CAPÍTULO 164
UN ACTO DE VALOR
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elena y Nicolás
ya salían de la mansión. No fue sencillo conseguirlo, pero sí muy necesario.
Matilde, Bibiana
y Patricia les acompañaban en sus primeros paseos. No se iban lejos. A escasos
metros de la puerta principal se abría el arbolado, verdinoso y floreado jardín
y por allí se adentraban. Era una experiencia grata caminar por los senderos y
embriagar sus sentidos con ese aire atiborrado de diferentes y deliciosos
aromas. Con ese perfume a árboles, hierba fresca y flores en pleno esplendor.
Con esa explosión de maravillosos colores que alimentaban el alma.
Adelaida ya no
les acompañaba. Se había marchado de la mansión sin despedirse, casi furtivamente.
Iba a casarse y no le pareció conveniente compartir su felicidad con Helena, y
así se lo dijo a Matilde: "¿Cómo voy
a decirle que me voy y que voy a casarme y que soy muy feliz? No crea que soy
una desagradecida. Sé reconocer que Helena me ha tratado muy bien, me ha dado
techo, comida y un buen sueldo, y eso es de agradecer, pero ella está sufriendo
mucho, su matrimonio con Blas ha durado muy poco. No puedo decirle que me voy
para casarme. De verdad que no puedo, no me sale. Dígaselo usted y dígale que
me perdone".
—¡Pero qué clase de necia es
Adelaida! —exclamó Helena cuando Matilde le explicó su ausencia— En fin, espero
que sea muy feliz y que coma alguna perdiz si eso la hace más feliz.
—De mí tampoco se ha despedido —dijo
Patricia, mohína—. Creía que yo le importaba.
—Y claro que le importas —la consoló
Matilde—. Recuerda que ha cuidado de ti cuando nosotros estábamos en el valle.
—¡Ya deja de defender lo que no
merece defensa! —exclamó Helena, enfadada— Adelaida no ha actuado bien. Tenía
una excusa para no despedirse de mí, pero no tenía ninguna para no despedirse
de Paddy.
Los días
pasaban, las semanas también, las hojas del calendario se iban arrancando
porque también los meses pasaban. El tiempo no se detenía a descansar, no se
permitía tomar un respiro.
Se podría decir
que todo marchaba, que todo funcionaba, pero no se podría decir que todo fuera
bien dentro de los muros de la mansión. En Kavana, sí. Al país le iba bien, el
país había ganado. Jaime Palacios era un buen jefe de Estado y este hecho se
estaba notando en todas las instituciones. Lo que los kavanos ignoraban es que
todos los temas a tratar con sus ministros, Jaime Palacios los comentaba
ampliamente con su hija y con su nieto. Y, de este modo, era como la nobleza de
Helena, la inocencia de Nicolás y el sentido de justicia de ambos llegaban a
todos los rincones de Kavana.
Solo Arturo
Corona sabía a ciencia cierta que detrás de cada nueva ley, de cada nueva
norma, de cada nueva decisión, se encontraba Helena.
—¡Jaime es un pelele en manos de su hijita! —gritaba carcomido por la
furia.
—¿Y qué esperabas? —le replicaba
Emilia, furiosa— Deberías soltar a Blas. Es él quien debería gobernar este
país. Tu plan ha resultado un fracaso absoluto y te empeñas en no reconocerlo.
¡Helena, esa maldita mujer, sigue de
pie!
—¡Cállate y déjame pensar! ¡Necesito
pensar!
—¡Pues piensa y piensa rápido!
Era cierto que
Helena seguía de pie, pero el dolor no la había abandonado. También Nicolás
seguía de pie y tampoco el dolor lo había abandonado.
Maura se quejaba
constantemente de lo mal que comían madre e hijo y todos veían, impotentes, las
huellas de su llanto nocturno en sus miradas.
Jaime Palacios
se sentía abatido y entristecido, aunque lo ocultaba con bastante éxito. Estaba
profundamente preocupado por su hija y por su nieto. Sobre todo por Helena.
