n oscuro y denso
nubarrón se interpuso en el camino del radiante arcoíris. Helena se desasió bruscamente
del abrazo de Blas y segundos después le propinó una muy sonora bofetada.
Todos los
presentes se quedaron atónitos.
Nicolás dejó de
abrazar a su padre y miró perplejo a su madre.
Blas se llevó
una mano a la mejilla golpeada.
—Siempre has tenido una manera muy
extraña de demostrarme tu gran amor. Gracias por tu caricia, amor mío —ironizó.
—Esta mujer está loca. Su
comportamiento lo prueba claramente—acusó Emilia con rabia.
Paradójicamente,
a Arturo Corona le divirtió lo que terminaba de presenciar.
Helena no
escuchó a Emilia. Su mentón temblaba y las lágrimas volvían a cegarla.
—¿Qué haces aquí Blas? ¿Qué
significa esto? Nunca podrás imaginar el dolor que hemos sentido Nico y yo. ¿A
qué juegas, Blas? ¿Qué significa esto?
—Helena, deja de imaginar y de
inventar. Deja que te explique...
—¿Explicarme qué, Blas? ¿Acaso no
estás aquí con ellos? ¿Acaso no estabais desayunando? ¿Sabes por lo que hemos
pasado Nico y yo? ¿Sabes por qué sigo viva? Por Nico, si no fuera por Nico yo
hubiese muerto. ¿Cómo has podido, Blas? Has fingido tu muerte. Cómo se puede
llegar a tal grado de crueldad. Dime cómo.
—¿Es eso verdad? —preguntó Nico,
muy afectado— ¿Nos has hecho creer que estabas muerto? ¿Te has atrevido a eso?
¡¡¡Contesta!!! —le exigió a Blas al
tiempo que le asestaba un fuerte empujón. De tal violencia fue el envite que
casi provoca que ambos caigan al suelo.
—Nico, ¿quieres calmarte? —le pidió
Blas que, por suerte, pudo recuperar el equilibrio y sujetar al muchacho por
los hombros— ¿Cómo podéis pensar que haya hecho algo tan atroz? ¿Me vais a
escuchar, me vais a permitir que os explique lo sucedido?
—No creo que te lo permitan. Está
más que claro que ni tu querida Helena ni tu hijo te respetan —dijo Arturo
Corona con sarcasmo.
—¿Cómo iba yo a disparar a Blas?
—habló Emilia, alterada— Era un arma de fogueo. ¡Eres una enferma mental,
Helena! ¿Cómo pudiste pensar que yo fuese capaz de matar a Blas?
—Efectivamente —corroboró Arturo
Corona—. El arma parecía de verdad, simuló perfectamente el sonido. Parecía una
auténtica arma de fuego, pero jamás disparó una bala letal. Cuando sonó el
falso disparo, me abalancé sobre Blas y le inyecté un potente somnífero. Fue
muy eficaz. También rompí una bolsita de sangre...
—¿No recuerdas que te dije que me
estaba durmiendo? —indagó Blas— ¿Te acuerdas, Helena? Intenté decírtelo. ¿No me
oíste?
—Sí te oí —asintió Helena
reviviendo una escena que permanecía grabada en su mente—. Pensé que no me
quisiste decir que te estabas muriendo. ¡Qué estúpida soy! Pero, ¿por qué todo
este horror? ¿Por qué? —preguntó con su rostro pálido bañado en lágrimas.
—Eso será muy sencillo de explicar
—contestó el señor Corona—. No me gustó nada de nada que tu padre ganara las
elecciones. Tampoco me gustó ni un poquito que Blas y tú estuvieseis juntitos
en el valle. ¡El colmo fue lo de la absurda boda! ¿Estáis locos los dos? ¿Crees
que podía consentir que mi único hijo estuviera con una mujer que no pudo
ejercer de profesora por pretender que todos los alumnos aprueben; que tampoco
pudo ser abogada por ser incapaz de defender a un culpable? ¿Cómo podía
consentir que mi hijo estuviera contigo?
—¡Usted no tiene nada que consentir! —gritó Nicolás, enfurecido — No
llame locos a mis padres. ¡El loco es
usted! Y no vuelva a decir que su boda fue absurda. ¡Yo los casé! Y nadie podrá separarlos porque soy yo el que no lo
consentirá jamás. ¡Ni ellos, aunque quisieran, podrían separarse sin mi permiso
y yo jamás les daría el permiso! ¡Están
unidos para siempre!
—¿Tengo que vivir para comprobar
que mi nieto está tan loco como sus padres? —interrogó el señor Corona con
acritud.
—¡Va a vivir por poco tiempo porque pienso matarlo!—le aseguró Nicolás.
