EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

sábado, 5 de noviembre de 2022

EL CLAN TEODORO PALACIOS Capítulo 161

 

















CAPÍTULO 161

 

EL PESO DE UN INMENSO DOLOR

 

 

M

atilde vio como Arturo Corona apartó a Helena de un fuerte empujón. Helena no podía hacer nada, se había quedado sin fuerza, no podía levantarse. No pudo impedir que dos hombres, el médico y el mismo Arturo Corona cargaran con el cuerpo de Blas y lo metieran en uno de los coches. Inmediatamente después, los dos coches oscuros abandonaron los alrededores de la casita del valle. Un valle que habían dejado, en menos de treinta minutos, desolado y anegado en lágrimas.

Matilde sabía que había que reaccionar y que era ella quien debía tomar con manos férreas la dirección de una embarcación que zozobraba, que se iba a pique, que naufragaba.
Recordó la tormenta, aquella que la había asustado tanto, aquella extraña tormenta. Recordó la sal derramada y recordó el ala rota de Cupido. Había olvidado repararla. ¿Cómo cometió ese grave error? ¿Por qué no pegó con cola el ala rota de Cupido? ¿Por qué? ¿Por qué?

Un soldado ya estaba ayudando a Helena a ponerse en pie. A Helena le temblaban las rodillas y el soldado la sujetó por la cintura.
Matilde se acercó a ayudarle a pesar de sentirse desfallecida. Se horrorizó al ver a Helena más de cerca. Su cara estaba lívida, con las facciones abotagadas por el llanto, sus labios exánimes, su mirada marchita. Parecía hallarse en otro lugar, lejos de allí. Su apariencia era tranquila, retraída. Demasiado inmóvil, pasiva, como inerte. Matilde pensó que Helena era igual que el cráter de un volcán dormido a punto de entrar en erupción.
            —Helena, piensa en Nico —le dijo—. Tienes que pensar en Nico y ser fuerte por él. Te necesita, tu hijo está deshecho.
Matilde tuvo la impresión de que Helena intentó hablarle, contestarle, pero las palabras no subieron a su garganta y no salieron por su boca. Como si hubiese enmudecido, como si hubiese perdido el habla.
Matilde, mirándola fijamente, lloró sin darse cuenta. No era posible describir el sufrimiento y la amargura de ese instante. Y Matilde era consciente de que lo sucedido aquella mañana primaveral, en el valle, pasaría a ser un recuerdo indeleble. Uno de esos recuerdos que te tortura y acompaña de por vida y te marca con un fuego abrasador dejándote una cicatriz invisible a los ojos. Esa cicatriz duele tanto, que doblega al corazón más aguerrido, y le obliga a derramar lágrimas de sangre.
Bibiana también lloraba, desconsolada, abrazada a la espalda de Nicolás, que permanecía tendido en el suelo con la cara escondida entre sus brazos mientras sollozaba sufriendo convulsiones.
¡Quién podía creer, quién poseía el conocimiento suficiente para explicar cómo se cruza el umbral, en un segundo, de la felicidad más absoluta al terrible sentir de que una mano de hierro te desgarra el alma!
Dicen que las malas noticias se extienden como la pólvora. Lo sucedido en el valle llegó como río de lava ardiente a la mansión de Jaime Palacios, en Markalo.
Jaime Palacios dejó lo que estaba haciendo y suspendió todos los actos de aquel día y dio la orden de que sacaran, de inmediato, a su hija y a su nieto del valle.
Intentó ponerse en contacto con Arturo Corona, pero ni él ni nadie contestó a sus insistentes llamadas.
Incapaz de permanecer en el interior de la mansión, salió a uno de los jardines más próximo a la entrada. Caminó de un lado a otro sumergido en un mar de aguas turbulentas.
Jacobo y Maura observaban sus movimientos ocultos tras una cortina de una ventana de la planta baja.
            —Yo sabía que algo catastrófico iba a suceder —se lamentó Maura—. Lo dije, lo dije. Nadie me escuchó, no se me hizo caso, nadie me creyó. ¿Qué va a pasar ahora? La señorita Helena estará tan triste que se obstinará en no comer. Debe ser pecado morir de inanición cuando tu casa está repleta de comida. ¿Qué podré ofrecerle para alimentarla?
            —Prepara un caldo sustancioso. Algo que sea sencillo de tomar y que la reconforte —le sugirió Jacobo.
            —Ahora mismo voy a prepararlo. ¿Cómo no lo había pensado? —respondió Maura con un tono de voz menos lastimero. Y un poco más animada se dirigió a la cocina, donde nada más llegar, comenzó a dar órdenes a sus dos ayudantes. Había que preparar un suculento consomé que resucitara a un muerto.
A una de las pinches, a la más joven, se le ocurrió decir que ningún muerto resucitaría con un consomé por muy bueno y sabroso que fuera este. Maura detuvo su afanada búsqueda en un cajón del congelador y la miró, furiosa.
            —¡Eres tan joven como estúpida! —le increpó— ¡Qué torpe eres! ¿No entiendes lo que es una forma de hablar?
La chica bajó la cabeza, intimidada, y se disculpó, sumisa.

