CAPÍTULO 116
LA PROPUESTA DE MARCOS
—¡D
|
eberíamos marcharnos de Aránzazu hoy mismo! —exclamó Matilde Jiménez, visiblemente alterada— ¡No puedes regresar al instituto!
Sus temerosas palabras iban dirigidas a Helena
Palacios. Durante el transcurso de la comida se había mantenido callada, pero
finalizada la misma le resultaba imposible seguir ocultando su inquietud.
—¿Qué te ha dicho Paula esta vez?
—Que tu padre y don Arturo Corona van a visitar el instituto el próximo
viernes. ¿Te parece poco? ¿Qué te pasa, Helena, has perdido el juicio?
—¡Tú y Paula siempre muertas de miedo! ¿Cómo podéis vivir así? No es
necesario que me vaya de la ciudad, podría no ir al instituto ese día…
—¿Podrías? —se escandalizó Matilde— ¿Es que piensas en la posibilidad de ir?
—Pues sí, pienso ir —declaró Helena Palacios con la mayor
tranquilidad— Según nos ha explicado el jefe de estudios, mi padre y el repugnante dictador quieren
darles una conferencia a los alumnos. Quiero ver y oír de primera mano lo que
allí se dice.
Matilde Jiménez se ahuecó su corto cabello en un ademán nervioso.
—¡Sin duda te has vuelto loca de remate, has perdido el norte! —exclamó con pesar— ¿Eres consciente del peligro que corres y al
peligro que nos expones a todos? ¿Has pensado en la pobre Paula, en el riesgo
que corre por ayudarte? ¿Te importa alguien que no seas tú misma, Helena?
—¡Basta, me estás agobiando! —se exaltó la increpada— Si Blas no ha podido reconocerme, nadie va a hacerlo.
—Me pregunto qué buscas en realidad —pensó en voz alta la señora Jiménez tras un breve silencio—… venganza o justicia.
—¿Y por qué no ambas cosas?
—Porque la primera niega a la segunda. Nunca van unidas.
—¿Estás segura de que nunca van unidas? Voy a echarme un rato —decidió Helena Palacios, levantándose de su
asiento y dando por zanjada la discusión.
A Paula Morales le causó un gran malestar enterarse de que Helena Palacios no pensaba abandonar el instituto, y mucho menos marcharse de la ciudad.
“Me equivoqué ayudándola a entrar en Llave de
Honor”, meditó, consternada, en cuanto colgó el teléfono tras la conversación
que sostuvo con Matilde Jiménez.
Un destello de ira se coló en su mirada. “Esto no marcha bien”, siguió meditando. “Esto no es lo acordado; las cosas van a cambiar y van a dar un giro, no puedo seguir fiándome de Helena. Ha perdido la cabeza, no está obrando con sensatez”.
Un destello de ira se coló en su mirada. “Esto no marcha bien”, siguió meditando. “Esto no es lo acordado; las cosas van a cambiar y van a dar un giro, no puedo seguir fiándome de Helena. Ha perdido la cabeza, no está obrando con sensatez”.
∎∎∎
Después de comer, Nicolás estuvo retirado una hora
en su habitación. No tenía sueño y había aprovechado el rato de descanso para
estudiar un poco. Fue inútil intentar convencer a su padre o a su abuela de que
no necesitaba hacer la siesta. La siesta era sagrada en su casa y sobre asuntos
sagrados no cabía objeción alguna.
Tras la obligada “sagrada siesta” estuvo haciendo
deberes en el despacho en compañía del señor Teodoro. El hombre trabajaba con
su ordenador y, de vez en cuando, observaba los ejercicios de su hijo para
comprobar que estaban bien realizados. Interrumpir los deberes para ir a la cocina
a merendar era un receso que Nicolás esperaba ansioso. La merienda era la
comida del día preferida por el niño. Generalmente tomaba un batido de vainilla
o de chocolate, o de leche con canela y limón. Y siempre había una bandeja
repleta de sabrosos pasteles que la señora Sales había comprado, por la mañana, en la pastelería. Y, bien ella o bien su hijo, debían vigilar que Nicolás no
acabase con todos los pasteles y con un consiguiente empacho o indigestión.
El señor Teodoro entró en la cocina cuando su madre
luchaba por apartar la bandeja de pasteles del alcance de su insaciable nieto.
—¡Ya está bien, Nico! —exclamó la mujer— ¡Te van a sentar mal tantos dulces!
—Aún me podría comer media docena más —aseguró el chiquillo—, solo quiero uno más. ¡Por favor, yaya!
Emilia cedió a la petición, y Nicolás se zampó otra
delicia rellena de abundante y exquisita crema.
—¡Come más despacio! —le riñó su abuela— ¡No los masticas, te los tragas!
El señor Teodoro se alegró de ver un comportamiento
normal en su hijo, no parecía estar afectado por la reciente mala noticia sobre
Tobías.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Natalia y Bibiana llegaron más tarde y en cuanto el niño estuvo en el jardín a solas con las muchachas lo primero que les contó fue el infortunio del policía de Luna.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Natalia y Bibiana llegaron más tarde y en cuanto el niño estuvo en el jardín a solas con las muchachas lo primero que les contó fue el infortunio del policía de Luna.
