EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

martes, 14 de enero de 2025

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 166

 





CAPÍTULO 166

 

CUANDO SALE EL ARCOÍRIS

 

 

J

acobo pidió ayuda a gritos mientras sujetaba a Helena con fuerza. Nicolás le ayudó de inmediato, y entre los dos la acostaron  en el banco de piedra.

El desvanecimiento de Helena duró solo treinta segundos, pero esos treinta segundos fueron interminables para Nicolás y Jacobo que no tenían nada claro qué hacer para despertarla.
Cuando vieron que abría los ojos, ambos respiraron más aliviados.
Helena se encontraba muy mareada. Un vértigo demoledor dominaba su cabeza. Su entorno parecía estar subido en una noria. Todo giraba y volvía a girar.
Hizo un esfuerzo para incorporarse, pero el grave mareo que padecía se lo impidió. A pesar de sufrir continuas arcadas no vomitó porque su estómago estaba vacío.
Las nauseas continuaban y Helena, muy débil, aunque quería levantarse del banco no podía.
Un mozo del cementerio llegó con un pañuelo que había mojado en una fuente. Con el pañuelo le humedeció la frente, la boca y el cuello.
El agua fresca mitigó su malestar.
Trajeron más agua y un abanico para darle aire.
El agua y el aire fueron de agradecer. A pesar de que una sombra cubría el banco de piedra y una suave brisa corría a primera hora de la mañana, a finales de julio el calor comenzaba a ser sofocante. 
A veces, en el devenir de la vida, suceden cosas extrañas o también podrían llamarse casualidades. Incluso, los más perspicaces, las llamarían misterios. Suceden sin apenas darnos cuenta. Suceden y casi pasan desapercibidas.
Así fue como la mujer que antes lloraba y que llamó la atención y la pena de Helena y Nicolás, se acercó al banco de piedra.
            —¿Qué te pasa, mi rapaciña? ¿También has perdido un hijo? —preguntó ignorando que se estaba dirigiendo a la hija de Jaime Palacios.
Helena la miró sin contestar, y entendió el sufrimiento de aquella buena mujer. Y su llanto desconsolado.
            —Vámonos, Olga —dijo su compañera, que volvió a tirar de su brazo como lo hiciera anteriormente. Pero la llamada Olga se desasió de ella y se acercó más a Helena. Le enseñó una pequeña botella de cristal que contenía un líquido incoloro.
            —Es agua bendita —le dijo en voz queda. Desenroscó el tapón de la botellita ante la mirada atenta de todos. Se humedeció el índice de su mano derecha y, con este dedo, trazó la señal de la cruz en la frente de Helena—. Que Dios te bendiga, te proteja y te dé las fuerzas que necesitas, mi rapaciña bella.
Dicho esto, enroscó bien el tapón de la botellita y se fue marchando del brazo de su compañera hacia la puerta principal.
            —Esas mujeres no deberían haber estado aquí. El cementerio debería haber estado cerrado al público —dijo Jacobo.
            —Doña Olga viene todos los días de madrugada —contestó el mozo del camposanto—. Es la primera que entra nada más abrimos la puerta. Todos los días desde que murió su hijo y ya hace cinco años. No era un peligro que ellas entraran y doña Olga no hubiera entendido que se lo hubiéramos impedido. ¡Menudo disgusto le hubiéramos dado!
            —Está bien, no pasa nada. Lo hecho, hecho está y no tiene remedio.
            —Muchas veces, lo hecho sí que tiene remedio. Se puede deshacer —replicó el mozo sorprendiendo a Jacobo.

Y, como si el agua bendecida hubiese obrado un milagro, el mareo de Helena se diluyó entre la brisa que corría. Ya nada daba vueltas a su alrededor. Ni rastro de nauseas. El color regresó a su rostro pajizo. Y las fuerzas regresaron a sus brazos, a sus piernas, a todo su ser.