Pensaba que Nicolás acabaría saliendo adelante y conseguiría ser feliz. A su
edad ya sabía que el amor todo lo vence y tenía el convencimiento de que el
muchacho terminaría enamorándose.
Sin embargo, no
veía posible ni creíble que su hija volviera a enamorarse. Hay amores que son
demasiado fuertes, demasiado grandes, demasiado únicos... y no se pueden
reemplazar. Y así parecían ser los visos del amor de Helena y Blas.
Pero una pequeña
esperanza comenzó a brotar y abrigar su ánimo cuando un joven y apuesto fiscal
comenzó a frecuentar a Helena. Se llamaba Javier y era primo de una jueza muy
amiga de su hija. La jueza Berta.
El aspecto de
este joven fiscal impresionó a Jaime Palacios la primera vez que lo vio por su
parecido con Blas. Era alto, moreno, de rostro agradable. No era tan corpulento
como Blas, pero tenía un aire sin lugar a dudas.
El fiscal tomó
la costumbre de visitar a Helena casi todas las tardes. Paseaban un par de
horas. Merendaban y conversaban. Y la esperanza de Jaime Palacios crecía hasta que la
misma Helena arrancó esa esperanza de su pecho una noche, cuando aún no habían
terminado de cenar, anunció que al día siguiente, por la mañana, iría a visitar
la tumba de Blas. Lo dijo con naturalidad, sin solemnidad, lo mismo que si
hubiera dicho que al día siguiente iba a ir a una zapatería a comprar unos
zapatos nuevos.
Todos los
presentes la miraron en silencio. Solo Nicolás habló.
—Yo también iré —dijo con
determinación.
—Pues me parece bien que me
acompañes —contestó Helena.
—Pues a mí no me parece nada bien ni
que vaya Nico ni que vayas tú —declaró el señor Palacios. Matilde, Maura,
Patricia y Bibiana compartían su opinión, pero ninguna se atrevió a apoyarle en
voz alta—. Es demasiado pronto...
—¿Cómo qué es demasiado pronto? —replicó
Helena, molesta— ¿Cuándo pretendes que vayamos? ¿Cuándo pasen varios años? O
tal vez se te ha ocurrido que no vayamos nunca. ¿Es eso?
—Creo que deberían terminar de
cenar y luego ya tendrán tiempo de hablar de asuntos escabrosos —intervino
Maura, impertinente.
—¡Yo ya he terminado de cenar!
—exclamó Helena, enfadada y dolida— Pero, ¿qué os habéis creído? ¿Es que
pensáis que no tengo derecho a visitar a Blas? Y me he expresado mal, no es un
derecho, es una necesidad.
—Nadie ha dicho que no tengas
derecho o necesidad —respondió el señor Palacios—. Únicamente nos has
sorprendido con tu deseo inminente. ¿Por qué no esperas a la tarde? Seguro que
Javier estará gustoso de acompañarte.
—¿Y por qué me tiene que acompañar
Javier? —preguntó Helena sin acabar de entender. Pero, de pronto, creyó
entenderlo todo— ¿Qué has imaginado que hay entre Javier y yo? Hay una incipiente amistad, no hay nada
más ni nunca lo habrá. ¡No quiero volver a verle! Entérate bien, papá, yo
siempre amaré a Blas. Siempre.
Me voy a
acostar. Mañana nos levantaremos temprano, Nico. Buenas noches.
Helena salió del
salón y poco después se marchó Nicolás.
—Otra cena arruinada —se lamentó
Maura.
—Si me permite mi opinión,
excelencia —dijo Jacobo en tono sereno—, creo que no hay nada malo en que doña
Helena y don Nicolás vayan a visitar la tumba de don Blas. Todo lo contrario,
creo que harán bien y que es un acto de valor que no les perjudicará. Ambos se
enfrentarán a la realidad. Y no se preocupe; yo les acompañaré si usted me da
permiso y cuidaré de ellos.
