EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

miércoles, 17 de octubre de 2018

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 142















CAPÍTULO 142

LO MÁS SAGRADO


Emilia Sales abrió los ojos. Había oído las voces de Arturo Corona y Jaime Palacios. Todavía no podía creerse del todo que hubieran llegado a tiempo de impedir que Álvaro Artiach llevara a cabo sus crueles planes. Pero era cierto, no estaba imaginando, estaban allí.
            —¡Alabado sea Dios y su misericordia! ¡Estáis aquí! —exclamó.
            —Olvida alabanzas, dioses y misericordias —replicó Arturo Corona—, y explícame qué está pasando.

A pesar del sufrimiento vivido, a Blas no se le pasó por alto que Arturo Corona y su madre ya no se trataban de usted.


La señora Sales miró a Elisa, y cerró sus ojos y boca abiertos aún.
            —¡Pobre Elisa! No merecía este final, nadie lo merece. Quería vivir, no quería morir. Este canalla la ha matado sin piedad —señaló a Álvaro Artiach—. Su intención era violar a Helena, después matarla delante de Blas para causarle el mayor de los tormentos. Luego nos iba a matar a todos, supongo que Blas hubiera sido el último. ¡Este hombre es un demonio!

Jaime Palacios taladró con su mirada al citado demonio. Un demonio que mantenía sus manos en alto proclamando su rendición. Era lógico que se sometiera sin oponer resistencia alguna; uno de los soldados le apuntaba con una metralleta mientras el otro soldado apuntaba a Ismael Cuesta. 


La mirada de Jaime Palacios se transformó por completo, llenándose de ternura, al posarla en su hija, que ya había abrochado los botones de su blusa.
Se acercó a ella, y tomó su cara por la barbilla.
           —¿Te ha tocado ese cerdo? —le preguntó.
Helena negó con un movimiento de cabeza.
            —Bien, coge tu abrigo y espérame en el jardín.
            —Papá...
            —Coge tu abrigo, y espérame fuera. No tardaré.

Helena salió del salón evitando mirar a Blas.

            —¿Puede alguien hacerme el favor de soltarme? —pidió Blas mirando con furia desmedida a su examigo.
            —Por supuesto —respondió Arturo Corona, y comenzó a desatarle.
            —Blas, estás muy débil. Debes tranquilizarte —le rogó la señora Sales.
            —No estaba muy débil cuando llamó a mi hija para hacerla venir aquí, y ponerla en peligro —acusó Jaime Palacios con rencor.
            —Él no la llamó. La llamó el mismo que la quería violar y matar —replicó Emilia Sales—. Blas le pidió que no viniera, y yo también.
            —Tú no te imaginas a quién has odiado durante años.
            —¿Qué quieres decir?
            —¡Basta de palabrería! —exclamó Jaime Palacios, airado, e inmediatamente después tiró su abrigo al suelo, y se encaró con Álvaro Artiach— ¿Pretendía usted violentar a mi hija y después matarla? ¿Pretendía eso, pedazo de gusano? ¿Sabe usted qué es lo más sagrado para un hombre?

Álvaro Artiach no respondió. Estaba desconcertado y sintiendo un miedo que nunca había experimentado.
Ya no parecía tan gorila ni tampoco tan fuerte. Quizás hasta su serpiente tatuada hubiera huido de su cuello de poder hacerlo.
            —No lo sabe, ¿verdad? ¿Cómo va a saberlo? Alguien como usted no tiene idea de lo que le estoy hablando.
Se lo diré, lo más sagrado para un hombre es su hija.
¿Sabe otra cosa? Es muy peligroso despertar a la fiera dormida que todos tenemos en nuestro interior. Usted ha despertado a la mía, y voy a matarle. 
Le voy a dar una oportunidad que no merece. Nadie va a dispararle. Luche conmigo, si me vence podrá salir de esta casa libremente.
Tiene una ventaja, es más joven que yo. Pero no se haga demasiadas ilusiones, no se cree falsas esperanzas.
Existen miles y miles de artes marciales, y yo soy perro viejo que domina las más efectivas, incluso las que son casi anónimas.
Y quiero matarle.

Ya había anochecido, las luces del jardín estaban encendidas.
Dos soldados, de pie, como estatuas, custodiaban la puerta abierta que daba acceso a la calle.
Helena parecía una estatua más, no podía pasear, no podía moverse. Solo esperaba y deseaba que su padre no tardara.
Quería marcharse, quería irse muy lejos, quería olvidar las últimas palabras de Elisa, no recordar el sonido del disparo que terminó con su vida. Quería llorar, y no podía.
Miró el cielo, pocas estrellas brillaban y la luna no había salido.
¡Qué diferentes eran las ciudades a las montañas!
Por la noche, en la montaña, en el campo, en el mar, el cielo siempre estaba cuajado de esos bellos diamantes. Y en el valle... ¡el valle!
Ya sabía donde quería ir, ya lo tenía muy claro. Iría al valle. Sí, allí.


La excitación invadió a Helena, decidió buscar a su padre. Debían marcharse, y que la justicia se encargara de Álvaro Artiach y de Ismael Cuesta.
Dejó de mirar al cielo, dejó de estar inmóvil como una fría estatua de mármol, y caminó hacia el porche.
No quería más muertes, solo quería marcharse, y ya sabía adonde.
De repente, se paró. Su padre ya salía.
            —¡Vámonos! —fue lo único que dijo Jaime Palacios.

