EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 10 de mayo de 2018

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 140




¡¡Hola!!
¿Cómo estáis? Yo os veo bien ;-)
Hoy os voy a presentar, desde mi cielo gatuno, el último capítulo de la tercera parte de El Clan Teodoro-Palacios
¡Disfrutad de la lectura!
¡¡Miau, miau, miau!!
Ginger







CAPÍTULO 140

LA SEGUNDA LLAMADA DE UN ASESINO



Las calles de Aránzazu continuaban siendo como campos sembrados de soldados.
Había poco tráfico, pocos transeúntes. Las tiendas estaban abiertas, pero tendrían escasas ventas ese día.
Blas Teodoro, a pesar de tener los nervios a flor de piel, procuraba conducir con sumo cuidado. No se podía permitir ser detenido y entretenido por alguno de aquellos militares.
La brillante luz del sol ya decaía, no tardaría en apagarse. En invierno anochecía pronto.
Mientras conducía, su mente era un cóctel caótico de pensamientos desordenados y dispares.
Aunque lo deseaba con vehemencia no podía engañarse. Lo que le había dicho su "amigo" Álvaro no era una broma de muy mal gusto. Los ruegos de su madre para que no fuera a casa, los gritos aterrorizados de Elisa para que fuera... le confirmaban la gravedad de la situación.
¿Qué diablos le pasaba a su amigo? ¿Había perdido el juicio, se había vuelto loco? ¿Qué estaba pasando?

De pronto, tuvo que frenar en seco. Una señora de avanzada edad cruzaba un paso de peatones. Ni siquiera la había visto y fue milagroso que no la atropellara.
La anciana lo miró con severidad.

Tenía que serenarse, achacó sus nervios al café que había tomado. ¿Cómo podía Helena beber ese brebaje? Helena... recordó el beso. No, aquel no fue un beso falso. Ella le había entregado el alma... ¿o pretendía no admitir la verdad con el fin de evitar tanto dolor?
Las dudas pululaban en su cabeza acuchillándole sin piedad.
Recordó a Nicolás; estaba asustado y nervioso por la mañana, no durmió bien por la noche. Él también estaba nervioso, asustado. Tampoco había dormido bien. Pero también estaba ansioso, ilusionado. Tenía planes, y todos sus planes se habían volatilizado.

La luz de un semáforo cambió a ámbar. El conductor de delante frenó. En otra ocasión hubiera pasado tranquilamente, demasiados soldados en la calle le hicieron proceder de otro modo.
Blas se vio obligado a volver a frenar bruscamente. Tuvo suerte, y no golpeó al otro vehículo por detrás.
Vio como dos soldados, desde una acera, lo miraban fijamente.
¿Por qué no se encendía la maldita luz verde del semáforo? Tenía que llegar a su casa, debía llegar cuanto antes.

La luz verde del semáforo se encendió, y llegó sin más contratiempos a la avenida Presidencial. Dejó el coche aparcado en la calle. Salió del auto, precipitado, se dirigió a la puerta pequeña, colocó su índice en el panel de seguridad... La puerta se abrió de inmediato. Entró y se llevó una gran y desagradable sorpresa al ver al señor Ismael Cuesta con un revólver en la mano.
            —Ha sido puntual, señor director —dijo el profesor de matemáticas con claro cinismo—. Cierre la puerta y no haga ninguna tontería. Si disparo, Álvaro matará a su madre y a Elisa. Cierre la puerta.

Blas obedeció.
            —Ahora camine hacia el salón de su casa. Recuerde, sin hacer ninguna tontería.

Cuando Blas llegó al salón no podía creer lo que vio, tenía que ser una pesadilla, un mal sueño del que debía despertar cuanto antes.
Álvaro estaba de pie con otro revólver en una de sus manos. El señor Matías Hernández estaba sentado en una silla con las manos atadas con una cuerda.
Marcos, su hijo menor, sentado en otra silla. El muchacho no estaba atado.
Emilia y Elisa, sentadas juntas en un sofá. Tampoco estaban atadas. Elisa lloraba aterrorizada e histérica. Su madre lo miraba entristecida y horrorizada.
            —¿Por qué has venido, Blas? ¿Por qué no me has hecho caso? Álvaro quiere matarte. ¿Por qué has venido, hijo mío?—profirió la señora Sales, desconsolada.
            —¿Qué significa todo esto, Álvaro? —interrogó Blas, descompuesto.
            —¿Recuerdas la patada que me diste en mis partes nobles? Eso duele bastante. También me diste una patada en la muñeca, también duele. Tienes malos modales, Blas, y eso te va a costar muy caro.

