CAPÍTULO 89
LO QUE CUENTA BENITO SIERRA
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l policía más bajo se paró en seco al advertir que
el mendigo iba detrás de ellos, junto a Bibiana. Se dio la vuelta, mirando al
pobre hombre con ira.
—¿A dónde rayos vas tú? —le preguntó, despectivamente— ¡Lárgate de aquí o te machaco
a porrazos!
El infeliz retrocedió unos pasos, acobardado.
—¡Viene a mi casa! —intervino Nicolás, disgustándole cómo aquel
policía trataba al hombre— ¿O es que tampoco puedo invitar a mi casa a
quien yo quiera?
—¿Y qué crees que va a opinar tu padre cuando vea a este pordiosero? —preguntó el agente con aspereza.
—Mi padre no es un cerdo como usted.
Marcos tragó saliva, desesperado, temiendo que los policías
la emprendieran a golpes con Nicolás. Pero nada de eso sucedió. El agente
más alto ordenó que continuaran caminando y todos volvieron a andar, siguiendo
el mendigo detrás de ellos.
—¿Quién demonios debe ser este muchacho? —cuchicheó el policía más bajo a su compañero.
—No lo sé. Pero un pez demasiado gordo lo protege y si,
simplemente, lo rozamos nuestras vidas no valdrán ni un céntimo. O sea, que
serénate o somos polis muertos.
En su camino se cruzaron con algunos transeúntes y
todos tuvieron una misma actitud; les miraron en silencio y con
desconfianza.
Llegaron a la avenida Presidencial, número siete, y
Marcos decidió llamar al timbre en lugar de abrir él mismo.
Fue el señor Matías quien apareció al otro lado de
la puerta, y abrió sin demora. El hombre se quedó pasmado sin acertar a
decir nada en cuanto el grupo entró en el jardín.
—Haga el favor de avisar al señor Teodoro —habló el policía más alto.
—¿El señor Teodoro? —repitió Matías, atónito— Lo haría con mucho gusto, pero el señor Teodoro ha salido a comprar
unos pasteles. No puede tardar en volver; la pastelería está muy cerca.
—En ese caso, esperaremos.
—¿Desean tomar algo?
—¡No quieren tomar nada! —respondió Nicolás, furioso— ¡Y si quieren esperar a mi padre, lo esperan
en la calle, no quiero que ustedes estén en mí jardín! —añadió, dirigiéndose a los guardias.
—Lo más conveniente será que avise a la señora Sales —declaró el señor Hernández, muy confuso.
El hombre se alejó hacia la casa, prácticamente,
volando.
El mendigo observó la imponente casa de Nicolás y la
pequeña casa de la familia Hernández. También contempló la extensión de terreno
que podía abarcar desde su posición y comprendió que el padre de Nicolás debía ser muy pudiente.
La señora Emilia no tardó en salir, seguida del
señor Matías. Ambos se acercaron a los policías.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó la mujer, alarmada.
—No ha pasado nada, yaya —contestó Nicolás, sin dilación—. Estos hombres son unos imbéciles —insultó, mirando a los policías.
—¡Nico!, ¿qué forma de hablar es esa? —le reprendió su abuela— ¡Haz el favor de estarte callado!
—¡No quiero callarme! ¡Quiero que estos policías se marchen ya!
—Nico, entra en casa con Nat, con Bibi y con Marcos —ordenó la señora Sales.
—¡No pienso moverme de aquí!
—vociferó Nicolás, exaltado.
La señora Sales suspiró, abatida.
—Simplemente queremos hablar con el padre del chico — expuso el policía más alto a la mujer—. Debe usted saber que su nieto ha protagonizado un escándalo público.
—Mi hijo estará aquí enseguida —aseguró Emilia—; ha salido a comprar unos pasteles.
—¡Si quieren hablar con mi padre,
lo esperan en la calle! —volvió a gritar Nicolás.
—¡Tú no echas a nadie de aquí, jovencito! —exclamó su abuela, enfadada— ¡Ya verás cuando llegue papá lo que te va a
pasar, maleducado, desobediente!
De pronto, la señora Sales reparó en la presencia del
hombre desaliñado, que se hallaba apoyado en el muro, a unos centímetros de la puerta abierta. Su asombro aumentó
bastantes grados; iba a decir algo pero no lo hizo porque, en aquel momento,
entró en el jardín el señor Teodoro.
El joven llevaba en su mano izquierda dos bandejas
perfectamente envueltas y, en su mano derecha, una servilleta por donde asomaba
un pedazo de pelota de crema que estaba comiendo. El último bocado que había
dado al pastel casi se le atraganta cuando vio a los chiquillos y a los
policías. En sus labios se veían algunas partículas de azúcar.
—Hola —saludó de forma general, sin dirigirse en concreto
a nadie.
—¿Es usted el señor Teodoro? —preguntó el policía más alto.
El aludido lo miró y asintió.
—Queremos hablar con usted sobre su hijo.
El señor Teodoro dirigió una mirada a Nicolás. El
chaval estaba mirando, con rabia, al agente que había hablado. Casi con la
misma rabia que mostró hacia Salvador Márquez la pasada Nochebuena.
