EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 11 de noviembre de 2021

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 157

 

 



CAPÍTULO 157

 

14 DE FEBRERO

 

 

   —¿E

stás dormida? —La voz de Blas fue como una brisa suave. Aun así, la hizo estremecer.

Helena no sabía si responder o fingir que dormía. La cobardía, de la que ya era presa, le aconsejó decantarse por la segunda opción.

                —Nunca había visto a nadie apretar tanto los ojos mientras duerme —. Esta aseveración consiguió, de inmediato, que Helena se decidiera por la primera opción.
              —¿Puedo saber qué hace un impertinente en mi habitación? —preguntó sin lograr parecer muy enfadada o molesta. Y es que se sentía demasiado feliz. ¿Cómo ocultarlo?
            —Supongo que yo soy el impertinente, no veo a nadie más por aquí. He venido porque quiero que algo quede muy claro entre tú y yo. Y luego quiero pedirte algo muy importante. ¿Puedo acostarme a tu lado solo para hablar tranquilamente?
Helena se levantó de un salto. Recogió cuatro cojines y los ubicó en medio de la amplia cama.
            —Ahora puedes acostarte, ahora que he puesto un muro simbólico entre nosotros —declaró con el corazón muy desbocado.
El corazón de Blas también corría desbocado tras percibir la insinuación del cuerpo de Helena bajo un camisón de seda.
Como mejor pudo, tomó las riendas de su alocado corazón y se acostó junto a la mujer que amaba.
Helena se había puesto de lado dándole la espalda.
            —No me interrumpas, por favor —comenzó a decirle Blas mirando su nuca—. No quiero que discutamos. Escúchame, después dime lo que quieras.
Quiero que entiendas y que tengas muy claro que Gabriela nunca significó nada para mí más allá de una amistad. Tampoco Elisa. Solo te he querido a ti, Helena.
No voy a negarte que intenté amar a Gabriela, tal vez en una pretensión absurda de olvidarte. Pero no pude hacer eso y creo que ella no me ha perdonado que no lo intentara.
No he amado a otra mujer, Helena. No he podido.
Tú fuiste la primera y la única. ¿Sabes a quién hubiera podido amar? ¿Te lo imaginas? A Mikaela, pero es que Mikaela eras tú.
Sé que me mentiste cuando me dijiste que estabas casada. No quiero explicaciones, no me importan tus mentiras. Quiero que el pasado se quede atrás, que no nos alcance.
Solo me importa el presente, ahora que estamos juntos de nuevo, nada más. Te quiero.

Helena había escuchado cada palabra pronunciada por Blas sin perderse ni una. Su corazón latía acelerado, sus mejillas estaban arreboladas y sus ojos llenos de lágrimas.
Blas ya no hablaba, pero ella continuaba en silencio. Sentía que su cama se levantaba del suelo, flotaba, volaba, y en cualquier momento iba a chocar con una de las paredes de la habitación.
            —¿No vas a decirme nada? —le preguntó Blas al cabo de un rato— Sé que no estás dormida. ¡No finjas que duermes!
            —No, no estoy dormida —admitió Helena—. Te he escuchado y me gustaría explicarte el porqué de mis mentiras...
            —¡No es necesario que me expliques nada! ¡No lo necesito! Solo te necesito a ti y a ti te tengo.
            —Blas, no me hagas esto. Tú no entiendes, no entiendes nada.
            —¿Qué no entiendo? ¿De qué me hablas? Dime qué no entiendo.
            —Tengo miedo, Blas. Tengo mucho miedo —Hasta la misma Helena se sorprendió de su sinceridad—. Nadie puede ser tan feliz. Algo pasará.
Si tú y yo estamos juntos, si tenemos a nuestro hijo con nosotros, ¿qué otra cosa podemos desear? Nadie puede ser tan feliz, algo pasará. Tengo miedo. ¿No puedes entenderlo?

Blas arrojó dos cojines al suelo derribando, de este modo, dos de las cuatro piedras del muro endeble que había construido Helena.
A continuación, la obligó suavemente a darse la vuelta.
            —Sí, seremos felices. Muy felices. Inmensamente dichosos —reconoció—, pero nada malo pasará. No tengas miedo, nada malo va a sucedernos. Tenemos derecho a esa felicidad después de haber estado doce interminables años separados. La vida nos lo debe.
            —¿De verdad lo crees así, Blas? ¿No me estás mintiendo? ¿Nada malo pasará? Yo puedo vivir separada de ti, separada de Nico, pero no puedo vivir sin ti y tampoco sin Nico. ¿Entiendes lo que te digo?
Blas comenzó a beber a besos las lágrimas que se deslizaban por el semblante de Helena.
La cama flotaba más, volaba más, daba vueltas sin parar, cada vez más rápido. El vértigo llegó, les alcanzó, les dominó... y estalló ese amor que es tempestad.

A pesar de que Matilde tocó su brazo con delicadeza, Helena se despertó sobresaltada. Miró a su amiga, inmediatamente después miró el lado de la cama donde debía estar Blas, pero no estaba. Su sobresalto aumentó de intensidad.