Blas Teodoro recordó aquel incidente en la puerta de la discoteca Paraíso.
            —Ibas a pisotear la cabeza de mi hijo, luego sacaste un revólver. ¿Qué querías que hiciera?
            —¡También cerraste mi discoteca!
            —Eso no es verdad.
            —¡Miente, claro que es verdad! —gritó Ismael Cuesta, embravecido— ¡Y a mí me despidió del instituto!
            —Está bien. Me tienes a mí, deja salir a todos los demás.
            —De aquí no sale nadie. Por lo menos, no salen vivos... a no ser que lleguemos a un acuerdo. Elisa ha tenido mala suerte, casualidades de la vida. Llegó aquí a la vez que nosotros. Matías nos abrió la puerta, el resto te lo puedes imaginar.
            —Vine a buscarte, pensé que estabas en casa —sollozó Elisa— ¡Quiero salir de aquí, no quiero morir! ¡Juro que no avisaré a la policía!

Álvaro Artiach estalló en una siniestra carcajada. Esa risotada hizo estremecer a Emilia y a Elisa.
            —Isma te va a atar. No olvides que te estoy apuntando, no intentes una heroicidad absurda.

El señor Cuesta ató las manos de Blas a la espalda.
            —Los pies también.
Blas tuvo que sentarse e Ismael Cuesta ató sus pies con otra cuerda.
            —¡Eres un cobarde, Álvaro! —exclamó la señora Sales con desprecio—Blas ha sufrido un ataque esta mañana. Está muy débil. No podría enfrentarse a vosotros, y aún así lo atas demostrando el miedo que le tienes.
            —¡Si vuelve a abrir la boca la mato, mamaíta! Y hará compañía a los tres fiambres que se están pudriendo en la casita de al lado!
            —¿De qué estás hablando? —preguntó Blas, desconcertado.
            —¿No lo sabes? En la otra casita de tu jardín hay una señora, una joven y un joven muertos. Por lo visto, tienes a tu servicio a un asesino.
            —¡La bruja de mi nuera mató a mi hijo! Era una mala pécora. Tuve que vengar a mi hijo Luis, y mi mujer quiso matarme a mí. La maté en defensa propia —declaró Matías Hernández ante el estupor de Blas.
            —Dijiste que estaban de viaje, Matías.

Álvaro Artiach volvió a reírse con carcajadas terribles.
            —No te mintió del todo, Blas. Están de viaje a otra vida mejor —dijo entre horrendas risas.
            —¿De qué acuerdo hablabas antes? ¿A qué acuerdo quieres que lleguemos?

Los ojos azules de Álvaro Artiach brillaron con maldad y regocijo.
            —Quiero que llames a Helena. Quiero a Helena Palacios en este salón.

Una furia desmedida vistió el semblante de Blas Teodoro.
            —¡JAMÁS HARÉ ESO! ¡JAMÁS!
            —¿Estás seguro?           
            —Completamente.
            —¡Blas, tienes que recapacitar! —chilló Elisa fuera de sí— ¡Haz lo que te pide o nos va a matar! ¡No quiero morir! ¡No quiero!

Blas Teodoro ni siquiera la miró. Lamentaba su pánico, pero jamás llamaría a Helena. Eso no.
            —Efectivamente —afirmó Álvaro Artiach, complacido—. Recapacita, piensa. La vida de Helena por la tuya, la de tu madre, la de una llorona, la de un chico, y la de un asesino. Sacrificar una vida por salvar cinco. No te preocupes, antes de matarla le proporcionaré mucho placer, y todo se desarrollará delante de ti. Serás espectador de primera fila.

Blas, invadido por un remolino de furia, miró fijamente al que ya consideraba su examigo.
            —Voy a matarte, Álvaro. Te juro que voy a matarte.
           —¿Cómo, Blas? ¿Cómo vas a matarme atado de pies y manos?

Las espantosas carcajadas de Álvaro Artiach volvieron a oírse en el salón.
                                                                                          ∎∎∎

            —¿No tarda mucho Blas en tomarse un simple café? —dijo Arturo Corona observando la hora en su reloj.

Jaime Palacios se encogió de hombros, indolente. Helena no dijo nada aunque hacía rato que pensaba lo mismo.
            —Voy a buscarle.


No pasaron ni diez minutos cuando el dictador de Kavana regresó al pasillo con un rictus de disgusto en su rostro.
            —Blas no está en la cafetería —comentó—. Unos soldados me han dicho que se ha marchado en su coche. Me pregunto adónde habrá ido.
            —Habrá ido a buscar a Emilia y a Elisa —respondió Jaime Palacios.
            —Sí, será eso. No creo que tarden en llegar.
            —En ese caso, voy yo a la cafetería. Estoy necesitando tomar un café —dijo Helena.
            —Lo que más necesitas es comer. Come algo —le aconsejó su padre.