Helena, Nicolás, Matilde y Bibiana ya viajaban hacia Markalo. No habían recogido nada de la casita del valle. Ni siquiera habían cerrado la puerta.

Helena y Nicolás asemejaban muñecos, títeres sin voluntad, sin vida, a merced de sus dueños. De este modo, los soldados no tuvieron problema alguno en seguir con premura la orden dada por Jaime Palacios.
A pesar de la tragedia y, paradójicamente, la mañana era hermosa. Pero quién podía disfrutar de bellos paisajes cuando era conducido a un patíbulo, meditó Matilde con amargura.
El río zigzagueaba, les seguía, y en su trasparente agua se reflejaban los dorados rayos del sol y los tonos zafiro del cielo.
Pasaron por campos extensos, por bosques esplendorosos, por prados de hierba verde, fresca, embellecida todavía más con flores blancas, rojas, amarillas... Por montañas trajeadas de maleza y riscos que las acicalaban, por un escuadrón de rocas que custodiaban el paso a una cascada... Pasaron por muchos lugares que merecían ser guardados y conservados en un arcón de la memoria, pero nada vieron. Todo cuanto les rodeaba era invisible a sus ojos.
Cuando el sol se había puesto y las últimas claridades del crepúsculo se extinguían llegaron a Markalo. Poco después, cruzaron una verja de hierro reluciente entre dos columnas de granito y se adentraron en un camino pavimentado que desembocaba en una majestuosa casa con envidiables diseños arquitectónicos. 
El señor Palacios, con porte erguido, esperaba muy cerca de la entrada principal. A unos pasos de él se encontraba Jacobo, que hacía rato había salido a hacerle compañía.
En cuanto los coches se detuvieron, unos soldados abrieron las puertas del segundo coche. Descendieron Matilde y Bibiana visiblemente abatidas.  
Dos soldados ayudaron a caminar a un Nicolás muy debilitado.
Helena no se tenía en pie y un soldado la cogió en brazos.

Maura, Patricia y Adelaida escudriñaban, con mucha tensión, todo cuanto sucedía desde detrás de unos visillos. Vieron a Jaime Palacios interceptar el paso al soldado que llevaba en brazos a su hija y vieron como el soldado dejaba a Helena en los brazos del señor Palacios.

            —¡Dios mío, esto es peor de lo que pensé! —exclamó Maura con horror— La señorita Helena no parece ella. ¿Qué va a ser de todos nosotros?
            —Nico tampoco parece él —dijo Patricia muy impresionada, enjugándose las lágrimas. Consideraba a Helena su benefactora y sentía hacia ella un profundo agradecimiento por permitirle quedarse en aquel palacio y por dejarla al cuidado de Adelaida, una mujer joven amable y cariñosa, que le había dispensado un trato diligente y delicado.

Jaime Palacios acomodó a su hija en un sofá y colocó un cojín debajo de su cabeza y otro bajo sus pies.