—Matías, una de estas bandejas es para vosotros —dijo el señor Teodoro al hombre—. ¿Puedes cogerla, por favor?
El señor Hernández se apresuró a recoger la bandeja
que el joven le ofrecía.
—Muchas gracias, señor. No tenía que haberse molestado.
—Nico, lleva esta otra bandeja a la cocina —ordenó el señor Teodoro—. Y tira este trozo de pelota, se me han ido las ganas de
comerla.
—¡No pienso irme a la cocina!
—¡Nico! Hazme caso, por favor.
—¡No pienso irme a la cocina!
—¡Nico! Hazme caso, por favor.
El chiquillo
se acercó a su padre, cogió la bandeja y también la servilleta que envolvía
el pedazo de pelota de crema.
—Yo no he hecho nada malo —dijo el crío al señor Teodoro, mirándole a los
ojos—. He hecho lo mismo que tú hubieras hecho.
Las palabras de Nicolás impactaron al señor Teodoro
y le dejaron desarmado.
—Ve a la cocina, Nico —dijo, suavemente.
El muchacho se alejó, presuroso. Quería regresar
cuanto antes para poder escuchar lo que los policías contaban a su padre.
—¿Y bien? —preguntó el señor Teodoro al agente más alto— ¿Qué quieren decirme de mi hijo?
El hombre carraspeó antes
de contestar.
El señor Hernández le entregó a Marcos la bandeja de pasteles, encargándole que la llevara a casa. El chico también se fue con rapidez, puesto que también quería volver cuanto antes y enterarse de lo que sucedía.
El señor Hernández le entregó a Marcos la bandeja de pasteles, encargándole que la llevara a casa. El chico también se fue con rapidez, puesto que también quería volver cuanto antes y enterarse de lo que sucedía.
—En primer lugar le diré que su hijo ha estado tonteando con una
prostituta…
—¿Queeé? —se escandalizó el señor Teodoro.
—Era la madre de Paddy —intervino Natalia—, y Nico no tonteó con ella. Ha sido ella quien ha tonteado con Nico
porque es una descarada, cuenten bien las cosas.
Los dos policías miraron a la niña con semblante
avinagrado. En aquel instante llegó Nicolás y segundos después, Marcos.
—Yo creo que esta conversación sería mejor que la mantuviéramos a solas
—opinó el policía más bajo.
—En eso estoy de acuerdo —aceptó la señora Sales.
—¡No! —exclamó Nicolás, oponiéndose— ¡Yo no he hecho nada malo!
¡Y ustedes solo van a contar mentiras!
—Continúe —dijo el señor Teodoro al policía más alto.
—Su hijo ha tirado al suelo a un hombre que es profesor de matemáticas
en el instituto donde usted va a ejercer de director…
—¡Lo he tirado al suelo porque
él ha tirado primero a la madre de Paddy, a Nat y a Bibi! —se defendió Nicolás.
—El profesor dijo que había tropezado y que, accidentalmente, tiró a la
mujer y a las niñas…
—¡Él les mintió! —replicó Nicolás— Nat, Bibi y Marcos son testigos de que lo que
digo es cierto.
—¿Y qué van a decir tus amigos? —sonrió el policía.
—Mi hijo es como un imán para atraer problemas o meterse en líos, pero
no es un mentiroso. Yo le creo —manifestó el señor Teodoro, sorprendiendo a
los policías.
—¡Su hijo no llevaba documentación! —gritó el policía más bajo, alterándose— Ha dado limosna a ese indigente —señaló al mendigo que, hasta entonces, el señor
Teodoro no había visto—. En Aránzazu está prohibido dar dinero a
pordioseros y está prohibido ir por las calles sin carnet de identidad. Por
supuesto, está prohibido insultar a la autoridad y su hijo nos ha insultado. ¡Nos ha llamado cerdos! ¡Y también imbéciles!
El señor Teodoro apartó la vista del mendigo y
volvió a mirar al policía más bajo.
—Conozco muy bien las leyes de este país. Mi hijo no tiene obligación de llevar carnet hasta los
dieciséis años. Y si hay gente pidiendo limosna es porque no deben tener trabajo,
un derecho fundamental de cualquier persona. Un derecho y un deber. Nico, ¿has
insultado a estos señores?
—Sí, porque me han estropeado la mañana. No he podido ir a ninguna parte, yo tenía ilusión de...
—¡Discúlpate enseguida!
—Siento haberles insultado —murmuró Nicolás, forzado.
—¡Bien! —exclamó el señor Teodoro— Si quieren denunciarme porque mi hijo no llevaba carnet, porque ha
dado dinero a un hombre necesitado o porque les ha insultado a ustedes,
háganlo. Y si no tienen nada más que decirme, esta conversación ha terminado.
—Comprendo —habló el policía más alto—. Nos vamos, buenos días.
—¡Tú, andrajoso, ven con nosotros!
—gritó el policía más bajo al mendigo.
—¡No, él se queda aquí! —exclamó Nicolás, molesto — ¡Yo lo he invitado!