Se había dormido. ¿Cómo se había podido dormir?
            —Son casi las diez. ¿No piensas levantarte hoy?
            —¡Las diez! —exclamó Helena, atónita— ¿Cómo puede ser tan tarde?
            —Pues sí, hoy se te han pegado las sábanas —afirmó Matilde—. A Blas no.
Helena se sonrojó bruscamente, convencida de que su amiga sospechaba o, peor aún, sabía que Blas había vuelto a pasar la noche en su cama.
            —¿Sabes a qué ha ido Blas a la aldea? —preguntó Matilde.
            —¿A la aldea, ha ido a la aldea? —se sorprendió Helena.
            —Sí, a las nueve ha entrado en la cocina y me ha dicho que venía de la aldea. Ah, y me ha pedido que te recuerde que te pongas el vestido.
Aún no se había marchado el color de las mejillas de Helena y el tono se tornó más patente.
            —Es cierto, no estaba segura de si lo había soñado o no... Blas estuvo anoche aquí para pedirme que hoy me pusiera... el vestido.
            —Hoy es catorce de febrero —apuntaló Matilde.
           —¡Sé que hoy es catorce de febrero! —exclamó Helena, exaltada— ¿Pretendes ponerme nerviosa? ¿Es que no te das cuenta de que estoy muy nerviosa?
 Matilde sonrió, comprensiva.
            —Claro que me doy cuenta. Venga, levántate. Dúchate y te ayudaré a prepararte.
            —¿Lo harás, me ayudarás? —se animó Helena— Iba a pedirte que lo hicieras. ¡Es que estoy tan nerviosa!
            —Pero, ¿quieres levantarte de una vez?

Helena descendió por la escalera de caracol apoyando sus pies en cada peldaño con mucho cuidado. Sus piernas parecían estar rígidas; pensaba que un pie se le torcería, que tropezaría, que caería, que haría el ridículo y que moriría de vergüenza... pero nada similar a lo que pensaba y temía sucedió.

Llegó a la cocina detrás de Matilde. Blas y los niños la miraron y admiraron lo muy bien que le sentaba el vestido azul con florecillas blancas.
Helena estaba radiante, bellísima, y Nicolás no tardó en hacérselo saber.
            —¡Estás guapísima, mamá! —exclamó, contento.
            —Muchas gracias, Nico —respondió Helena, azorada, pero feliz. Todavía no entendía cómo se había puesto el vestido. Tal vez fue por la ayuda de Matilde. Daba igual. Se lo había puesto y eso era lo importante.
            —Sentaos a desayunar —invitó Blas a Helena y a Matilde—. He preparado unas tostadas con mantequilla y mermelada de melocotón.
Helena comió una tostada a duras penas, y no porque no le gustara, pero no podía comer. ¡Estaba tan inquieta! Bebió un poco de leche y dio por finalizado su desayuno.
No sabía qué hacer, no sabía qué decir, no sabía dónde mirar. Evitaba mirar a Blas; él era el responsable de su nerviosismo. Y sentía sobre ella su mirada, pero ella seguía sin atreverse a mirarle.
De repente, sufrió un gran sobresalto cuando alguien llamó a la puerta.
Blas, muy veloz, fue a abrir. Todos miraron hacia la puerta. El recién llegado era un hombre que Helena no pudo ver bien. Blas le dio las gracias después de que el hombre le entregara algo.
            —¿Quién era? —se interesó Matilde en cuanto Blas cerró la puerta.
            —Un hombre... Era un hombre.
A todos les sorprendió esta respuesta.
            —¿Qué quería? —insistió Matilde.
            —No quería nada, soy yo el que quería y me ha traído lo que quería.
Todos volvieron a sorprenderse por esta otra respuesta.
            —¿Y qué querías tú? —le preguntó Nicolás— ¿Qué tienes en la mano, qué te ha dado? Estás muy raro.
            —Soy raro, siempre lo he sido —contestó Blas— ¿Puedes levantarte un momento, Helena? —dijo a continuación.
Su petición pilló desprevenida a Helena y, durante un rato, no supo cómo reaccionar, qué hacer; dudaba, no tenía claro cómo salir airosa de aquella extraña situación.
Pasado ese rato repleto de dudas, decidió levantarse y lo hizo violentamente.
            —¿Qué es lo que te propones, Blas? ¿No te das cuenta de que nos estás poniendo nerviosos a todos? ¿Acaso quieres...
No pudo continuar hablando, se quedó callada. ¿Era cierto lo que estaba viendo o lo estaba imaginando? Blas había hincado una rodilla en el suelo y en sus manos mantenía una cajita forrada con terciopelo rojo. Abrió la cajita que guardaba una sortija con una piedra transparente muy brillante, y dos alianzas.
            —Helena, delante de nuestro hijo, de tu amiga, de Marcos, de Bibi, delante de todos ellos te pregunto si quieres casarte conmigo, si quieres ser mi mujer y hacerme el hombre más feliz de la tierra.
Nicolás miró a su madre conteniendo la respiración.
            —Blas, delante de nuestro hijo, delante de Matilde, de Bibi, de Marcos... te digo que sí quiero casarme contigo, que sí quiero ser tu mujer y hacerte el hombre más feliz de la tierra.