            —Trae un vaso de leche caliente. Tiene las manos heladas —dijo a Maura.
            —He preparado un consomé...
            —No creo que pueda tomar nada —intervino Matilde, que igual que Bibiana, se había sentado en una silla.
            —Es preciso que lo tome —replicó Maura, molesta.
            —Hemos tardado bastante en llegar porque hemos parado muchas veces durante el viaje. Todos hemos vomitado varias veces. Nos sentimos enfermos, necesitamos descansar, solo eso, descansar. Y si pudiéramos dormir, qué alivio... —declaró Matilde con un hilito de voz.  
Nicolás también estaba recostado en otro sofá, con los ojos cerrados, aunque no dormía, tampoco oía. Estaba ausente.
            —¿Qué hago, señor? —preguntó Maura, indecisa.
            —Prepara unas infusiones de manzanilla. A doña Helena y a don Nicolás procuraremos dárselas con una jeringuilla —respondió Jacobo.
            —No te he preguntado a ti.
            —¡Haz lo que te ha dicho Jacobo! —ordenó Jaime Palacios muy alterado— A Matilde y a la niña, no recuerdo su nombre, sácales consomé.
            —Se llama Bibiana —dijo Patricia, orgullosa de poder aportar información, pero la mirada gélida que recibió del señor Palacios la hizo arrepentirse de haber abierto la boca.
Jaime Palacios acercó una silla al sofá donde estaba acostada Helena y le frotó las manos para hacerlas entrar en calor.
Helena lo miraba en silencio, callada. De sus ojos enrojecidos ya no brotaban lágrimas. "Está agotada", pensó Jaime Palacios sintiendo una punzada en su pecho.
Su hija tenía que aguantar, que soportar, el embate de las tormentas que la asaltaban sin piedad. Había sufrido el más violento despertar del más hermoso sueño. Sus ilusiones, deshechas; su existencia rota. 
Jaime Palacios tuvo la sensación de escuchar el avance del peso inmenso de un dolor, que gravitaba en el corazón de Helena, y que la empujaba y hundía en las entrañas de un pozo oscuro de agua negruzca.
            —Yo te salvaré, Helena —le aseguró aferrando sus manos entre las suyas—. Yo estoy aquí, hija mía. Yo te ayudaré, estoy a tu lado. La tristeza no te va a consumir, no lo permitiré.
Una gruesa lágrima resbaló por la nariz de Jaime Palacios.
De improviso, los gritos de Nicolás sobresaltaron a todos. Se había incorporado en el sofá y llamaba a su padre. Jacobo le pasó un brazo por los hombros y con la otra mano cobijó la cabeza del chiquillo en su pecho.
Matilde que, poco a poco, ya estaba tomando consomé, tuvo un fuerte temblor en la mano y la mitad del contenido de la taza se derramó en el plato.
Bibiana volvió a llorar, desconsolada.
Patricia y Adelaida observaban, con miedo, sin saber qué hacer o cómo ayudar.
Todo eran idas y venidas, desconcierto, gente apresurada por el salón. Fue necesaria la asistencia de un médico que suministrara un sedante a Nicolás para ayudarle a sosegarse y conciliar el sueño.
A medianoche, el silencio era sepulcral. Jaime Palacios todavía no se había acostado. Él y Jacobo permanecían sentados en sendas butacas, muy serios, abstraídos de lo que les rodeaba y sumidos en sus pensamientos.
En torno a una hora antes había comenzado a llover y la lluvia batía los cristales. Ese era el único sonido que se escuchaba y el monótono tictac de un antiguo reloj de pared.
            —No debería haber ganado las elecciones —dijo Jaime Palacios meneando la cabeza y mirando los dibujos de la alfombra que tenía a sus pies —. ¿Cómo voy a dirigir un país, cómo podré gobernar con el desastre que tengo en casa? Mi hija y mi nieto están destrozados.
            —Todo pasa, señor. Esto también pasará.
            —¿Cómo ha podido Emilia matar a Blas? ¿Cómo ha sido capaz? No me cabe en la cabeza. No es posible que esto haya sucedido. No lo entiendo.
            —Recuerde que Emilia no quería matar a Blas. Quería matar a su hija y Blas se puso delante.
Un tono bermellón coloreó el rostro de Jaime Palacios.
            —Emilia ya no debe estar viva. Arturo la habrá matado. Mañana, a primera hora, encarga dos coronas. Una por Helena y otra por Nico. No asistiremos al funeral. Dejaremos a Arturo en paz con su hondo pesar.
Vamos a dormir —añadió levantándose de la butaca—, nos esperan días difíciles. No voy a cruzarme de brazos, no consentiré que esta vil y miserable vida derrote a mi hija y a mi nieto.
Y Jacobo vio encenderse en los ojos de Jaime Palacios una luz desafiante.

Págs. 1318-1326

Hoy os dejo una canción de Jessy & Joy... "Ecos de amor"


                                               

  

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