—¡Nico, Helena, quiero que salgáis
de aquí! —exclamó Blas mientras sujetaba a Nicolás— En breve me reuniré con vosotros.
¡Marchaos de aquí!
—¡Yo no me voy sin ti! —se opuso
Helena.
—¡Yo tampoco! —profirió Nicolás.
—¿Os habéis propuesto volverme
loco? —se excitó Blas temiendo por la seguridad de ambos.
—Calma, hijo mío —le dijo Arturo
Corona—. Jamás sería capaz de hacerle daño a mi nieto. Tampoco le voy a hacer
daño a tu Helena. Sé reconocer cuando he perdido. Sinceramente, prefiero no ver
cómo continúa esta historia. ¡Pobre Kavana con personajes como vosotros
dirigiendo mi querido país! Recuerda siempre lo que voy a decirte, Blas: Te he
querido desde que naciste hasta ahora mismo.
Tres fusiles
apuntaron a Arturo Corona cuando este sacó un revólver de debajo de una
servilleta. Un revólver que llevó a su sien.
—¡No lo haga! —le pidió Blas.
—Perdóname, hijo. Perdóname, nieto.
Solo dos
segundos después, Arturo Corona se quitó la vida.
∎∎∎
Había pasado una
semana y Jaime Palacios
seguía sin poder perdonarse. Pasaba horas del día y de la noche dándole vueltas
a lo mismo: si hubiera ido al cementerio
de San Agustín, si se hubiera enterado de la "incineración" de Blas,
de inmediato hubiese sospechado la verdad. ¿Cómo iba Arturo a mandar quemar el
cuerpo de su hijo? El cuerpo de Blas hubiese descansado en el formidable
mausoleo donde descansaba, hacía años, su madre Jimena. Y donde ahora reposaba
el cuerpo de Arturo.
¿Por qué maldita razón se mantuvo al margen? ¿Por qué no se involucró? ¿Qué le hubiera costado ir al cementerio de San Agustín? De haberlo hecho,
podría haber evitado el sufrimiento de Helena, de Nicolás y de Blas. Y tal vez,
y esto era lo que más lo carcomía hasta despedazarlo, podría haber evitado la
muerte de Arturo. ¿Por qué se quitó la vida, por qué hizo semejante cosa?
No hubo forma de que Arturo aceptara el amor
de Blas y Helena. No pudo comprender que les unía un amor tan grande que nada
ni nadie podía separarles. Era esa clase de amor que muchos sueñan y casi
ninguno conoce.
¿Por qué, por qué suicidarse?, se preguntaba desesperadamente una y otra vez ¿Por qué? Y no hallaba respuesta que le
procurara el consuelo que precisaba. Nunca
hallaría ese consuelo, lo sabía bien. Siempre sentiría que le falta algo, se
sentiría un poco más solo, porque siempre echaría de menos a su amigo. Y es que
Arturo Corona era su amigo... con sus trifulcas, con sus guerras. Su amigo a
pesar de todas ellas.
Habían sido amigos desde niños, habían crecido
juntos, habían trazado planes. Los dos amaban la política. Tenían ideas muy
parejas, también dispares. Consiguieron que sus hijos tuvieran a Nicolás, su
nieto.
Pero todo se desmoronó con el trágico
accidente de tráfico de sus esposas, Jimena e Isabel. Esta tragedia los
enfrentó y este enfrentamiento desembocó en la turbulenta decisión de separar a Blas y a
Helena.
Lo consiguieron durante muchos años, doce
años, parecía que habían logrado su objetivo, que habían ganado. Pero solo
vivían engañados.
Helena se transformó en Mikaela y fue al
instituto con la excusa de ver a Nicolás. No había podido olvidar a Blas, no
había dejado de quererlo. Blas también seguía recordándola y amándola. El amor
triunfó. Era un amor tan grande. Probablemente con un principio sin final.
Infinito.
Suspiró, con
tristeza, rememorando el funeral de Arturo Corona. Revivió cada instante con
hondo pesar.
Le sorprendió que Blas asistiera; no esperaba
ese gesto de su parte. Helena y Nicolás le acompañaron, no lo dejaban ni a sol
ni a sombra. ¡Habían sufrido tanto que eran incapaces de separarse de él! Eran
sus guardaespaldas, sus escoltas, sus protectores.
Exhaló un nuevo
y largo suspiro pensando que prácticamente todo el país se había congratulado
por la muerte de su amigo. Esa era la
realidad; Arturo Corona, el exdictador de Kavana, no era querido por la mayoría
del pueblo.
Jacobo, su fiel
mayordomo, acudió a rescatarle de sus tristes reflexiones.
