EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 22 de septiembre de 2022

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 160

 



CAPÍTULO 160

 

CUANDO TODO SE CONGELA

 

 






 

,

E

fectiva y sorpresivamente —se esperaba un resultado muy igualado—Jaime Palacios había ganado con asombrosa holgura las primeras elecciones celebradas en el pueblo kavano.

El pueblo había manifestado muy claramente, y con contundencia, su deseo y voluntad de que se produjera un cambio, a pesar de saber que el cambio demandado no iba a ser muy radical, puesto que nadie ignoraba que Arturo Corona y Jaime Palacios pertenecían a la misma escuela. 
No obstante, era evidente el hecho de que los hombres y mujeres de Kavana preferían un nuevo gobernante, que, aunque también dictador, asemejaba de talante más apaciguado, sereno y tranquilo.
Con el resultado electoral, una gigantesca ola emergía y arrastraba muchos corazones esperanzados e ilusionados hacia una nueva orilla.

A Helena le sorprendió este resultado. Había imaginado una amalgama, a mitades iguales, de hierro y acero, que, a la sazón, hubiera forzado a los dos hombres más poderosos de Kavana a pactar y gobernar en perfecta o imperfecta unión.

No pudo compartir la alegría de los buenos aldeanos. En su fuero interno temía que Arturo Corona no estuviese dispuesto a aceptar su derrota.
Blas también estaba sorprendido. Tampoco esperaba aquel resultado y también le preocupaba.
            —No te alegras, ¿verdad? —le dijo Helena— Lo noto en tu mirada.
            —No interpretes mal mi mirada. No me molesta que haya ganado tu padre, pero hubiese preferido un empate técnico. 
            —¿Crees que tu padre planeará algo contra mi padre? ¿Crees que querrá matarlo? — El pulso y las sienes de Helena latían acelerados mientras aguardaba, callada, como una efigie india, una respuesta.
            —Hablaré con Arturo Corona. Prometo hacerlo pronto—. Era evidente que Blas no consideraba padre suyo al, hasta entonces, dictador de Kavana.
            —No podemos perder tiempo, tiene que ser ya. No me fío de tu padre.
           —No vuelvas a decir que ese hombre es mi padre, por favor.
           —Pero lo es, Blas.
           —En absoluto. Padre es quien te cría y Arturo Corona no lo hizo.
           —Tienes razón. Discúlpame, por favor.
           —No tengo nada que disculpar a la mujer que amo, y deja de temer. Tu padre va a estar bien.

Esa misma mañana de marzo, antes de comer, cuando los aldeanos ya se habían marchado, Helena subió a su habitación y llamó a su padre. Y esperó a que le contestara mirando desde la ventana, para serenar su espíritu, el verde deslumbrante de la fronda del bosque.

Jaime Palacios se hallaba sumamente ocupado, reunido con altos cargos, y había dado la orden explícita de que no se le molestara absolutamente por nada, pero, tratándose de su hija, cabía que todo variase. Recurrió a una excusa y pasó a una sala adyacente, alejado de oídos y miradas.

            —Cariño, tengo una reunión importante. Deberías haberme llamado por la noche para felicitarme.
            —No llamo para felicitarte. Lo siento, papá. Es urgente que me des el número del móvil de Arturo Corona.
Jaime Palacios se quedó estupefacto.
            —¿Para qué quieres el número?
            —Blas quiere hablar con él. Por favor, papá, tienes que dármelo.
Helena no pudo ver un brusco enrojecimiento en el rostro del señor Palacios.
            —No sé si dártelo...
            —Pero, papá, Blas necesita hablar con él. Es urgente.
            —¿Qué es tan urgente?
            —Papá, ¿es que no entiendes? Has ganado las elecciones. Deberías renunciar, deberías dejar la política. Temo que Arturo Corona quiera hacerte algo malo. No voy a poder ser feliz si estoy preocupada por lo que pueda pasarte.

Muy a su pesar, Helena escuchó una risotada por parte de su padre y eso solo podía significar que no se tomaba en serio los temores que le había confiado.

En cuanto entró en la cocina, Blas únicamente tuvo que mirarla un instante para saber que no traía buenas noticias.