Pero Helena no llegó a entrar a la cafetería. Por el camino se encontró con una administrativa que le comunicó que tenía una llamada urgente. Siguió a la mujer hasta la entrada principal del hospital y, en recepción, cogió un teléfono.
            —¿Qué pasa? —indagó convencida de que era Matilde quien la llamaba. ¿Le habría ocurrido algo a Patricia? ¿O sería Berta? ¿Habría pasado algo con Ofelia?— ¿Por qué no me has llamado al móvil?
            —¿Helena Palacios?
            —Sí, soy yo —contestó, confusa, tras escuchar una voz masculina desconocida.
            —No te he llamado al móvil porque nadie ha sabido darme tu número.
            —¿Quién es usted?
            —No creo que me conozcas. Mi nombre es Álvaro Artiach.

Por un momento Helena se quedó paralizada. Segundos después reaccionó, y recuperó el habla.
            —Tiene razón, no le conozco, y no tengo ningún tema que tratar con usted.
            —No cuelgues, Helena. Sí que tenemos un tema que tratar, un tema de vital importancia. Escucha con atención... si antes de una hora no estás en casa de Blas, lo mataré.
            —¿Qué clase de cuento me está contando? ¿Es usted estúpido? Sé que Blas y usted son amigos...
            —¡Helena, no vengas! No se te ocurra venir. Por una vez haz algo bien y no vengas. Cuida de Nico —Era la voz de Blas.
            —¡HELENA, TIENES QUE VENIR! ¡NOS VA A MATAR A TODOS! ¡TIENES QUE VENIR! —Helena reconoció la voz de Elisa.
            —Helena, soy Emilia —ahora era la señora Sales quien hablaba—. Es verdad que Álvaro nos va a matar, pero tú no vas a poder impedirlo. No vengas, cuida de Nico, y dile lo mucho que lo queremos Blas y yo.
            —¿Sigues ahí? —volvió a escuchar la voz desconocida que pertenecía a Álvaro Artiach— Sí, sigues ahí, puedo oír tu respiración agitada. Recuerda, tienes una hora, ni un minuto más. Nada de policía, tú sola. No te retrases, al primero que mataré es a Blas. Y lo mataré lentamente. Tictac... el tiempo corre.

Helena colgó el teléfono. La mano le temblaba.
            —¿Se encuentra bien? ¿Se ha mareado? —le preguntó la administrativa con amabilidad— Le ha cambiado el color de la cara, está muy pálida.

Helena no contestó, salió del hospital. Había taxis estacionados. Subió a uno. Le dijo la dirección al taxista, y no volvió a hablar en todo el trayecto.
El taxista habló bastante, sobre todo se quejaba de que tantos soldados no se hubieran marchado ya de Aránzazu. Temía que algo terrible fuera a pasar, que una guerra civil se avecinara, y las guerras no traían nada bueno.
El hombre hablaba solo, Helena no le escuchaba. No podía prestarle atención, tampoco podía pensar en nada, su mente estaba demasiado alborotada... era incapaz de pensar.
Llegaron a la avenida Presidencial.
Helena vio el coche de Blas; los latidos de su corazón se aceleraron. Pagó al taxista con un billete, y bajó del taxi sin esperar el cambio.
El taxista silbó, estupefacto. Nunca nadie le había dado tanta propina.
Helena se dirigió a la puerta, y llamó al timbre. Su mano ya no temblaba.                                               
                                                                                             ∎∎∎

En el hospital, uno de los neurólogos salió al pasillo.
Arturo Corona y Jaime Palacios se acercaron a él con el alma en vilo. Ninguno de los dos se atrevió a preguntar.
            —Excelencia, don Jaime... Nicolás ha despertado —notificó el neurólogo con manifiesto orgullo—. Ha salido del coma. Dentro de tres horas podrán verlo, ahora es imprescindible que le hagamos unos reconocimientos y exploraciones.

En cuanto el médico les dejó a solas, Arturo Corona y Jaime Palacios se miraron. Los dos tenían los ojos empañados.
            —¿Vas a llorar a estas alturas? —intentó bromear Arturo Corona.
            —Nuestro nieto va a vivir —respondió Jaime Palacios.

Y los dos hombres más poderosos de Kavana se unieron en un fortísimo abrazo... Y lloraron.

Págs. 1129-1138


                                              CONTINUARÁ...

La próxima publicación será en septiembre... he pensado que es una tontería publicar un capítulo en junio ya que en julio no quiero publicar... y en agosto casi todos estáis de vacaciones
Por estos motivos, creo que es preferible que comience a publicar la cuarta y última parte de esta novela... un jueves de septiembre

Hoy, por ser final de la tercera parte, vuelvo a dejar esta canción... "Por ella", de Roberto Carlos



                                              

Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios... hoy, 10 de mayo de 2018, vuelve a ser un día de celebración y de agradecimiento
Hoy celebramos haber llegado a la tercera meta de esta historia
Ya hay copas y champán para que brindemos juntos
También es un día de agradecimiento... os doy las gracias por vuestra compañía... por vuestros comentarios que, en tantas ocasiones, me arrancan sonrisas e incluso me provocan risas
Bueno, es todo un honor haber llegado hasta aquí con vosotros
¿Brindamos? Chinchín
Mela
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