CAPÍTULO 20
UN BUEN ALTERCADO
N
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atalia y sus amigas
estaban desconcertadas, no entendían qué había podido suceder entre Nicolás y
el marido de Gabriela.
—No hagas ninguna tontería —le recomendó su
prima, juiciosamente—. Si le tirases una botella a ese hombre, tiemblo al
imaginarme lo que Blas te haría a ti.
Nicolás miró a
su tutor. Parecía haberse relajado; estaba hablando con Elisa y con la señora Emilia, y los
tres sonreían.
—¡Ya entiendo lo que ha pasado! —exclamó
Natalia, sin levantar la voz—. No has querido bajar al pueblo con nosotras y,
sin embargo, has salido de la terraza. Ese hombre ha debido verte y, ahora,
tienes miedo de que se lo comenté a Blas. ¿Me equivoco?
—Te equivocas de cabo a rabo y déjame
en paz —contestó su primo, enfadado.
No obstante, no le pareció raro
que aquel individuo dijera que le había visto paseando
por la urbanización. Recordó haberle dicho que no podía salir porque estaba
castigado, seguramente a aquel salvaje le encantaría situarle en un serio apuro
con su tutor. El muchacho apretó sus puños con fuerza. Ese hombre debía tener la cara muy dura para presentarse en su casa des pués de la paliza que le había asestado.
Tras probar
diferentes tartas, Elisa preguntó a los niños si no tenían curiosidad por abrir
sus regalos. Las chiquillas corrieron hacia el árbol, los adultos las
siguieron. Nicolás no se movió de la silla. El señor Teodoro se percató de
ello, se acercó al chaval y se sentó a su lado. El niño permanecía muy serio,
mirando fijamente hacia delante.
—¿No vas a abrir tus regalos? —inquirió
el hombre con suavidad.
—No quiero ningún regalo —respondió
Nicolás, contrito.
—Nico, ¿qué es lo que te pasa? —indagó
su tutor, pacientemente—. No tiene ningún sentido que te hayas puesto de tan
mal humor porque vaya a venir el marido de Gabriela. ¿No comprendes que Estela
y Gabriela son nuestras vecinas y amigas?
El niño siguió
mirando hacia delante, para terminar declarando:
—Quiero irme a la cama.
—¡Te irás a la cama cuando yo lo diga!
— se enojó su tutor—. No te atrevas a moverte de tu silla o te pongo la oreja
derecha tan roja como la izquierda.
El señor
Teodoro se levantó y fue a reunirse con las niñas y las mujeres.
—¿Qué le pasa a Nico? —preguntó la señora Emilia, desazonada.
—Tiene ganas de darme la noche —repuso
su hijo, disgustado—. No vayas a mimarlo, está en un plan muy tonto. Lo mejor
es no hacerle caso, ya se le pasará.
Sin embargo, el señor Teodoro no pudo
disfrutar de sus regalos; ver a Nicolás en aquel estado
extraño no le permitía gozar de la fiesta. Los regalos del chiquillo se
quedaron solitarios alrededor del árbol. Todos volvieron a sus asientos; las
niñas estaban alegres y entusiasmadas. Nicolás continuaba hosco y no prestaba
atención a los comentarios de las muchachas.
—¿Sabes una cosa? —dijo Bibiana,
queriendo animarle—. Antes, cuando dormías en el sofá, Blas se ha arrimado a ti
y te ha dado un beso en la cabeza.
Nicolás la
miró, incrédulo.
—Tú has debido soñar eso —declaró.
—¡Claro que no! —prorrumpió la
chiquilla—. Nat y Paddy también lo han visto.
Las aludidas asintieron.
—Blas te adora, Nico —terció Patricia—.
¿Cómo puedes ser tan borrico y no darte cuenta? Estoy segura de que el tajo que
se ha hecho en la mano es porque está muerto de preocupación por ti.
Nicolás miró a
su tutor que, en aquel instante, también lo estaba mirando. Los ojos oscuros de ambos se encontraron. El señor Teodoro
seguía inquieto por la actitud insociable del niño. A continuación, el chiquillo reparó en su mano vendada y
se dejó llevar por un impulso que no pudo dominar. Se levantó de la silla y se
acercó a su tutor.
—¿Te has hecho daño? —le
preguntó, muy amable.
Durante unos
segundos el señor Teodoro no supo qué responder.