El señor Teodoro vio que el hombre desaliñado
temblaba de pies a cabeza y sintió compasión por él.
—Este señor puede quedarse si mi hijo lo ha invitado —declaró el joven.
Los policías asintieron y salieron del jardín. El
señor Teodoro cerró la puerta tras ellos.
—¡Tu comportamiento me parece vergonzoso, Blas! —exclamó la señora Sales, malhumorada. A
continuación se fue hacia la casa.
El señor Teodoro invitó al mendigo, cuyo nombre era
Benito Sierra, a utilizar uno de los cuartos de baño de
huéspedes para lavarse y asearse. También le proporcionó ropa y calzado para
que se vistiera decentemente. Seguidamente permitió que el hombre saciara su
hambre y su sed en la cocina. Por último le entregó un sobre.
—Aquí tiene dinero para cenar y dormir en una pensión esta noche —le comunicó—. También hay una dirección donde puede acudir
mañana y le darán trabajo. Tendrá un sueldo justo y le garantizo que podrá
pagar el alquiler de una casa.
Benito Sierra miró al hombretón que tenía delante,
muy agradecido.
—Es usted muy buena persona, desde que caí en desgracia nunca nadie me
había prestado ayuda. ¿Puedo despedirme de su hijo?
—Desde luego.
Nicolás, Natalia y Bibiana estaban sentados en un
banco del jardín al pie de una gigantesca palmera. Benito Sierra se acercó a
ellos; a los muchachos les costó trabajo reconocerlo debido al cambio que se
había producido en el hombre.
El baño, la ropa limpia y bien planchada y el
afeitado de su barba le otorgaban un
aspecto muy diferente. Debía tener cuarenta y tantos años. Sin embargo, parecía bastante más mayor ya que en su frente,
alrededor de sus ojos y en sus mejillas surcaban profundas arrugas.
—Quiero agradecerte lo que has hecho por mí, Nico —dijo el señor Sierra, intentando que su voz no
se quebrara—. Eres un buen chico y, no es de extrañar, con el
padre que tienes. Te confieso que cuando lo vi tan grandote y fortachón me
sentí atemorizado. Pero es una bellísima persona.
Os he oído comentar que vais a ir al instituto Llave
de Honor. Quiero advertirte de algo; hay una discoteca frente a la puerta del
patio. Se llama “Paraíso”. Debería llamarse “Infierno”. No se te ocurra nunca
entrar allí.
Mi hija Rocío desapareció en ese maldito lugar.
Recuerda que esa discoteca es peligrosa. Hace dos años que no sé nada de mi
hija; por esa razón perdí mi trabajo y mi casa.
El hombre sacó una foto que mostró a los chiquillos.
En la foto vieron a una chica morena de ojos claros; estaba sonriendo y en su barbilla destacaba una verruga de considerable tamaño. Nicolás se fijó que el señor
Sierra tenía una verruga semejante en su barbilla.
—Ahora tiene veinte años si es que sigue viva —declaró el hombre con amargura, guardando la foto.
—¿Y qué dice la policía? —se interesó Nicolás.
Benito Sierra sonrió con tristeza.
—La policía de esta ciudad no está interesada por los pesares de la
gente humilde; solo se interesan por la gente rica —declaró—. Tengo que irme. Te has portado muy bien conmigo,
Nico. Que Dios te lo pague. Esa discoteca maldita está demasiado cerca de tu
instituto, no se te ocurra entrar allí.
Los niños vieron como el hombre se alejaba; el señor
Teodoro lo esperaba en la puerta. Estuvieron unos minutos hablando hasta que,
finalmente, se estrecharon las manos. El señor Teodoro abrió la puerta y el
señor Sierra desapareció de su vista.
—¡Pobre hombre! —exclamó Bibiana, compadecida — ¿Dónde estará su hija?
—¡Vete a saber! —respondió Natalia— Dos años es mucho tiempo. A lo mejor, está muerta.
—A lo mejor alguien que trabaja en la discoteca sabe algo —meditó Nicolás—. Podíamos ir a preguntar.
—¡Nico, tú eres idiota! —se exasperó Natalia— ¿Crees que su padre no habrá ido a preguntar cien veces? Además, ese
hombre te acaba de avisar que la discoteca es un sitio peligroso y que no vayas
por allí.
—No nos dejarían entrar de ninguna manera —afirmó Bibiana—. He pasado muchas veces por delante de esa discoteca,
es para mayores de edad.
—Yo puedo aparentar ser mayor de edad —declaró Nicolás—, y ese pobre hombre necesita encontrar a su
hija.
—¡Y seguro que la vas a encontrar tú! —se mofó Natalia— ¡Déjate de idioteces, Nico! Y no te
compliques la vida. Si Blas se entera de que entras en una discoteca no puedo
imaginar lo que te hace. Hoy te has salvado por los pelos. ¿A quién se le
ocurre insultar a unos policías? ¡Solo a ti!
Págs. 696-705
Este jueves dejo en el lateral del blog una canción de Dyango... "Querer y Perder"