            —Mi padre no me ha dado el número de Arturo —dijo compungida y enfadada a un tiempo.
            —No te disgustes por eso —le respondió Blas—. Después de comer llamaré a Emilia con el móvil de Nico. Seguro que estará encantada de ser ella quien favorezca una charla entre Arturo Corona y yo.
La esperanza revivió en el ánimo de Helena.
            —¡Has tenido una gran idea! —exclamó con pasión— Llámala ya, te lo ruego. Seré incapaz de comer si no me tranquilizo un poco.
Un gesto de desazón y espanto desfiguró la cara de Matilde.
            —Será mejor que haga esa llamada —aconsejó a Blas—. El mínimo contratiempo es suficiente para que Helena deje de comer, y la verdad es que cada día la veo más delgada.
Blas llamó a Emilia y, como había supuesto, estuvo encantada de facilitarle el número de Arturo Corona.
La conversación entre padre e hijo fue breve. El exdictador de Kavana insistió en viajar hasta el valle y hablar personalmente. Y Blas se vio obligado a ceder.
            —¿Va a venir al valle? —preguntó Helena con desagrado.
            —Sí, vendrá mañana. No te preocupes. Hablaremos fuera y durante poco rato —le aseguró Blas. 
Nicolás alargó un brazo para alcanzar una jarra de agua. La jarra golpeó un salero, y una fina arena de sal se esparció por la mesa. Matilde miró, horrorizada, la escena. Como Maura, también creía en la mala fortuna que pudiera acontecer por derramar sal. Debido al percance, tuvo un mal presentimiento que interpretó como un signo que el universo le revelaba.
            —No creo prudente que Arturo Corona venga al valle —dijo mientras recogía la sal con un paño—. Señor Teodoro, impida que venga. Tengo una sensación tan horrorosa que me oprime el pecho. Se lo suplico; ese hombre no debe venir aquí.
Blas miró a Matilde, muy desconcertado.
            —¿Te has vuelto loca? —se enfadó Helena— ¿Puedes explicarme qué te pasa?
Matilde titubeó. Necesitaba discurrir una excusa plausible. Sabía que no podía hacer ningún comentario sobre la sal. Helena no era supersticiosa y hubiera ridiculizado y señalado su comportamiento de pueril.
            —No me pasa nada, pero no me gusta ese hombre. Me disgusta profundamente —dijo al fin.
           —Ese hombre no entrará en esta casa y se marchará muy pronto —afirmó Blas, taxativo.
                                                                            ∎∎∎

Por la noche, pero aún temprano, Jaime Palacios se fue a acostar. El día lo había dejado exhausto. Muchas emociones, reuniones, planes, cambios y una gran responsabilidad adquirida. Lo lógico hubiera sido sentir una enorme satisfacción por su notorio triunfo, mas había algo que le preocupaba y le impedía conciliar el sueño que le proporcionara el descanso que precisaba.

Arturo Corona le había comunicado que al día siguiente viajaría al valle con Emilia. Blas quería hablar con él y ellos deseaban verle en persona.
Poco o nada le importaba que vieran a Blas. Eso sí, advirtió a Arturo que no se acercaran a Helena. Esa fue su condición y Arturo se comprometió a respetarla.
Sin embargo, Jaime Palacios no lograba estar tranquilo y llegó a preguntarse, con pesar, si un hombre que tuviese una hija podía gozar de plena tranquilidad en alguna ocasión. 
                                                                                ∎∎∎

Matilde también estaba inquieta. Daba vueltas en la cama sin encontrar la postura adecuada que la ayudara a dormir.

Bibiana se quedó dormida esperando a que Matilde se durmiera y Nicolás se durmió esperando que Bibiana acudiera a su habitación como otras noches hacía.
Helena se quedó dormida con la cabeza apoyada en el pecho de Blas. Y Blas se durmió acariciando una de sus sedosas mejillas y susurrándole al oído palabras de amor.
Cuando la luna llegó a determinada altura en el firmamento, su luz plateada se coló por el cristal de la ventana cerrada e iluminó los rostros de los dos amantes.
Un artista no hubiese dudado en plasmar en un lienzo aquella bellísima e íntima imagen.

Matilde no tuvo pesadillas ni sueños agradables, no pudo dormir y se pasó la noche velando el sueño calmado, despreocupado y puro de Bibiana.