—No ha sido nada —manifestó, finalmente—. Un
simple corte.
—¿Ha sido por culpa mía?
—No, Nico —negó el hombre de inmediato—.
No ha sido por tu culpa.
Tenía la cabeza en otro sitio y no me he fijado en lo que hacía.
—No volveré a tomarme ningún medicamento
sin pedirte permiso —le aseguró el chaval.
—Me alegra oírte decir eso. ¿Ya se te
ha pasado la rabieta?
—¿Puedo abrir mis regalos ahora? —interrogó
el crío sin contestar.
—Por supuesto —concedió su tutor, muy
aliviado, por el repentino cambio en el comportamiento del niño.
Sin embargo,
Nicolás no tuvo tiempo para abrir sus llamativos paquetes. El momento temido por el
muchacho llegó.
Alguien golpeó
la puerta de la cocina, escandalosamente. El señor Teodoro se levantó para recibir a las
visitas y no advirtió la crispación que se retrató en el rostro del jovenzuelo.
Nicolás se
situó en un lugar del salón, desde el cual podía ver la entrada a la cocina. El
primero en pasar fue el señor Francisco con la cara muy colorada. Debía haber
comido y bebido bastante; le seguía su mujer, la señora Marina, que parecía tan
nerviosa como de costumbre. Jaime y Julián saludaron al señor Teodoro y le
entregaron una hoja, que el joven dobló y guardó en uno de sus bolsillos.
Nicolás vio a
una Gabriela angustiada y, por fin, vio al salvaje que lo había maltratado. Observó cómo Blas estrechaba su mano y sintió una infinita rabia. Su tutor estaba dándole la mano a una bestia que le había golpeado
brutalmente. No quiso reconocer que el señor Teodoro no sabía nada de lo
sucedido. Se encaminó a su silla y se sentó, muy irritado.
—Blas es idiota —insultó, furioso.
Las tres niñas
lo miraron, alertadas.
—¡Haz el favor de calmarte y no volver
a empezar!—le previno Natalia—. Hasta ahora has tenido mucha suerte. Si sigues
así, te la vas a acabar ganando esta noche. Cierra la bocaza o te la cerrará
Blas de un sopapo.
Nicolás, muy
obstinado y hostil, cogió la botella de sidra y llenó su vaso. Comenzó a beber
el zumo de manzanas de baja graduación atropelladamente.
El señor
Francisco entró en el salón y se fijó en el muchacho.
—Bebe con más calma, Nico —rió el
hombre—, o te acabarás emborrachando.
El señor
Teodoro, que entraba en el salón detrás del señor Francisco, lanzó a Nicolás
una mirada fulminante. Vertiginosamente se presentó ante el chiquillo y le
arrebató el vaso.
—Te he dicho que no bebas sidra —le
reprendió en voz queda, pero muy soliviantado—. No me hagas montar una escenita
delante de nuestros invitados. Luego hablaremos tú y yo.
Dicho esto se llevó
el vaso de Nicolás y dos botellas de sidra que se hallaban sobre la mesa de los
niños. Vaso y botellas quedaron ubicados en la mesa de los mayores.
—Esta noche vas a dormir calentito por
gilipollas —vaticinó Natalia,
encrespada.
Jaime y Julián
se sentaron con los muchachos. Estaban deseando que el señor Teodoro leyera el informe que
habían elaborado sobre la investigación llevada a cabo por la tarde.
La señora Emilia
y Elisa se alegraron de conocer al señor Salvador Márquez, el marido de
Gabriela, y le dieron un par de besos. Nicolás sintió que se le revolvía el
estómago.
—Ese tipo es
feísimo —criticó Patricia, refiriéndose a Salvador—. Es un narizotas.
—Es un cerdo —declaró Nicolás con
acritud.
—Cállate —le avisó Natalia—. Blas no
te quita la vista de encima desde hace rato.
Así era, el
señor Teodoro vigilaba a Nicolás y se dio perfecta cuenta de que el niño
miraba, con auténtica repulsión, al marido de Gabriela. El joven no podía saber
el motivo pero, no cabía duda, de que tenía que existir un motivo.
El señor
Francisco hablaba y hablaba, mientras bebía cava y comía trozos de turrón.
Marina, su esposa, se abanicaba ya que se sentía un poco sofocada. Gabriela se
mantenía callada y mohína. Su marido, por el contrario, reía continuamente ante
los comentarios y declaraciones del señor Francisco e iba atiborrándose de champán.