Se puso de pie muy segura de sí misma, convencida de que el mareo no iba a volver. Le dio instrucciones al mozo del cementerio para que, al día siguiente, se gratificara a doña Olga cuando acudiera, como todos los días, a visitar a su hijo.
Helena le estaba sinceramente agradecida, fascinada por aquella mujer que la había ayudado a recuperar el ánimo con su agua bendita.
Luego le dijo a Nicolás que nunca más se refirieran a Blas en pasado. Nunca más.
            —En nuestros corazones y en nuestras mentes sigue vivo. Por lo tanto, no es lógico que hablemos de él en pasado —explicó al muchacho.
            —Bien, pues ahora ya podemos volver a casa cuanto antes —aconsejó Jacobo.
          —Eso no va a pasar de ninguna manera —replicó Helena—. No pienso ir a casa a que mi padre me consuele y me arrope. De ninguna manera —repitió, contumaz—. Voy a ir a darle a Arturo Corona lo que se merece. Ya es hora de dárselo.
Jacobo se puso tan nervioso, que sus manos comenzaron a sudar. Es algo que le sucedía, desde muy jovencito, cuando alguna situación le sobrepasaba.
            —Doña Helena, comprenda que es muy peligroso lo que usted quiere hacer. Usted se quiere meter en la boca del lobo.
            —¡A ese lobo lo mato yo! —exclamó Nicolás, enardecido— ¡No tenía derecho a hacer lo que ha hecho!
            —Yo prometí a su padre y a su abuelo que cuidaría de ustedes. Les ruego que no me lo pongan tan difícil.
             —Usted mismo lo ha dicho. Se lo prometió usted, no se lo prometí yo —declaró Helena—. Y, de todos modos, aunque le hubiera hecho esa promesa a mi padre, no la cumpliría. No, después de enterarme de lo que ha hecho Arturo Corona con el cuerpo de Blas. Ha llegado demasiado lejos, ha cruzado la línea, ha desbordado mi vaso... Iré yo sola. Lleve a mi hijo a casa.
            —¡Nooo! —chilló Nicolás, exaltado— ¡O vamos los dos o no va ninguno!
            —Nico, sé luchar. Yo no voy a correr ningún peligro. Tu abuelo me enseñó y vencí a los mejores maestros. Pero no quiero estar preocupada por ti. Temo que Arturo Corona te haga daño, y ese miedo me distraerá. No puedo permitirme ninguna distracción frente a ese monstruo.
            —Y yo tengo miedo de que te haga daño a ti. ¿Crees que ese monstruo no sabrá luchar? ¡O vamos los dos o no va ninguno!
            —Don Nicolás tiene razón. No pongo en duda que usted sepa luchar —intervino Jacobo—, y sé que lo hace muy bien. Pero, ¿acaso piensa que don Arturo Corona no sabe luchar? ¡Por Dios Santo! Todo esto es una locura. Debemos regresar a la mansión.           
            —Llámeme loca, llámeme descerebrada. Dígame lo que quiera o prefiera. ¿Nunca ha tenido la necesidad de gritar, de gritaaar y de seguir gritando y de volver a gritar hasta quedarse sin voz? Esa necesidad tengo yo en este momento, pero no voy a gritar. Lo que sí voy a hacer es eliminar a un monstruo. Hoy habrá un monstruo menos en el mundo. ¡Nadie va a impedir que mate a Arturo Corona!

                                                                         ∎∎∎

Aquella mañana, el citado monstruo, estaba desayunando acompañado de Emilia Sales en uno de los salones de su imponente palacio. Un palacio diseñado para impresionar y cuya propiedad únicamente podía pertenecer a un ser megalómano.