—¡Qué horror! —se apenó Bibiana— Parece mentira que solo hace unos días estuviese vivo, y ahora esté
muerto.
—La carretera es muy peligrosa —arguyó Nicolás—, ocurren muchos accidentes.
—Tendré que decírselo a Elisa —dijo Natalia—, seguramente querrá ir a su entierro y Blas
también irá. A ver si hacen las paces.
De pronto, los tres niños miraron en la misma dirección. Oyeron un golpe producido por el choque de una puerta contra la pared; la
puerta había sido abierta con violencia y de casa de los Hernández salió
corriendo, despavorida, Cruz Molino. Corría como si la persiguieran tres
demonios empeñados en llevarla al infierno, pero realmente quien la estaba
persiguiendo era su esposo Luis.
Nicolás y las niñas estaban atónitos sin acabar de
entender qué sucedía. Vieron como el perseguidor daba alcance a su presa y la
zarandeaba con furia.
—¿Qué le pasa a ese tipo? —interrogó Natalia, perpleja— ¿Se habrá vuelto loco?
—¿Qué estás haciendo? —gritó Nicolás a Luis que soltó a su mujer, sorprendido, por la presencia de
los muchachos.
—Esto es un asunto entre yo y mi mujer —respondió el joven un tanto desconcertado por haber sido pillado “in
fraganti”—. Vuelve a casa, Cruz —ordenó a continuación a la infeliz.
La chica asintió, sumisa, y se fue alejando,
cabizbaja.
—¿Se le ofrece algo, señorito Nicolás? —preguntó Luis al chiquillo. El muchacho dijo que no con un movimiento de
cabeza, y el hijo mayor de Matías también se alejó hacia su casa.
—No me gusta nada lo que he visto —declaró Natalia —¿No creéis que ese tipo le hará algo a Cruz
cuando entre en casa?
—No le hará nada —aseguró Marcos que se había acercado a los
niños por su espalda y, por esta razón, no lo vieron llegar.
Nicolás, Natalia y Bibiana se dieron la vuelta de
inmediato.
—Mi hermano quiere mucho a mi cuñada. Ha sido una simple discusión
matrimonial.
—No tan simple —discutió Natalia—. Cruz parecía aterrada y tu hermano la ha tratado con mucha
violencia. A Blas no le gustan este tipo de cosas.
—¿Vas a contárselo a tu padre? —preguntó Marcos, alarmado, mirando a Nicolás.
—No sé lo que voy a hacer —contestó el chaval con sinceridad.
—No le digas nada a tu padre, por favor. No vale la pena que lo
molestes por nada. Luis y Cruz están enamorados, de vez en cuando se cabrean,
eso es todo.
—A mí no me ha parecido que ella estuviese cabreada —intervino Natalia.
Marcos miraba fijamente a Nicolás y siguió
haciéndolo sin prestar atención a lo que la niña dijo. Natalia frunció el ceño,
molesta.
—¿Se puede saber qué hacéis ahí
con el frío que hace? —les gritó la señora Sales desde el porche— ¡Entrad en casa enseguida, Nico!
—Si no le cuentas nada a tu padre, te abriré la puerta del jardín
siempre que quieras salir a la calle —propuso Marcos, precipitadamente.
Nicolás sonrió de oreja a oreja en el acto.
—¡Está bien! —aceptó— Te prometo que no voy a contarle nada. A fin de cuentas, nada ha
pasado. ¿No es eso? Espero que tú cumplas con tu palabra.
—¿Queréis hacer el favor de
entrar en casa? —volvió a gritar la señora Sales, impaciente.
Nicolás y Marcos estrecharon sus manos sellando, de
este modo, su pacto. Natalia y Bibiana se miraron estando muy acorde sus
pensamientos. Ambas creían que a Nicolás le convenía la propuesta de Marcos, y
pasaba por alto lo que en realidad había visto.
—¡Nico, ya te llamo por tercera vez! —se desesperó la señora Sales— ¿Entras en casa o llamo a tu
padre?
∎∎∎
Por la noche, cenando en la cocina, el señor Teodoro
y su madre mantenían una conversación tranquila, mientras saboreaban una sopa
recién hecha. Nicolás les observaba, con cautela, temiendo que en cualquier
momento descubrieran su secreto. Si
eso sucedía se iba a ver en serios apuros, tanto su padre como su abuela se
enfadarían muchísimo si llegaban a enterarse del trato que había hecho con
Marcos.
Súbitamente la señora Sales formuló una pregunta que
hizo que el niño se sonrojara desde la cabeza a los pies.
—¿Qué estabais hablando, esta tarde, con Marcos en el jardín?
El corazón de Nicolás palpitó, desasosegado.
—Nada importante —respondió sin mirar a su abuela ni a su padre—, cosas nuestras. Vosotros nunca me contáis lo que habláis con
vuestros amigos, ¿verdad? ¡Pues yo tampoco! ¡Además no me gusta hablar mientras
como! ¡En la mesa no se habla! ¡Sois unos maleducados!