Repentinamente se giró y miró directamente a Nicolás, como si hubiese notado los ojos del niño
clavados en su perfil. La mirada del muchacho se tornó desafiante y, en ningún
momento, la apartó del hombre. Salvador Márquez se puso en pie y fue avanzando
hacia la mesa que ocupaban los chavales. El señor Teodoro no pudo evitar
ponerse en guardia y siguió cada uno de los movimientos del adulto. El señor
Márquez manoseó la cabeza de los hermanos pelirrojos y seguidamente se dirigió
a las niñas.
—Las tres sois muy guapas —dijo sonriendo,
pretendiendo caer bien. Pero, a ninguna de las pequeñas les gustó aquel hombre.
Apreciaron que en las mejillas y en la frente tenía rasguños que parecían ser
recientes—. Aquí tienes todo un harén —añadió, mirando a Nicolás—, seguro que
te gusta alguna
de estas preciosidades. ¿O te gustan las
tres?
El niño no contestó y le miró con rencor. El señor Teodoro no perdía detalle de lo que
estaba sucediendo. El señor Márquez se acercó más a Nicolás.
—¿Qué pasa, zagal? —preguntó en tono
sardónico—. No pareces muy contento. ¿Te has portado mal y Papá Noel se ha
olvidado de ti?
El hombre
levantó la mano con el propósito claro de dar una palmada en la espalda del chico.
Nicolás, con un movimiento rápido, le sujetó la muñeca y se la retorció.
—¡NO
ME TOQUE, CABRÓN! —le gritó con
fiereza.
Por
descontado, todos le oyeron. El señor Francisco se atragantó y escupió champán
que salpicó, gran parte, sobre los dulces que había en la mesa. Después tuvo un
acceso de tos, estentórea. ¡Aquel chico
del demonio se había emborrachado sin duda! ¡Tal vez tenía la intención de atacarles!
La señora Marina,
mucho más sofocada, buscó en su bolso un tranquilizante. El señor Teodoro,
pasmado, se levantó lentamente de su silla. La señora Emilia le sujetó un
brazo.
—¡Hijo, por Dios! —le rogó—. No
pierdas los estribos. Envía al niño a la cama y asunto concluido. Mañana será
otro día.
—¡NICO!
¡Suelta enseguida la mano de ese señor!—le ordenó, altamente
desconcertado y trastornado.
El chiquillo
obedeció y Salvador se masajeó la articulación dañada. ¡Ese maldito muchacho tenía una fuerza increíble!
—No ha pasado nada —dijo al
señor Teodoro—. A esta edad, los chicos están muy rebeldes. Hay que quitarle hierro
al asunto y seguir con la fiesta.
—¡No
estoy de acuerdo! —aulló el señor Francisco—. ¡Esto ha sido una agresión contra la persona de usted! ¡Este muchacho es un peligro!
Natalia,
Patricia y Bibiana estaban muy nerviosas y preocupadas por Nicolás. El niño,
lejos de estar acobardado, miraba a Salvador Márquez con repugnancia.
—¿Me puedes explicar qué te pasa? —indagó
el señor Teodoro yendo sin prisa hacia el menor.
El marido de
Gabriela hizo un amago de detenerlo, pero el señor Teodoro lo apartó a un lado.
—¡Te he dicho que me expliques qué te
pasa! —exigió el joven a Nicolás.
El niño miró a
su tutor, lo notó confundido y desorientado.
—¡ESE
CERDO IBA A PEGARME EN LA ESPALDA! — fue la única y simple explicación que dio.
El señor
Teodoro no podía, de ninguna manera, dar crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Qué tonterías estás diciendo, Nico? —exclamó,
empleando un tono estremecedor—. Este señor iba a darte una palmada amistosa y,
ahora, yo voy a darte una palmada nada amistosa. ¿Comprendes la diferencia?
Nicolás se
asustó, sabía que no podría resistir un golpe en su magullada espalda.
—¡No, Blas, por favor! —le pidió, muy
alterado—. ¡Pégame donde quieras, en la espalda no! ¡Me he caído y me he hecho
daño, me duele mucho!
El señor
Teodoro ya había alzado la mano para propinarle un buen manotazo. Detuvo su mano en el aire y no llegó a rozar la espalda del crío.
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