CAPÍTULO 109
UNA NOCHE ESPANTOSA, Y UN RECUERDO IMBORRABLE
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anto Nicolás como Natalia dedujeron que quien terminaba
de gritarles debía ser el portero. Ambos miraron hacia tras con semblantes
descompuestos y, en efecto, el hombre de la cicatriz en el pómulo derecho los
estaba observando con notoria suficiencia.
—¡Echad a correr! —exclamó Nicolás a las chicas — ¡Yo entretendré a este tipo!
Natalia se lanzó a la carrera pero la jovencita se
detuvo, muy sorprendida, cuando llegó hasta Bibiana, Leopoldo y Lucas sin comprender por qué ellos no corrían. Solo miraban hacia la discoteca, atentamente.
Natalia se dio la vuelta y su asombro aumentó cuando vio a Rocío junto al
portero.
—¿Por qué esa idiota no ha corrido detrás de mí? —preguntó la niña en voz alta.
Nadie respondió a su interrogante.
El pobre Nicolás también estaba muy sorprendido y,
prácticamente, no podía creer lo que estaba sucediendo. Rocío Sierra, en lugar
de huir, se había colocado al lado del hombre alto y corpulento y lo miró de tal forma que no le gustó en absoluto. ¿Qué estaba pasando? No iba a tardar en saberlo.
—Creo que tienes un problema, muchacho —habló el portero sonriendo levemente, tan leve, que el chiquillo no pudo
verle ni un solo diente—. Y los problemas hay que solucionarlos. Tú
debes solucionar el tuyo. Explícale cómo hacerlo —añadió dirigiéndose a la mujer—, me parece que este memo no está entendiendo nada.
—Te hemos tendido una trampa, Nicolás, y has caído muy fácilmente —se burló la joven y, por primera vez, el atónito niño vio en sus ojos
un brillo de maldad—. Mi padre lo planeó todo, a mí no me ha
secuestrado nadie. En el pasillo, al igual que en mi cuarto, hay una cámara de
seguridad y ha quedado grabado tu rostro. Me has secuestrado y eso es un
delito. ¿Cómo crees que reaccionará tu padre si llega a sus manos esa
grabación? Tendría que pagarme una gran cantidad de pasta para que no te
denuncie. Y si no me cree, tendríamos que quitarlo de en medio.
A pesar de que la temperatura en la calle era muy
baja, Nicolás notó que empezaba a sudar y que se estaba mareando.
—Vete a casa con esos monigotes que te están esperando —dijo el portero—. Tu padre tiene una caja fuerte en su
despacho. Ábrela y saca todo el dinero que haya. No intentes engañarnos; queremos
mucho dinero. Verás, somos ambiciosos. A las tres de la mañana, Benito o yo
iremos a por la pasta. Te conviene darnos mucha para que quedemos satisfechos.
Es la única manera de que tu papi no vea lo que la cámara ha grabado. Imagina que tu
papi se niega a pagarnos, tendríamos que pegarle un tiro. ¡Venga, lárgate ya! El tiempo pasa deprisa y, a las tres, tienes que tener mucho
caudal para nosotros. ¡ESPABILA!
Nicolás lanzó una breve mirada a Rocío y caminó,
cabizbajo, a reunirse con sus amigos.
—¿Qué es lo qué ha pasado? —indagó Natalia, muy alterada.
—Vámonos a casa; todo era una trampa, me encuentro muy mal —dijo el chiquillo con un hilo de voz.
—Ya decía yo que todo esto me olía muy mal —comentó Leopoldo que no parecía extrañado por los recientes
acontecimientos.
—¿Qué quieres decir con una trampa, qué trampa? —inquirió Natalia, exasperada.
—Hablaremos en casa. Por favor, Nat. ¡QUIERO IR A CASA!
La muchacha se conformó después de percatarse de la
palidez en el rostro de Nicolás y de sus ojos llorosos. Algo terrible debía estar ocurriendo.
Los truenos habían estado avisando durante mucho
rato y, ahora, el resplandor de muy seguidos relámpagos rasgaba la oscuridad
del cielo.
Los niños anduvieron a más velocidad temiendo lo que
inmediatamente se produjo. Enormes goterones de agua empezaron a caer
violentamente sobre sus cabezas y cuerpos. Pronto, la acera y la carretera
quedaron completamente anegadas. Súbitamente parecía estar diluviando. Los
críos no pensaron en guarecerse porque, en pocos minutos, estaban empapados.
