EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

domingo, 15 de agosto de 2021

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 156




CAPÍTULO 156

 

FURIA

 

 

M

atilde puso todo su empeño en ahuyentar el presentimiento que la había sobrecogido. Para lograrlo, empezó por decirle a Helena que llevara el vestido a su habitación y que lo dejara en el armario. Seguidamente le dijo a Blas que se tranquilizara y le reprochó no haber estado más vigilante cuando Gabriela envolvió el vestido. Concluyó afeándoles a ambos su conducta delante de los niños.

Blas rompió la foto en muchos pedazos. Helena cogió el paquete que cobijaba a su vestido azul con florecillas blancas, a su tesoro valioso y querido. Pero aseguró que no se lo pondría.
Marcos la miró muy serio y con muchas ganas de zarandearla. Para él, la única culpable de lo sucedido y responsable de la escena que habían presenciado era Helena. Y no podía comprender la paciencia infinita de Blas. A su entender, Helena necesitaba dos bofetadas bien dadas que seguramente le sentarían muy bien. O quizás, una paliza.
Recordó a su padre. Sí, a su padre le hubiese encantado darle una paliza a aquella mujer y le hubiera enseñado a respetar a los hombres. Su hermano, Luis, también.
Miró a Blas. ¿Por qué él no lo hacía? ¿Por qué era tan diferente de Matías y de Luis? No podía entenderlo.
Marcos apreciaba a Blas. Aguardaría el momento oportuno para aconsejarle cómo debía portarse con Helena. Esperaría a que estuvieran a solas.

                                                                  ∎∎∎

La señora Sales estaba furiosa, muy furiosa. Blas nunca la había llamado por su nombre de pila y no existía forma de que olvidara las dos últimas palabras que le dirigió en su corta conversación. "Adiós, Emilia". La había llamado "Emilia". No la había llamado "mamá".

Furiosa, llamó a Arturo Corona.
            —Tu hijo está en el valle con Helena —le dijo sin más explicaciones.
            —¡Qué tonterías me cuentas! —exclamó, enojado, el dictador de Kavana— ¿Has bebido o te has vuelto loca? ¿Te afecta la edad?
            —Te digo que Blas está en el valle con Helena —repitió Emilia, impaciente—. Acabo de hablar con él. ¡Está con ella!
            —¡No seas estúpida! ¡Los soldados de Jaime no le habrán dejado pasar!
            —¡No sé cómo, pero está en el valle con Helena! ¡Tienes que hablar con Jaime! Entre sus soldados debe haber más de un traidor. ¡Créeme! ¡Está en el valle! ¿Crees que te diría esto si no estuviera segura?
            —¿Dices que estás segura?
            —Completamente.
            —Hablaré con Jaime, pero personalmente. Variaré mi agenda hoy. Iré a hacerle una visita.
            —¡Date prisa! —le apremió Emilia— Esa mujer va a poner a Blas en contra nuestra si no lo ha hecho ya.
            —¡NO VUELVAS A DARME UNA ORDEN! —gritó, encolerizado, Arturo Corona.
La furia de Emilia actuó como una enfermedad infecciosa que contagió peligrosamente al dictador de Kavana.

                                                                       ∎∎∎

En el valle, mientras Helena subía a su habitación, Blas recogió los pedazos de la foto con Gabriela y los arrojó al fuego de la chimenea. Las llamas los consumieron vorazmente. La foto dejó de existir transformándose en cenizas en pocos segundos.

Inmediatamente después, con mirada severa, salió de la casa. Nicolás y Marcos le siguieron. 
Matilde y Bibiana fueron a la cocina y, desde la ventana, les observaron.
            —Me da pena que todo haya acabado mal —comentó Bibiana con tristeza—. El amor es complicado, ya empiezo a darme cuenta de eso. No sé si me gustará enamorarme, aunque también creo que no sé si puedes evitarlo.
Matilde sonrió quedamente.
            —No tienes que sentir pena —le dijo a la pequeña—. Entre Blas y Helena no ha acabado nada y, mucho menos, mal.
De repente, la atención de ambas se centró más en Blas. Las dos hubieran asegurado que había tirado algo al río.
Y, en efecto, Blas había tirado su móvil. No quería más llamadas de Emilia, no quería llamadas de nadie.
Solo habían transcurrido unos minutos cuando mujer y niña ahogaron, a duras penas, una exclamación de horror al ver enzarzados en una horrible pelea a Nicolás  y a Marcos.
            —¿Por qué se pegan? ¿Qué les pasa? —se preguntó Bibiana en voz alta.
            —No lo sé —contestó Matilde, confusa—. Pero no te inquietes, Blas los está separando.
Siguieron mirando con interés. Blas permanecía en medio de la contienda, pero ni Nicolás ni Marcos parecían dispuestos a abandonar la reyerta.
La lucha continuaba muy cerca del río, demasiado cerca, peligrosamente cerca... Matilde y Bibiana gritaron, angustiadas, cuando vieron a Blas y a los muchachos perder el equilibrio y caer al agua helada.
Justo, en aquel momento, llegó Helena a la cocina.

                                                                   ∎∎∎

A Jacobo no le gustaba Arturo Corona y, aunque no hubiera sido el dictador de Kavana, seguiría sin gustarle.

Por lo tanto, no le gustó ni un poquito abrirle la puerta y recibirle por mucho que estuviera preparado para hacerlo, desde hacía más de una hora, cuando Jaime Palacios le avisó sobre su próxima e inesperada visita. 
El dictador entró solo en la mansión. Los militares que lo escoltaban esperarían fuera.
Jacobo recogió su abrigo y le guió hasta el despacho del señor Palacios por un camino que el dictador conocía muy bien.

