Palacios
acomodó a su hija en un sofá y colocó un cojín debajo de su cabeza y otro bajo
sus pies.
—Trae un vaso de leche caliente.
Tiene las manos heladas —dijo a Maura.
—He preparado un consomé...
—No creo que pueda tomar nada
—intervino Matilde, que igual que Bibiana, se había sentado en una silla.
—Es preciso que lo tome —replicó
Maura, molesta.
—Hemos tardado bastante en llegar
porque hemos parado muchas veces durante el viaje. Todos hemos vomitado varias
veces. Nos sentimos enfermos, necesitamos descansar, solo eso, descansar. Y si
pudiéramos dormir, qué alivio... —declaró Matilde con un hilito de voz.
Nicolás también
estaba recostado en otro sofá, con los ojos cerrados, aunque no dormía, tampoco oía. Estaba ausente.
—¿Qué hago, señor? —preguntó Maura,
indecisa.
—Prepara unas infusiones de
manzanilla. A doña Helena y a don Nicolás procuraremos dárselas con una
jeringuilla —respondió Jacobo.
—No te he preguntado a ti.
—¡Haz lo que te ha dicho Jacobo!
—ordenó Jaime Palacios muy alterado— A Matilde y a la niña, no recuerdo su
nombre, sácales consomé.
—Se llama Bibiana —dijo Patricia, orgullosa de
poder aportar información, pero la mirada gélida que recibió del señor Palacios
la hizo arrepentirse de haber abierto la boca.
Jaime Palacios
acercó una silla al sofá donde estaba acostada Helena y le frotó las manos para
hacerlas entrar en calor.
Helena lo miraba
en silencio, callada. De sus ojos enrojecidos ya no brotaban lágrimas. "Está agotada", pensó Jaime Palacios
sintiendo una punzada en su pecho.
Su hija tenía
que aguantar, que soportar, el embate de las tormentas que la asaltaban sin
piedad. Había sufrido el más violento despertar del más hermoso sueño. Sus
ilusiones, deshechas; su existencia rota.
Jaime Palacios tuvo la sensación de
escuchar el avance del peso inmenso de un dolor, que gravitaba en el corazón de
Helena, y que la empujaba y hundía en las entrañas de un pozo oscuro de agua
negruzca.
—Yo te salvaré, Helena —le aseguró
aferrando sus manos entre las suyas—. Yo estoy aquí, hija mía. Yo te ayudaré,
estoy a tu lado. La tristeza no te va a consumir, no lo permitiré.
Una gruesa lágrima resbaló por la nariz de Jaime Palacios.
De improviso,
los gritos de Nicolás sobresaltaron a todos. Se había incorporado en el sofá y
llamaba a su padre. Jacobo le pasó un brazo por los hombros y con la
otra mano cobijó la cabeza del chiquillo en su pecho.
Matilde que,
poco a poco, ya estaba tomando consomé, tuvo un fuerte temblor en la mano y la
mitad del contenido de la taza se derramó en el plato.
Bibiana volvió a
llorar, desconsolada.
Patricia y
Adelaida observaban, con miedo, sin saber qué hacer o cómo ayudar.
Todo eran idas y
venidas, desconcierto, gente apresurada por el salón. Fue necesaria la
asistencia de un médico que suministrara un sedante a Nicolás para ayudarle a
sosegarse y conciliar el sueño.
A medianoche, el
silencio era sepulcral. Jaime Palacios todavía no se había acostado. Él y
Jacobo permanecían sentados en sendas butacas, muy serios, abstraídos de lo que
les rodeaba y sumidos en sus pensamientos.
En torno a una
hora antes había comenzado a llover y la lluvia batía los cristales. Ese era el
único sonido que se escuchaba y el monótono tictac de un antiguo reloj de
pared.
—No debería haber ganado las
elecciones —dijo Jaime Palacios meneando la cabeza y mirando los dibujos de la
alfombra que tenía a sus pies —. ¿Cómo voy a dirigir un país, cómo podré
gobernar con el desastre que tengo en casa? Mi hija y mi nieto están
destrozados.
—Todo pasa, señor. Esto también
pasará.
—¿Cómo ha podido Emilia matar a
Blas? ¿Cómo ha sido capaz? No me cabe en la cabeza. No es posible que esto haya
sucedido. No lo entiendo.
—Recuerde que Emilia no quería
matar a Blas. Quería matar a su hija y Blas se puso delante.
Un tono bermellón coloreó el rostro de Jaime Palacios.
—Emilia ya no debe estar viva.
Arturo la habrá matado. Mañana, a primera hora, encarga dos coronas. Una por
Helena y otra por Nico. No asistiremos al funeral. Dejaremos a Arturo en paz
con su hondo pesar.
Vamos a dormir
—añadió levantándose de la butaca—, nos esperan días difíciles. No voy a
cruzarme de brazos, no consentiré que esta vil y miserable vida derrote a mi
hija y a mi nieto.
Y Jacobo vio
encenderse en los ojos de Jaime Palacios una luz desafiante.
Págs. 1318-1326
Hoy os dejo una canción de Jessy & Joy... "Ecos de amor"