Helena nunca sabría explicar cómo contestó aquello, cómo se atrevió. Tal vez la hechizaron los ojos negros del hombre más peligroso del mundo. Sí, su mirada fulgurante debió hechizarla.
A partir de ese momento, los acontecimientos se sucedieron.
Nicolás aplaudió entusiasmado y Matilde y Bibiana le secundaron. Marcos no aplaudió. Atónito, pensaba que todos habían enloquecido.
Blas dejó de apoyar la rodilla en el suelo, se levantó y puso en un dedo de Helena el anillo de oro blanco con un diamante engastado en cuatro garras.
Besó su mano, entrelazó sus dedos con los de ella y la condujo fuera de la cocina, al valle.
Matilde, Nicolás, Bibiana y Marcos les siguieron.
El sonido de un violín arrasó los ruidos del valle. Helena se preguntó de dónde procedía la música; ignoraba que todos se preguntaban lo mismo, excepto Blas.
El mismo hombre que le había traído los anillos era el violinista que no se dejaba ver.
La mañana era hermosa. El sol brillaba en un cielo sin nubes. Un viento suave mecía la alfombra de hierba y flores, que adornaba el suelo del valle.
Llegaron cerca del río y Blas se detuvo. Soltó la mano de Helena y recogió un ramo de orquídeas. Le entregó el ramo a Helena.
            —A una novia no le debe faltar un ramo de flores.
Helena miró el ramo. ¡Era tan bonito! Estaba viviendo un sueño y no quería despertar nunca.
            —No ha venido un sacerdote a casarnos, tampoco un juez o un alcalde. Pero nos podemos casar tú y yo. No necesitamos que nadie nos declare marido y mujer. ¿Estás de acuerdo?
Nicolás no dejó que su madre respondiera.
            —¡Yo os casaré, yo os declararé marido y mujer! —gritó, precipitado y entusiasmado.
           —Pues no se me ocurre nadie mejor que nuestro hijo —sonrió Blas.
         —A mí tampoco —sonrió Helena y los hoyuelos, que adoraba Blas, aparecieron en sus mejillas.
Y la agradable melodía de un violín acompañó las siguientes palabras de Blas.
            —Yo, Blas Teodoro, te tomo por esposa, Helena, y prometo serte fiel en la salud, en la enfermedad, en la riqueza, en la pobreza, en la alegría, en la tristeza, y prometo amarte todos los días de mi vida, cada día más, y te prometo que ni la misma muerte podrá separarnos.
Tras sus palabras, Blas puso la alianza más pequeña en un dedo de Helena, y dejó la alianza más grande en la palma de su mano.
La agradable melodía del violín también acompañó a las palabras de Helena.
            —Yo, Helena Palacios, te tomo a ti por esposo, Blas, porque TeAdoro, y prometo serte fiel en la salud, en la enfermedad, no quiero que nunca estés enfermo, en la riqueza, en la pobreza, en la alegría, en la tristeza, no quiero que nunca estés triste, y prometo amarte todos los días de mi vida, cada día mucho más, y te prometo que nada ni nadie podrá separarme de ti, nada ni nadie podrá separarnos.
Y Helena puso en un dedo de Blas la alianza del amor donde estaban grabados signos y palabras: Más que ayer, menos que mañana.
            —¡Y yo os declaro marido y mujer! —gritó Nicolás, emocionado y feliz.
Tan emocionado estaba, que olvidó decir que el novio podía besar a la novia, pero Blas no esperó ese permiso y la besó. Y un ramo de orquídeas cayó al suelo.
La melodía del violín se hizo más presente, más cercana, más sonora. El violinista se había aproximado.
Blas y Helena comenzaron a bailar. Nicolás sacó a bailar a una dichosa y llorosa Bibiana.
Matilde también observaba la escena, dichosa, con los ojos llorosos, y deseó con toda su alma que Helena siempre fuese tan feliz como en aquel momento.
Marcos también miraba y definitivamente se convenció de que Blas se había vuelto loco y de que, por supuesto, esa boda no podía ser válida. 

Págs. 1282-1291

Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, creo que os dije que había un capítulo que era un homenaje al amor de Blas y Helena... pues lo acabáis de leer

Y espero que lo hayáis disfrutado lo mismo que lo disfruté yo al escribirlo
Este capítulo no significa que esta historia vaya a tener un final feliz o infeliz... solo es un homenaje a ese amor que es tempestad
Quedan pocos capítulos, se acerca el final... ya os dije que os avisaré cuando vaya a publicar el último
Hoy vuelvo a dejar la canción de El Clan, no podía dejar otra
Un abrazo fuerte a todos
Mela

                                                               

 
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