Tiritaban de pies a cabeza, pero ninguno distinguía si era por el frío o por la
tensión que padecían.
Un coche pasó muy acelerado junto a ellos y levantó un raudal de agua que salpicó al grupo con brutalidad.
Un coche pasó muy acelerado junto a ellos y levantó un raudal de agua que salpicó al grupo con brutalidad.
—¡Desgraciado! —gritó Leopoldo, furioso, pese a que con la lluvia que caía poca
importancia tenía que el automóvil les hubiese mojado más todavía.
El señor Hernández abrió sus ojos desmesuradamente
cuando la pandilla entró por el jardín.
—¡Alabado sea Cristo! —exclamó, impresionado.
El hombre se refugiaba del chaparrón bajo un paraguas negro— ¿Cómo es posible
que vayan por la calle en estas condiciones? ¡Deberían haber esperado a que
dejase de llover! ¡Entren en casa enseguida, van a pescar una pulmonía!
Los amigos de Nicolás tenían permiso para no
regresar a sus hogares hasta el domingo por la tarde. Todos se desprendieron de
sus ropas caladas y se secaron con toallas para, finalmente, ponerse pijamas.
La ropa seca y la temperatura agradable de la casa hicieron que sus cuerpos se
reanimaran con rapidez.
Prudencia y Cruz les prepararon tazones de
leche caliente con cacao que los niños tomaron, agradecidos.
Un rato después, Matías y las dos mujeres se
marcharon puesto que Nicolás se lo pidió, asegurándoles que ya no necesitaban
absolutamente nada. Los chiquillos se acomodaron en el cuarto de los juegos,
sentándose en las butacas. Estaban exhaustos. Fuera, la tormenta continuaba
pero ya no les afectaba.
—Y
bien —dijo Natalia mirando a Nicolás—… cuéntanos qué ha ocurrido.
En cinco minutos, el niño explicó a sus
compañeros el engaño del que había sido objeto por parte de
Rocío Sierra.
—¡Menuda
asquerosa! —exclamó Natalia, enfurecida.
—El
señor Benito no parecía mala persona —declaró Bibiana, apenada y preocupada—.
¿Qué vas a hacer, Nico?
—Lo
mejor que puede hacer es llamar ahora mismo a su padre y contárselo todo —manifestó
Leopoldo poniéndose en pie.
—Tú
no te enteras de nada, ¿verdad? —se indignó Lucas— A ti no te importa poner a
Blas en peligro, ¿verdad?
Nicolás se levantó y miró por la ventana, vio
claridad en la casa del señor Matías. Se dirigió a una estantería y cogió una
linterna, acto seguido apagó la luz de la estancia.
—Matías
tiene que pensar que estamos acostados, así se acostará él también.
El muchacho estaba en lo cierto, instantes
después se extinguió toda iluminación en el hogar de la familia Hernández.
—Son
casi las doce —destacó Lucas—. ¿No crees que deberíamos ir al despacho de tu
padre? Seguro que la caja fuerte está detrás de algún cuadro.
Con la linterna encendida los chiquillos
recorrieron el pasillo que conducía al recibidor, entraron en el despacho donde
había dos mesas y Nicolás estudiaba y hacía sus deberes.
—Este
despacho lo compartes con tu padre, ¿verdad? —indagó Lucas.
Nicolás asintió.
—Seguro
que la caja que buscamos está en el despacho que tu padre utiliza para sí solo —previó
Lucas.
Abrieron la puerta ubicada en una pared,
detrás de las mesas, y pasaron a otra estancia muy parecida a la anterior.
—Aquí hay solo una mesa —dijo Bibiana.
Lucas fue directo a un cuadro grande que era
un diploma de los numerosos que poseía el señor Teodoro. Lo descolgó y lo
depositó en el suelo.
—¡Aquí
tenemos la caja! —profirió, complacido.
Nicolás la miró como si se tratara de un
animal peligroso.
—No
sé cómo abrirla —dijo, muy nervioso.
—¿Qué
se te ocurre ahora, listillo? —preguntó Leopoldo a Lucas, disgustado por el
protagonismo del que el rubio chaval se había adueñado.