Cuando el día comenzó a clarear, se levantó, salió de la habitación, se aseó en el baño del pasillo. Regresó a la habitación a vestirse y bajó a la cocina.

A las nueve, un ruido despertó a Helena. Abrió los ojos, todavía algo soñolienta, y vio a Blas abrochándose los botones de la camisa. Sonrió en silencio y deseó con toda su alma que su primera visión, todas las mañanas de su vida, fuese ver al hombre más peligroso del mundo, al hombre que amaba.

Después de desayunar, Nicolás y Bibiana corrieron hasta el río para jugar a lanzar piedras saltarinas. El agua, acariciada por los rayos de un sol radiante, brillaba, y era tal su claridad que podía distinguirse el fondo perfectamente.

Una brisa con sabor a ambrosía y néctar movía la hierba, las florecillas y las hojas de los árboles.
A las diez y media, la llegada de dos coches oscuros turbó la armonía del valle.
Nicolás y Bibiana vieron bajar de los autos a cinco hombres y a una mujer. La mujer era Emilia y uno de los hombres era Arturo Corona. Ambos se dirigieron hacia la casa, pero Blas les salió al encuentro. Helena salió detrás de Blas y se paró junto a él.
Matilde los observaba desde el porche sintiendo un insoportable nudo en el estómago. ¡Cuánto rezaba para que se marcharan pronto los recién llegados!
            —Me has dado una gran alegría, hijo —dijo Emilia como si interpretase, en una obra de teatro, a una excelente margaritona—. ¡Por fin has recapacitado y has querido ver a tu padre!
            —No te equivoques —replicó Blas de inmediato—. Este hombre no es mi padre y eso no va a cambiar nunca.
            —Si Blas ha querido hablar con usted —dijo Helena dirigiéndose al exdictador de Kavana— es porque se lo he pedido yo. Usted tiene que hacernos la promesa de que nunca hará daño a mi padre. Debe prometer que acepta y se conforma con su derrota.
Arturo Corona miró a Helena con ojos calenturientos, inyectados en sangre. Y sin embargo, su mirada era fría como el témpano.
          —¡Tú has trastornado a Blas! —la acusó Emilia con una voz que daba miedo— ¡Tú eres culpable!
Matilde pensó que aquella mujer parecía haber perdido el juicio. Se estremeció y casi sufrió una apoplejía cuando vio a la enloquecida y furibunda mujer sacar un revólver del bolso que llevaba.
            —¡Voy a matarte, Helena! ¡Voy a acabar contigo! —anunció, frenética.
            —¡No lo hagas! —exclamó Arturo Corona.
Nicolás, sin ser capaz de creer lo que veía, corrió hacia Emilia, pero estaba lejos.
            —¡NOOOO! —gritó Blas y se colocó delante de Helena.
El estallido de un disparo horadó los corazones de Helena, Nicolás, Bibiana y Matilde. Después, Emilia tiró el arma al suelo.
Arturo Corona se abalanzó sobre su hijo. Blas comenzó a sangrar por el pecho, sus piernas se doblaron, cayó arrodillado y luego hacia delante.
            —¡Blas, Blas, Blas! —gritó Helena, muy asustada.
           Me estoy dur...mien...do.
            —No, Blas, no quiero que te duermas. No puedes dormirte, no es hora de dormir. ¡No te duermas! —Las lágrimas bañaban el rostro desencajado de Helena.
            —¡Un médico, que venga un médico! —chilló Arturo Corona.
El médico llegó en el acto puesto que había viajado con ellos hasta el valle. Examinó a Blas. Después de un rato largo y después de intentar reanimar al herido, con voz grave, dijo: Lo siento. No hay nada que se pueda hacer. Ha muerto.
Tras estas fatales palabras, todo se congeló ante la mirada nublada de Matilde.
Sería imposible, por muchos años que pasaran, poder desterrar de su mente el llanto desgarrado de Helena y de Nicolás, caídos en el suelo.
La primavera de sus vidas se terminaba ese día, en ese momento, en ese instante. Y se instalaban las escarchas del invierno, sus nieves, sus gélidos aires... Todo se congelaba.

Págs. 1309-1317

Hoy os dejo una canción de Rosana... "Contigo"


                                         





  
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