Desayunaban en silencio, sin mirarse, pensativos. Los dos ignoraban lo que había sucedido en el cementerio de San Agustín. Y solo Emilia Sales ignoraba también lo que muy pronto iba a suceder.
Rogelio, el guardián de Blas, entró precipitadamente en el salón con su rostro fúnebre descompuesto.
A pesar de que el salón estaba perfectamente iluminado con majestuosas lámparas de araña y candelabros con velas eléctricas, el hombre de rostro fúnebre tropezó con un piano dorado que Arturo Corona había adquirido en un museo.
            —¿A qué vienen esas prisas? —preguntó el exdictador de Kavana con impaciencia.
            —Excelencia, no sé cómo ha ocurrido, pero alguien ha liberado a su hijo.
            —¿Y dices no saber cómo ha ocurrido? ¿Qué clase de cancerbero eres? ¡Eres un inútil!
Rogelio bajó la cabeza y no le gustó nada ver su rostro fúnebre reflejado en el pavimento de mármol.
            —¡No he sido yo! —exclamó Emilia muy agitada— ¡Te juro que no he sido yo!
            —Nadie te está acusando —le respondió el señor Corona—. Sé muy bien que no has sido tú porque he sido yo. A ti te faltaba el valor para hacerlo. No tenía sentido tener encerrado a mi hijo. Mi plan fue un fracaso. Eso sí, Helena, la hijita de Jaime, habrá sufrido lo suyo durante estos meses.
            —¿Cuándo lo has soltado? —preguntó Emilia con miedo.
            —Antes de venir a desayunar.
            —Entonces no se habrá marchado todavía. Debe estar en palacio. Nos querrá matar a los dos —Emilia dirigió su mirada aterrada hacia la puerta por la que había entrado Rogelio, y la puerta se abrió.
            —¡Y hablando del rey de Roma por la puerta asoma! —exclamó Arturo Corona— Pasa, hijo mío, siéntate y desayuna con nosotros.
Rogelio levantó la cabeza, se dio la vuelta y miró con su cara fúnebre a Blas Teodoro. Se apartó a un lado temiendo que aquel gigante lo arrollara a su paso.
Sin embargo, Blas no se movió. Permaneció quieto mirando fija y fríamente a Arturo Corona.
            —Blas, no ha sido culpa mía —intentó excusarse Emilia al borde del llanto—. Yo no quería, todo fue idea de tu padre y me obligó...
            —¡Este hombre no es mi padre y usted tampoco es mi madre! Mi madre se llamaba Jimena.
Que Blas la rechazara como madre y que la tratara de usted fue el peor y más fuerte golpe que Emilia pudiera recibir.
            —Jimena se llamaba tu madre y era mi esposa —afirmó Arturo Corona—. ¿Crees que fue fácil para nosotros dejarte con Emilia y su marido? Eras solo un bebé, pero eras mi hijo. Tenía que protegerte. Debía asegurar mi sucesión. Nadie podía saber que tú existías. Eran muchos los que querían que la dictadura se acabara con mi muerte.
            —Nada de lo que me diga hará que olvide el sufrimiento que ha infligido a Helena y a Nico haciéndoles creer que estoy muerto. 
            —¡Paparruchas! —gritó Arturo Corona, rojo de ira— ¿Crees que tu madre y yo no sufrimos dejando que te criaran otros? ¿Permitiendo que creyeras que otros eran tus padres? ¿Y todo, para quÉ? ¡Yo te lo dirÉ, para nadA!— Arturo Corona acompañó sus gritos con golpes que propinó a la mesa con ambas manos. Sus palmas debían estar tan rojas como su cara— Todo para que este país lo acabe dirigiendo la hijita de Jaime, porque a mí Jaime no me engaña. ¡Sé de sobra que este país lo está dirigiendo tu querida Helena!
            —¡No nombre a Helena, no se atreva a mencionarla! —Blas avanzó hasta la mesa y Rogelio aprovechó este momento para salir precipitadamente del salón.
Arturo Corona continuó sentado con aparente tranquilidad.
            —¿Vas a matarme? —preguntó sonriendo— ¿Vas a matar a Emilia también? Yo creo que no...
            —No voy a ensuciarme las manos con ustedes...
Emilia suspiró aliviada.
            —No vas a ensuciarte las manos porque, en el fondo, sabes que yo soy tu padre y, hasta hace muy poco, creíste que Emilia era tu madre. Siéntate y desayuna con nosotros.
            —Desayunen, terminen de desayunar. Luego los entregaré a las autoridades —dijo Blas continuando de pie.
            —No puedes hacernos eso. No puedes dejar que nos metan en la cárcel. Los dos tenemos una edad. Moriremos en la cárcel. Ten piedad de nosotros —imploró Emilia.
            —Ruega por ti lo que quieras, plañidera necia —la despreció Arturo Corona—, pero jamás vuelvas a rogar por mí. Tengo un arma debajo de la servilleta. ¿Quieres que te pegue un tiro?
Emila no contestó. Miró hacia la entrada. Rogelio había vuelto, pero no volvía solo. En su precipitada huida se encontró con Jacobo, Helena, Nicolás y tres guardias. Y el hombre del rostro fúnebre se vio forzado a conducirles hasta allí. 
Arturo Corona también miró hacia la puerta y su gesto se tornó desencajado e incrédulo. Ver entrar a Helena y a Nicolás era lo último que hubiera esperado o imaginado.
Blas se dio la vuelta. Nicolás, Helena y él mismo se quedaron muy quietos, incapaces de hablar. Durante un minuto muy largo se observaron cegados por las lágrimas sin moverse ni un poquito.
            —Papá, ¿eres tú? Papá... —logró decir Nicolás.
Blas asintió.
            —Sí, soy yo. No soy un fantasma. Estoy vivo. Calmaos, por favor.
El joven Nicolás se lanzó a abrazarlo. Lo abrazó con fuerza, con mucha fuerza. Si aquello era un espejismo nada ni nadie los separaría.
Helena se acercó lentamente con la cara empapada por las lágrimas.
            —Blas... Blas... Blas... —Ninguna otra palabra podía pronunciar.
Blas la atrajo hacia sí sin soltar a Nicolás. La abrazó con fuerza y Helena supo que todo era real. No era un sueño, no era una ilusión, tampoco una quimera. Era real, estaba pasando. Sus cuerpos se habían pegado, querían fusionarse, introducirse uno en el otro. Podía sentir los latidos acelerados de sus corazones. Y un arcoíris radiante comenzó a abrirse paso entre las lágrimas. 

Págs. 1356-1364 

Hoy os dejo una canción de Thalia y Pedro Capó... "Estoy enamorada"


                                                       

                                              

 Queridos lectores, queridas lectoras:

Me equivoqué en la anterior publicación cuando dije que quedaban dos capítulos. Es ahora cuando quedan dos capítulos.

Un abrazo

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This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License. Creative Commons License
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