—A veces los actos de valor son muy
imprudentes y sus consecuencias, nefastas —objetó el señor Palacios—. Mi hija y
mi nieto se enfrentarán a la realidad, eso es cierto. Pero estamos hablando de
una realidad demasiado cruda y dura. No
sé si están preparados todavía.
—Excelencia, dudo que alguna vez se
esté preparado para visitar la tumba de un ser querido por primera vez. Mucho
menos si no has asistido al funeral, como es el caso de doña Helena y don
Nicolás.
—Tienes razón, Jacobo. De todos
modos, aunque no la tuvieras, no voy a poder convencer a mi hija de que mañana
no vaya al cementerio.
En cuanto el
señor Palacios abandonó el salón, Maura estalló tras haber contenido su tormenta a
duras penas.
—¿Cómo se te ocurre ofrecerte a
acompañar a la señorita Helena y al señorito Nicolás? —reprochó a Jacobo— ¡Tú
sí que vas a protagonizar un acto de valor! Ten en cuenta que como algo salga
mal, su excelencia te va a condenar al peor de los destinos. ¿Se te olvida que
la señorita Helena es la niña de sus ojos?
—¡Vaya, Maura! Lo que se me había
olvidado es que te preocupabas tanto por mí.
Las palabras
jocosas del mayordomo enardecieron más a la cocinera, que desvió su tormenta
hacia Matilde, Patricia y Bibiana.
—¿Y a vosotras qué os pasa? —les
increpó— Nos os he oído ofreceros a acompañar a la señorita Helena y a su hijo.
¿Os asustan los cementerios? Que sepáis que será nuestra última morada. ¿Y
usted dice que es amiga de la señorita Helena? —agregó mirando a Matilde con
furia.
—Mañana le diré a Helena si desea
que la acompañe, puede estar segura de que lo haré —afirmó Matilde.
—Y yo —dijo Patricia con un acusado
tembleque en su voz.
—Yo también se lo diré —dijo
Bibiana, también asustada.
—¡Esta noche tendríais que haberlo dicho! ¡No mañana!
—Ya está bien, Maura, por favor —le
pidió Jacobo.
—¡Eso, ya está bien!
—corroboró Maura, muy malhumorada— ¡Ya
está bien de que estéis en el salón! ¡Marchaos,
todos fuera! Las chicas y yo tenemos
que recoger y nos queda faena en la cocina! ¡Venga, marchaos!
Aquella noche,
Patricia y Bibiana durmieron juntas, muy juntas. Abrazadas.
Maura las había
aterrorizado, y las dos niñas temían quedarse dormidas y despertar en un cementerio
tenebroso, con esqueletos que salían de sus tumbas y las perseguían alargando
brazos y manos descarnados entre lúgubres aullidos y gemidos.
Págs. 1342-1348
Hoy os dejo una canción de Carlos Rivera... "Voy a amarte"
Queridos lectores y queridas lectoras de El Clan Teodoro-Palacios:
sé que no iba a estar bien que publicara este capítulo sin dar ningún tipo de explicación.
Quiero que sepáis que soy consciente de las múltiples interrupciones largas que se han producido durante la publicación de esta novela, y lo siento mucho.
Lo único que puedo decir es que, cada vez que he interrumpido la publicación, ha sido por un motivo importante.
Pero también es importante que termine de publicar esta novela, también sois importantes vosotr@s, también es importante que termine de contaros esta historia. Y aquí estoy para hacerlo.
Sí que os voy a pedir que intentéis entender que estoy pasando una mala temporada y que me encuentro estresada, saturada y con los nervios muy alterados.
Pero, a pesar de todo esto, os voy a dar una buena noticia... Quedan tres capítulos, ya queda muy poco. Y yo espero poder publicar estos tres capítulos en la mayor brevedad posible.
Gracias por vuestra comprensión.
Mela