Maura estaba como loca. Su enajenación transitoria se debía al desasosiego de no saber con claridad si Arturo Corona se quedaría a comer.

            —Jacobo debería decirme algo—repetía, incansable y quejosa, una y otra vez.

Pero el leal escudero de Jaime Palacios no tenía en mente nada que se pareciera a eso. El buen mayordomo solo deseaba que la reunión entre los dos hombres más poderosos del país finalizase cuanto antes. Y aguardaba tras la puerta a guiar de nuevo al dictador, esta vez hacia la salida, aunque este conociera muy bien el camino. Sería un gusto entregarle su abrigo, cerrar bien la puerta y olvidar que había estado allí.

Jacobo no pudo ver a los dos hombres más poderosos de Kavana darse la mano y tomar asientos enfrentados. Tampoco podía oírles. Por lo menos, por el momento. Tal vez, si ambos gritaban, sus voces llegarían a alcanzar los decibelios necesarios para traspasar la gruesa puerta. 
            —Tú dirás, porque creo que no has venido a que te invite a beber o comer algo—. De este modo inició la conversación Jaime Palacios. Maura hubiera reprobado este comienzo. 
            —Blas está en el valle —afirmó Arturo Corona dando por cierta la información de Emilia—. Está con tu hija. ¿Cómo ha podido pasar?
            —No ha habido forma de detenerle. ¿No querrías que mis soldados lo matasen? Y matarlo era la única forma de detenerle.
            —¿Me tomas por imbécil? —preguntó Arturo Corona, alterado y rojo de ira.
            —¿Por qué iba a hacer tal cosa?
            —Porque tu hijita te ha llorado y te ha ablandado. ¡Por eso me tomas por imbécil y has consentido que Blas se reúna con ella en el valle!
            —Mi hija no me ha llorado —desmintió el señor Palacios—, pero sí he consentido que Blas se reúna con ella. Quiero que mi hija sea feliz. Eso es todo.
            —No consentiré que Blas esté con tu hija. Sabes que no.
            —Arturo, han estado doce años separados y no se han olvidado. ¡Asume la realidad!
            —¡NO Y SIEMPRE NO!

                                                                          ∎∎∎

Jacobo no tuvo el gusto de acompañar al dictador a la salida. Lo hizo el señor Palacios. Y Maura tuvo el disgusto de no poder agasajar con sus mejores platos al jefe del estado kavano.

En cuanto salió de la mansión y subió a su auto, Arturo Corona efectuó una llamada.
            —Tenías razón, están juntos —admitió, enfurecido—. Y están juntos con el beneplácito de Jaime.
           —¿Cómo es posible que Jaime consienta que estén juntos? —se escandalizó y sorprendió Emilia.
           —No es lo mismo tener una hija que un hijo —respondió Arturo Corona, concluyente—. Jaime no puede soportar que su querida hijita llore y no puede imaginar cuánto la va a ver llorar.
           —¿Qué quieres decir?
           —Cuando se celebren las elecciones, gane Jaime o gane yo, tú y yo nos ocuparemos de separar a Blas y a Helena definitivamente. Ya te explicaré cómo.  Ahora debo ocuparme de otro asunto que no puede esperar.
           —¿Qué asunto es ese? —indagó Emilia.
           —Te gusta huronear, ¿lo sabías? El asunto se llama Alfredo Soriano. Es el policía que mató de un disparo a su hijo en el instituto. Jaime me ha contado que ese malnacido torturó al chico para obligarle a matar a Nicolás, a mi nieto. Quiero que ese tipo desee morir y que tarde en morir. Quiero que se retuerza, que grite, que suplique...

                                                                           ∎∎∎

Cuando la oscuridad ya cubría el valle como si de un manto se tratase y las estrellas brillaban en el cielo, Alfredo Soriano dejó de gritar, también de implorar, de suplicar que aquella brutal tortura terminase. La ansiada muerte llegó para darle descanso, para salvarle de su cruel agonía. Y, tal vez, en algún momento, durante esa lenta agonía, pensó en Lucas. Tal vez llegó a sentir remordimientos por lo que le hizo a un niño de catorce años, a un niño que era su hijo. Solo tal vez.

Helena ya se había acostado y permanecía en la cama, inquieta, expectante. ¿Subiría Blas a su habitación? Deseaba que lo hiciera. ¡Lo deseaba tanto! Y si él subía, que el tiempo se detuviera, que la noche fuese eterna. 

Habían pasado un día extraño desde que Blas, Nicolás y Marcos cayeran al río y todavía ignoraba lo sucedido en realidad. Lo que sí sabía es que Blas mintió cuando dijo que los tres habían resbalado. Y ella tenía una excusa, una buenísima razón para bajar a la sala de estar y preguntarle por ese triple accidente. Si él no subía, ella bajaría. Ya lo había decidido y los latidos de su corazón se aceleraron más y más.
De pronto, casi no se atrevió a seguir respirando... La puerta se iba abriendo muy despacio. La luz estaba encendida. ¿Por qué no la había apagado? No se atrevió a mirar, cerró los ojos con fuerza. Alguien se acercaba lentamente. ¡Era Blas! Su aroma ya impregnaba sus sentidos.
Y la misma mujer que había deseado que Blas subiera a su habitación, que el tiempo se detuviera y que la noche fuese eterna, comenzó a sentirse mareada, muy nerviosa, muy pequeña y muy miedosa. Pero, pese a todo, feliz, muy feliz.

Págs. 1274-1281

Hoy dejo una canción de Michelle Jenner... "Me gusta así"


                                                               


                                   

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