—Ahora no me extraña que lleve aquí
fuera más de una hora —dijo sonriendo—. Se está bien bajo esta sombra.
—Este magnífico cobijo del sol
implacable se lo debemos a estos esplendorosos sauces llorones que, por cierto,
han crecido mucho. ¿Por qué crees que se llamarán llorones?
Jacobo continuó
sonriendo observando uno de los árboles.
—Estoy seguro de que me pregunta
algo, cuya respuesta sabe. Aun así le contestaré con gusto. Se llaman llorones
por la caída pendular de su follaje. ¿Acaso creía que yo lo ignoraba y quería
reírse de mí?
—No seas mal pensado, Jacobo. Sé
que eres un hombre culto. Pero, ¿quién sabe? A lo mejor hasta los árboles
lloran... Sin embargo, tú
no quieres verme llorar. ¿Crees que no me doy cuenta? Desde la muerte de
Arturo, sabes que no ando muy bien. Siempre te acercas a mí con una sonrisa. Yo
también sonrío, bromeo contigo. Los dos intentamos tapar la pena. Hiciste lo
mismo cuando murió mi esposa.
—Excelencia, cuando murió doña
Isabel usted cayó en un pozo muy profundo. Que le lanzara una cuerda no hubiera
servido de nada; tampoco una escalera. Tuve que bajar y sentarme a su lado. Eso sirvió.
Tras escuchar
esta revelación, Jaime Palacios se levantó. Y los dos hombres se fundieron en
un fuerte abrazo.
Un rato después,
Maura los encontró sentados bajo la sombra de uno de los sauces conversando
apaciblemente.
—Les traigo una limonada bien
fresquita —anunció depositando sobre la mesa una jarra y dos vasos.
Marta, la
ayudante de cocina más joven, traía unos platos con trozos de melón, trozos de
sandía y cerezas que también dispuso sobre la mesa. Y dos tenedores y unas
servilletas planchadas impecablemente.
—No pueden estar aquí sin tomar nada. Hace
demasiado calor —manifestó Maura en una clara actitud maternal.
—Al final va a tener razón mi hija
y será cierto que solo piensas en que comamos y bebamos —comentó el señor
Palacios.
—No puede estar hablando en serio.
¿Cómo puede decirme semejante cosa? —se ofendió Maura— Por supuesto que me
preocupo de que estén bien alimentados. Es mi obligación. Es mi deber, Excelencia.
Y, por favor,
tiene que reconocer que su hija es incorregible. Jamás en mi vida vi a alguien
con tan pocas ganas de comer en todo momento. Gracias a Dios, don Blas tiene
buen apetito y el señorito Nicolás ha salido a su padre. También come bien,
gracias a nuestro Dios compasivo.
Pero la señorita
Helena es otra historia, siempre estuvo muy consentida por usted y por doña
Isabel, que en gloria esté. Y he notado que don Blas también le consiente en
demasía. Yo creo que...
—Vale, Maura, vale. Para ya o nos
vas a provocar un terrible dolor de cabeza —le pidió el señor Palacios—. Y
procura no llamar señorita a mi hija o tendrás un serio problema con ella.
—Pero, Excelencia, don Blas y su
hija deberían pasar por la iglesia y unirse en santo matrimonio —replicó Maura.
—Me parece que eso no sucederá.
Nico está muy orgulloso de haber sido él quien los casara. Creo que no llevaré
a mi hija al altar.
—¿Y usted va a consentir esta atrocidad?
—se sofocó Maura.
—Es que yo no veo dónde está la
atrocidad de la que hablas.
Maura no iba a
darse por vencida, iba a volver a replicar con nuevos argumentos, pero la
repentina aparición de un guardia anunciando la llegada de un hombre y de una
mujer que querían ver a Blas Teodoro se lo impidió.
Enfurruñada,
maldijo mentalmente al guardia y a los recién llegados. Habían sido muy
inoportunos, podían haber llegado algo más tarde. Jaime Palacios y Jacobo se
marcharon sin haber probado la limonada ni la fruta y esto disgustó
profundamente a la cocinera de la mansión.
Págs. 1365-1373
Hoy os dejo una canción de Roberto Carlos y Lani Hall... "De repente, el amor"
Queridos lectores, queridas lectoras:
Estoy de vuelta y me alegro mucho. Hoy es el aniversario de mi querida madre. Estoy convencida de que ella me ha ayudado a volver.
Bueno, pues acabáis de leer el penúltimo capítulo de EL Clan Teodoro-Palacios. Ya solo queda uno; espero poder publicarlo pronto.
Un fuerte abrazo.
Mela
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