Padre e hija se encontraron con una calle colmada de militares. Subieron a un coche oficial. El chófer esperó fuera por orden del señor Palacios.
            —¿Qué ha pasado? —preguntó Helena, vehemente.
            —No es lo que ha pasado, es lo que podría haber pasado —obtuvo por respuesta—. ¿Cómo se te ocurrió venir sola? ¿Por qué no me avisaste?
            —¿Qué ha pasado? —insistió Helena.
            —Álvaro Artiach está muerto.
            —No tendría que haberme ido del salón. No quería más muertes. ¿Por qué lo has matado, de qué sirve la justicia?
            —Si no querías muertes no haber venido —se sulfuró Jaime Palacios—. Ese desgraciado quería matarte a ti. No, no creo que hubiera matado a alguien si tú no llegas a venir. Hubiera planeado otra cosa, y lo hubiésemos detenido. Tendrías que haberme avisado.
Por cierto, no lo he matado yo. Se me ha adelantado Blas.
            —¿Blas?
            —Sí, Arturo lo ha desatado. Y se ha lanzado como un tigre sobre el finado. Le ha hecho un favor, con un solo golpe le ha roto el cuello. Yo lo hubiera matado más lentamente.
            —Yo tengo la culpa —se mortificó Helena—. Blas me pidió que no viniera, me pidió que hiciera algo bien por una vez. Yo he matado a Elisa.
No me paré a pensar, no podía pensar. Recuerdo que temblaba, solo temblaba, pero cuando llegué dejé de temblar porque recordé las dos reglas básicas. Me creí superior, invencible...
            —¡No digas enormidades, Helena! —la interrumpió Jaime Palacios— Tú no has matado a nadie. Entérate bien, tú no has matado a nadie. Era prácticamente imposible que vencieras a dos individuos armados, y con tantos rehenes.
Cambiemos de tema, lo hecho, hecho está.
Eso sí, recuerda que la mejor lección es tu último error.
Tengo una buena noticia que darte. Nico ha despertado.

Una luz se encendió en la mirada de Helena.
            —¿Nico ha despertado? ¿Es eso cierto? ¿No me engañas?
            —Vamos al hospital, lo comprobarás por ti misma.
            —No, papá. No vamos a ir al hospital. Vamos a ir a la casa que alquilé en esta ciudad a la que nunca debí venir. Recogeré algunas cosas, y nos marcharemos. Quiero ir al valle, necesito ir al valle.
            —¿Qué estás diciendo? ¿No quieres ver a Nico?
            —Nico es feliz con Blas, quiere a Blas. No, no quiero verle. Quiero irme. Por favor, papá.
            —Está bien —aceptó el señor Palacios tras unos segundos de vacilación—. Tal vez sea conveniente que descanses un tiempo.
            —Gracias, papá. Lamento haberte fallado y haberte decepcionado.

Jaime Palacios abrazó a su hija.
            —¿Sabes lo que más quiero en este mundo? —le susurró— A ti, mi pequeña y gran dama.                                               
                                                                                                 ∎∎∎

Ismael Cuesta corrió la misma suerte que Álvaro Artiach.
De un solo golpe, con el borde de la mano, Blas le quitó la vida.
El cuerpo del profesor de matemáticas cayó sobre un charco de orín que el hombre había expulsado involuntariamente, porque muerto de miedo ya estaba antes de recibir la estocada letal.
            —Dos alimañas menos en el mundo —dijo Arturo Corona.

Blas le miró.
            —Y un asesino más, porque en eso me he convertido —respondió—. Pero, ¿qué más da? A fin de cuentas, soy el hijo de un dictador.

Esta aseveración pilló desprevenidos a Arturo Corona y a Emilia Sales. Ninguno entendió por qué Blas ya lo sabía.
Ignoraban lo que Helena le había dicho en el pasillo del hospital, pero Blas lo recordaba demasiado bien. Y si Jaime Palacios no era el tío de Helena sino su padre, también debía ser cierto que Arturo Corona era su padre y el hombre que mató a la madre de Helena.
            —En efecto, soy tu padre —admitió Arturo Corona—. No entiendo cómo lo has sabido. Pero sí, soy tu padre.
            —Blas, hay muchas cosas de las que debemos hablar —intervino Emilia Sales, angustiada y preocupada.
            —¿Mató usted a la madre de Helena? —preguntó Blas, sin ambages, al dictador de Kavana.
            —No —fue su breve respuesta.
            —Te está diciendo la verdad —dijo Emilia.
            —Yo ya no sé qué es mentira y qué es verdad, mamá.
            —Lo que importa que sepas ahora es que Nicolás ha salido del coma. Está despierto —le comunicó Arturo Corona—. Lo demás puede esperar.
            —¡Alabado sea Dios! —exclamó la señora Sales— Pensé que nunca más volvería a ver al niño, que todos íbamos a morir aquí, que este salón iba a ser nuestra tumba.


Blas sintió que se liberaba de una carga muy pesada, y su mayor anhelo fue salir de la casa y correr al encuentro de su hijo.
¡Cuánto deseaba verle! Poder volver a hablar con él, poder volver a abrazarle, eran unos privilegios que ni siquiera estaba seguro de merecer.

Arturo Corona y Emilia Sales se ofrecieron a ir con él, pero Blas rechazó su compañía alegando que prefería ir solo.
Antes de marcharse del salón, se acercó a Elisa. Le cogió una mano, ya fría, y le dijo lo mucho que lo sentía.
A continuación salió del salón, precipitado. ¡Tenía tanta prisa!
Sin embargo, sus presurosos pasos se detuvieron en el acto tras escuchar el inequívoco estallido que provoca un arma de fuego al dispararse.

Págs. 1148-1156


Próxima publicación... un jueves de noviembre

Hoy dejo una canción de Axel... "Porque me puedes de punta a punta"




                                                                 
                                                        






            
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