—No
es difícil deducir qué números habrá puesto Blas para abrir la caja —manifestó
Lucas, siguiendo en posesión de las riendas de la situación. Estaba demostrando
tener más sangre fría que el resto del grupo. Todos lo achacaron al hecho de
que su padre era policía—. Nico, en esta mesa hay una foto tuya —señaló—. En la
mesa de tu padre del otro despacho hay otra foto tuya. En el despacho del
instituto también hay otra foto tuya. Las paredes del salón están llenas de
cuadros tuyos. Está clarísimo que tú eres lo más importante para tu padre.
Seguro que la combinación de números que ha puesto para abrir la caja es la
fecha de tu nacimiento.
Nicolás miró con aprensión la pieza de acero que estaba incrustada en la pared; se aproximó a ella. Digitalmente fue
señalando unos números en un teclado de la parte frontal, y estos números aparecieron impresos en una
diminuta pantalla. Para concluir pulsó una tecla donde se leía OK. Como por
arte de magia la puerta de la caja se entreabrió, y Nicolás la abrió totalmente.
No fue necesario enfocar la linterna a su interior porque una luz ilu minaba el hueco. Los niños se apiñaron
queriendo descubrir lo que había dentro. Vieron carpetas, papeles y sobres, pero
lo que más llamó la atención de los jovencitos fueron cinco montones de
billetes de quinientos dívares sujetos cada uno por una goma elástica. Nicolás sacó de
la caja los cinco montones de billetes y los puso sobre la mesa del señor
Teodoro. Seguidamente se aseguró de que no quedase dinero en la caja. Vio un
cofre. Lo abrió; diferentes joyas muy brillantes que debían pertenecer a
su abuela se hallaban en el interior. Nadie le había pedido joyas; por lo tanto, devolvió el cofre a su
lugar y cerró la caja. Entre él y Leopoldo colgaron el diploma enmarcado del
señor Teodoro, cubriendo la caja fuerte.
—Nico,
¿no deberíamos contar el dinero que hay? —preguntó Natalia, indecisa— A lo mejor hay mucho y no es preciso
entregarlo todo.
—¡No! —se negó el chaval con brusquedad—
Es conveniente que les dé mucho dinero. Así se olvidarán de mi padre.
—Blas
se volverá loco cuando abra la caja y no vea el dinero. ¿Qué le dirás?
—Le
diré que Benito ha venido y me ha pedido dinero. Que le hacía mucha falta y se
lo he dado.
—Creo que esta vez Blas sí te va a matar, Nico —auguró Natalia.
Los chiquillos fueron a la cocina; de un cajón
extrajeron un rollo de bolsas de basura aromáticas y arrancaron una. En ella
metieron los cinco paquetes de billetes. Después se instalaron en la habitación
de los juegos esperando la llegada de las tres de la madrugada. Apagaron la
linterna y encendieron la luz de la estancia, convencidos de que el señor
Hernández y su familia debían estar profundamente
dormidos. Leopoldo bostezó ruidosamente en varias ocasiones.
—Si
tienes sueño, vete a dormir —le dijo Nicolás, soliviantado.
—No
pienso irme a dormir mientras vosotros estéis levantados y esa gente no haya
venido a por el dinero.
—¡Pues
entonces no bosteces más! ¡Me pones nervioso!
Lucas sorprendió de nuevo a todos y se ofreció, valientemente, a ser él
quien entregara el dinero a quien viniera a buscarlo a la hora pactada.
—Es
mejor que salga yo —le explicó a Nicolás—, imagínate que el señor Matías te ve
por casualidad. Se armaría un alboroto. Sin embargo si me ve a mí no creo que
le importe si salgo o entro de la casa.
A los niños les pareció que los minutos
transcurrían muy lentamente y la espera se les hizo muy larga. Casi a las tres
de la madrugada, Lucas salió al jardín con la bolsa del dinero y un paraguas.
Seguía cayendo una lluvia muy intensa y los truenos y relámpagos eran
estremecedores. El hombre de la cicatriz en el pómulo derecho estaba aguardando
al otro lado de la puerta pequeña. Lucas le entregó la bolsa a través de las
rejas.
—Espero
que tu amiguito haya puesto bastante pasta —manifestó el individuo con codicia.
—Ha
puesto todo el dinero que había en la caja.
—Así
me gusta, chico obediente.
Lucas regresó a la habitación de los juegos
donde sus compañeros le esperaban, impacientes.
—¿Qué
ha pasado? —inquirió Nicolás, muy inquieto.
—Le he dado el dinero a un hombre de unos
cincuenta años, pelo gris, no muy alto. Tenía una verruga en la barbilla.
