LO MÁS SAGRADO
Emilia Sales
abrió los ojos. Había oído las voces de Arturo Corona y Jaime Palacios. Todavía
no podía creerse del todo que hubieran llegado a tiempo de impedir que Álvaro
Artiach llevara a cabo sus crueles planes. Pero era cierto, no estaba
imaginando, estaban allí.
—¡Alabado sea Dios y su
misericordia! ¡Estáis aquí! —exclamó.
—Olvida alabanzas, dioses y
misericordias —replicó Arturo Corona—, y explícame qué está pasando.
A pesar del
sufrimiento vivido, a Blas no se le pasó por alto que Arturo Corona y su madre
ya no se trataban de usted.
La señora Sales
miró a Elisa, y cerró sus ojos y boca abiertos aún.
—¡Pobre Elisa! No merecía este
final, nadie lo merece. Quería vivir, no quería morir. Este canalla la ha
matado sin piedad —señaló a Álvaro Artiach—. Su intención era violar a Helena,
después matarla delante de Blas para causarle el mayor de los tormentos. Luego
nos iba a matar a todos, supongo que Blas hubiera sido el último. ¡Este hombre
es un demonio!
Jaime Palacios taladró
con su mirada al citado demonio. Un demonio que mantenía sus manos en alto
proclamando su rendición. Era lógico que se sometiera sin oponer resistencia
alguna; uno de los soldados le apuntaba con una metralleta mientras el otro soldado
apuntaba a Ismael Cuesta.
La mirada de
Jaime Palacios se transformó por completo, llenándose de ternura, al posarla en
su hija, que ya había abrochado los botones de su blusa.
Se acercó a
ella, y tomó su cara por la barbilla.
—¿Te ha tocado ese cerdo? —le
preguntó.
Helena negó con
un movimiento de cabeza.
—Bien, coge tu abrigo y espérame en
el jardín.
—Papá...
—Coge tu abrigo, y espérame fuera.
No tardaré.
Helena salió del
salón evitando mirar a Blas.
—¿Puede alguien hacerme el favor de
soltarme? —pidió Blas mirando con furia desmedida a su examigo.
—Por supuesto —respondió Arturo Corona, y
comenzó a desatarle.
—Blas, estás muy débil. Debes
tranquilizarte —le rogó la señora Sales.
—No estaba muy débil cuando llamó a
mi hija para hacerla venir aquí, y ponerla en peligro —acusó Jaime Palacios con
rencor.
—Él no la llamó. La llamó el mismo
que la quería violar y matar —replicó Emilia Sales—. Blas le pidió que no
viniera, y yo también.
—Tú no te imaginas a quién has
odiado durante años.
—¿Qué quieres decir?
—¡Basta de palabrería! —exclamó Jaime
Palacios, airado, e inmediatamente después tiró su abrigo al suelo, y se encaró
con Álvaro Artiach— ¿Pretendía usted violentar a mi hija y después matarla?
¿Pretendía eso, pedazo de gusano? ¿Sabe usted qué es lo más sagrado para un hombre?
Álvaro Artiach
no respondió. Estaba desconcertado y sintiendo un miedo que nunca había
experimentado.
Ya no parecía
tan gorila ni tampoco tan fuerte. Quizás hasta su serpiente tatuada hubiera
huido de su cuello de poder hacerlo.
—No lo sabe, ¿verdad? ¿Cómo va a
saberlo? Alguien como usted no tiene idea de lo que le estoy hablando.
Se lo diré, lo más sagrado para un hombre es su
hija.
¿Sabe otra cosa?
Es muy peligroso despertar a la fiera dormida que todos tenemos en nuestro
interior. Usted ha despertado a la mía, y voy a matarle.
Le voy a dar una
oportunidad que no merece. Nadie va a dispararle. Luche conmigo, si me vence
podrá salir de esta casa libremente.
Tiene una
ventaja, es más joven que yo. Pero no se haga demasiadas ilusiones, no se cree
falsas esperanzas.
Existen miles y
miles de artes marciales, y yo soy perro viejo que domina las más efectivas,
incluso las que son casi anónimas.
Y quiero
matarle.
Ya había
anochecido, las luces del jardín estaban encendidas.
Dos soldados, de
pie, como estatuas, custodiaban la puerta abierta que daba acceso a la calle.
Helena parecía
una estatua más, no podía pasear, no podía moverse. Solo esperaba y deseaba que
su padre no tardara.
Quería marcharse,
quería irse muy lejos, quería olvidar las últimas palabras de Elisa, no
recordar el sonido del disparo que terminó con su vida. Quería llorar, y no
podía.
Miró el cielo,
pocas estrellas brillaban y la luna no había salido.
¡Qué diferentes eran las ciudades a las
montañas!
Por la noche, en la montaña, en el campo, en
el mar, el cielo siempre estaba cuajado de esos bellos diamantes. Y en
el valle... ¡el valle!
Ya sabía donde
quería ir, ya lo tenía muy claro. Iría al valle. Sí, allí.
La excitación
invadió a Helena, decidió buscar a su padre. Debían marcharse, y que la
justicia se encargara de Álvaro Artiach y de Ismael Cuesta.
Dejó de mirar al
cielo, dejó de estar inmóvil como una fría estatua de mármol, y caminó hacia el
porche.
No quería más
muertes, solo quería marcharse, y ya sabía adonde.
De repente, se
paró. Su padre ya salía.
—¡Vámonos! —fue lo único que dijo
Jaime Palacios.
Padre e hija se
encontraron con una calle colmada de militares. Subieron a un coche oficial. El
chófer esperó fuera por orden del señor Palacios.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Helena,
vehemente.