—¡Benito
Sierra! —gritó Nicolás, indignado— Me alegro de que hayas ido tú a darle el
dinero. No me hubiese gustado nada verle la cara. Se ha portado muy mal con mi
padre y conmigo.
Lucas asintió pero evitó mirar directamente a
su amigo, temiendo que notara el rubor que había acudido muy inoportuno a
su rostro.
∎∎∎
Relámpagos y truenos se sucedían y la lluvia caía incansable, constante, con un deseo incontrolado, alocado, casi salvaje, de inundar la ciudad de Aránzazu.
Helena Palacios, tras el grueso cristal de una ventana de su habitación contemplaba la densa cortina de agua y, en esa densa cortina de agua, pudo ver con claridad una playa en una noche de verano, o quizá era otoño, o primavera.
También llovía y la playa quedó callada y solitaria. Callada no, el cielo y el mar rugían.
Dos jóvenes, un chico y una chica, tendidos en la arena, desafiaron a la tormenta y se proclamaron dueños de esa playa solitaria.
Cogidos de la mano, con sus cuerpos muy mojados, se fueron metiendo dentro de un mar revuelto y crispado. Las olas les lamían, los empujaban, los lanzaban y tiraban, los cubrían.
Los jóvenes sonreían, reían, jugaban con las olas, las olas jugaban con ellos... se sentían vivos, poderosos, felices.
Y un beso llevó a otro beso, y sus labios ardían. Y cuando él la hizo suya, lo hizo con tanto mimo y dulzura que ella ni lo notó. Solo sintió un placer tan increíble que creyó que podía morir en aquel instante.
Y un reguero de sangre tiñó de rojo un trozo de mar. Y ese mar, sus olas, la arena y el cielo fueron testigos de lo que ocurrió entre Blas Teodoro y Helena Palacios aquella noche de tormenta en una playa solitaria.
Un recuerdo imborrable, alguna noche cuando llovía.
Helena bajó la persiana, corrió la cortina y se metió en la cama. No quería recordar, solo quería olvidar y solo recordaba lo que quería olvidar. No apagó la luz, no se atrevió.
Temblaba y no hacía frío. Temblaba como un pajarillo que, sin querer, cae de su nido y siente miedo de ese bosque desconocido.
Y se maldijo a sí misma y culpó a Blas; y maldiciendo y culpando fueron pasando lentas las horas.
∎∎∎
Relámpagos y truenos se sucedían y la lluvia caía incansable, constante, con un deseo incontrolado, alocado, casi salvaje, de inundar la ciudad de Aránzazu.
Helena Palacios, tras el grueso cristal de una ventana de su habitación contemplaba la densa cortina de agua y, en esa densa cortina de agua, pudo ver con claridad una playa en una noche de verano, o quizá era otoño, o primavera.
También llovía y la playa quedó callada y solitaria. Callada no, el cielo y el mar rugían.
Dos jóvenes, un chico y una chica, tendidos en la arena, desafiaron a la tormenta y se proclamaron dueños de esa playa solitaria.
Cogidos de la mano, con sus cuerpos muy mojados, se fueron metiendo dentro de un mar revuelto y crispado. Las olas les lamían, los empujaban, los lanzaban y tiraban, los cubrían.
Los jóvenes sonreían, reían, jugaban con las olas, las olas jugaban con ellos... se sentían vivos, poderosos, felices.
Y un beso llevó a otro beso, y sus labios ardían. Y cuando él la hizo suya, lo hizo con tanto mimo y dulzura que ella ni lo notó. Solo sintió un placer tan increíble que creyó que podía morir en aquel instante.
Y un reguero de sangre tiñó de rojo un trozo de mar. Y ese mar, sus olas, la arena y el cielo fueron testigos de lo que ocurrió entre Blas Teodoro y Helena Palacios aquella noche de tormenta en una playa solitaria.
Un recuerdo imborrable, alguna noche cuando llovía.
Helena bajó la persiana, corrió la cortina y se metió en la cama. No quería recordar, solo quería olvidar y solo recordaba lo que quería olvidar. No apagó la luz, no se atrevió.
Temblaba y no hacía frío. Temblaba como un pajarillo que, sin querer, cae de su nido y siente miedo de ese bosque desconocido.
Y se maldijo a sí misma y culpó a Blas; y maldiciendo y culpando fueron pasando lentas las horas.
Págs. 862-870
Esta semana os dejo una canción de La Oreja de Van Gogh.... "La playa"
Próxima publicación... jueves, 5 de marzo