—No es lo que ha pasado, es lo que
podría haber pasado —obtuvo por respuesta—. ¿Cómo se te ocurrió venir sola?
¿Por qué no me avisaste?
—¿Qué ha pasado? —insistió Helena.
—Álvaro Artiach está muerto.
—No tendría que haberme ido del
salón. No quería más muertes. ¿Por qué lo has matado, de qué sirve la justicia?
—Si no querías muertes no haber
venido —se sulfuró Jaime Palacios—. Ese desgraciado quería matarte a ti. No, no
creo que hubiera matado a alguien si tú no llegas a venir. Hubiera planeado
otra cosa, y lo hubiésemos detenido. Tendrías que haberme avisado.
Por cierto, no
lo he matado yo. Se me ha adelantado Blas.
—¿Blas?
—Sí, Arturo lo ha desatado. Y se ha
lanzado como un tigre sobre el finado. Le ha hecho un favor, con un solo golpe
le ha roto el cuello. Yo lo hubiera matado más lentamente.
—Yo tengo la culpa —se mortificó
Helena—. Blas me pidió que no viniera, me pidió que hiciera algo bien por una
vez. Yo he matado a Elisa.
No me paré a
pensar, no podía pensar. Recuerdo que temblaba, solo temblaba, pero cuando llegué
dejé de temblar porque recordé las dos reglas básicas. Me creí superior,
invencible...
—¡No digas enormidades, Helena! —la
interrumpió Jaime Palacios— Tú no has matado a nadie. Entérate bien, tú no has
matado a nadie. Era prácticamente imposible que vencieras a dos individuos
armados, y con tantos rehenes.
Cambiemos de
tema, lo hecho, hecho está.
Eso sí, recuerda
que la mejor lección es tu último error.
Tengo una buena
noticia que darte. Nico ha despertado.
Una luz se
encendió en la mirada de Helena.
—¿Nico ha despertado? ¿Es eso
cierto? ¿No me engañas?
—Vamos al hospital, lo comprobarás
por ti misma.
—No, papá. No vamos a ir al
hospital. Vamos a ir a la casa que alquilé en esta ciudad a la que nunca debí
venir. Recogeré algunas cosas, y nos marcharemos. Quiero ir al valle, necesito
ir al valle.
—¿Qué estás diciendo? ¿No quieres
ver a Nico?
—Nico es feliz con Blas, quiere a
Blas. No, no quiero verle. Quiero irme. Por favor, papá.
—Está bien —aceptó el señor
Palacios tras unos segundos de vacilación—. Tal vez sea conveniente que
descanses un tiempo.
—Gracias, papá. Lamento haberte
fallado y haberte decepcionado.
Jaime Palacios
abrazó a su hija.
—¿Sabes lo que más quiero en este
mundo? —le susurró— A ti, mi pequeña y gran dama.
∎∎∎
∎∎∎
Ismael Cuesta
corrió la misma suerte que Álvaro Artiach.
De un solo
golpe, con el borde de la mano, Blas le quitó la vida.
El cuerpo del profesor
de matemáticas cayó sobre un charco de orín que el hombre había expulsado
involuntariamente, porque muerto de miedo ya estaba antes de recibir la
estocada letal.
—Dos alimañas menos en el mundo —dijo
Arturo Corona.
Blas le miró.
—Y un asesino más, porque en eso me
he convertido —respondió—. Pero, ¿qué más da? A fin de cuentas, soy el hijo de
un dictador.
Esta aseveración
pilló desprevenidos a Arturo Corona y a Emilia Sales. Ninguno entendió por qué
Blas ya lo sabía.
Ignoraban lo que
Helena le había dicho en el pasillo del hospital, pero Blas lo recordaba
demasiado bien. Y si Jaime Palacios no era el tío de Helena sino su padre,
también debía ser cierto que Arturo Corona era su padre y el hombre que mató a
la madre de Helena.
—En efecto, soy tu padre —admitió
Arturo Corona—. No entiendo cómo lo has sabido. Pero sí, soy tu padre.
—Blas, hay muchas cosas de las que
debemos hablar —intervino Emilia Sales, angustiada y preocupada.
—¿Mató usted a la madre de Helena?
—preguntó Blas, sin ambages, al dictador de Kavana.
—No —fue su breve respuesta.
—Te está diciendo la verdad —dijo
Emilia.
—Yo ya no sé qué es mentira y qué
es verdad, mamá.
—Lo que importa que sepas ahora es
que Nicolás ha salido del coma. Está despierto —le comunicó Arturo Corona—. Lo
demás puede esperar.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó la
señora Sales— Pensé que nunca más volvería a ver al niño, que todos íbamos a
morir aquí, que este salón iba a ser nuestra tumba.
Blas sintió que
se liberaba de una carga muy pesada, y su mayor anhelo fue salir de la casa y
correr al encuentro de su hijo.
¡Cuánto deseaba
verle! Poder volver a hablar con él, poder volver a abrazarle, eran unos
privilegios que ni siquiera estaba seguro de merecer.
Arturo Corona y
Emilia Sales se ofrecieron a ir con él, pero Blas rechazó su compañía alegando
que prefería ir solo.
Antes de
marcharse del salón, se acercó a Elisa. Le cogió una mano, ya fría, y le dijo
lo mucho que lo sentía.
A continuación
salió del salón, precipitado. ¡Tenía tanta prisa!
Sin embargo, sus
presurosos pasos se detuvieron en el acto tras escuchar el inequívoco estallido
que provoca un arma de fuego al dispararse.
Págs. 1148-1156
Próxima publicación... un jueves de noviembre
Hoy dejo una canción de Axel... "Porque me puedes de punta a punta"
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