Nicolás miraba, con insistencia, el caldo de su
plato como si estuviese dirigiéndose a él y no pudo ver las sonrisas que
intercambiaron con discreción sus familiares.
—¡Tú sí que eres un maleducado! —exclamó la señora Sales— No creo que haya un niño en toda Kavana que
se comporte tan mal como tú delante de su padre. ¡Eres un malcriado!
Nicolás empezó a sentirse acorralado, temía ser
descubierto en breve y no salir bien librado de aquella situación embarazosa.
Recordó que Natalia le había dicho infinidad de veces que cuando se viera en un
aprieto con su padre o su abuela recurriera a temas de salud.
—Me duele la cabeza —dijo, haciendo caso de los consejos de
Natalia. Y el recurso funcionó. Como por arte de magia, la señora Sales se
olvidó de Marcos, y ya únicamente le preocupó que su nieto estuviese tranquilo
y terminase de cenar. Por su parte, el señor Teodoro no se relajó
hasta comprobar que su hijo no tenía fiebre.
Después de la cena y, cuando la cocina estuvo en
perfecto orden, pasaron al salón instalándose en cómodos sofás para disfrutar
un rato de la tele. A través de las paredes acristaladas, Nicolás podía ver
perfectamente la casa del señor Hernández y su familia, y constató que no se
veía ninguna luz encendida. O debían
estar a oscuras o se habían acostado ya. El niño no supo qué pensar; la
familia al completo comenzaba a parecerle muy rara.
Antes de que se acostara empezó a llover con fuerza,
la lluvia llegó a ser tan copiosa que Nicolás dejó de ver con claridad la casa
vecina del jardín.
∎∎∎
Esa misma lluvia, tan pertinaz, no permitía dormir a Matilde Jiménez. Aborrecía las tormentas, y a sus cincuenta y dos años no recordaba que alguna vez le hubiesen gustado.
Aunque su malestar no solo se debía a la tormenta, sentía de veras haberle dicho a Helena que únicamente pensaba en ella. Cierto que en el decurso de la tarde se disculpó, y Helena le contestó que no se preocupara.
Pero algo más le dijo, volvió a decirle que cogiera su pasaporte y se marchara de Kavana, que había un problema, mas no habló del problema.
Intimidada por la sucesión de resplandores y truenos, la señora Jiménez se levantó de su cama y se dirigió al cuarto de Helena.
La luz de la lámpara de la mesilla iluminaba, tenue, la estancia. Helena dormía. Los ojos de Matilde se fijaron en un libro que también dormía sobre la mesilla.
La mujer se acercó a curiosear, y pasando páginas se encontró con la fotografía de Blas Teodoro. Miró a Helena e intentó dejar el libro tal como lo había hallado. Lo dejó rozando un despertador cuyo segundero seguía su recorrido; quedaba menos tiempo, quedaban menos horas.
Matilde se sentó en una silla, y mirando a Helena pensó que el problema del que le había intentado hablar aquella tarde, sin hacerlo, tenía un nombre y un apellido.
Dos personajes más estaban muy cerca de Matilde, pero los ojos de la mujer no podían verlos.
Un Ángel Cupido velaba el sueño de Helena, y un Destino con un manto negro y áspero envolvía la alcoba.
Ambos, Amor y Destino, cada uno con sus armas, ya estaban preparados para librar la batalla que irremediablemente se avecinaba.
∎∎∎
Esa misma lluvia, tan pertinaz, no permitía dormir a Matilde Jiménez. Aborrecía las tormentas, y a sus cincuenta y dos años no recordaba que alguna vez le hubiesen gustado.
Aunque su malestar no solo se debía a la tormenta, sentía de veras haberle dicho a Helena que únicamente pensaba en ella. Cierto que en el decurso de la tarde se disculpó, y Helena le contestó que no se preocupara.
Pero algo más le dijo, volvió a decirle que cogiera su pasaporte y se marchara de Kavana, que había un problema, mas no habló del problema.
Intimidada por la sucesión de resplandores y truenos, la señora Jiménez se levantó de su cama y se dirigió al cuarto de Helena.
La luz de la lámpara de la mesilla iluminaba, tenue, la estancia. Helena dormía. Los ojos de Matilde se fijaron en un libro que también dormía sobre la mesilla.
La mujer se acercó a curiosear, y pasando páginas se encontró con la fotografía de Blas Teodoro. Miró a Helena e intentó dejar el libro tal como lo había hallado. Lo dejó rozando un despertador cuyo segundero seguía su recorrido; quedaba menos tiempo, quedaban menos horas.
Matilde se sentó en una silla, y mirando a Helena pensó que el problema del que le había intentado hablar aquella tarde, sin hacerlo, tenía un nombre y un apellido.
Dos personajes más estaban muy cerca de Matilde, pero los ojos de la mujer no podían verlos.
Un Ángel Cupido velaba el sueño de Helena, y un Destino con un manto negro y áspero envolvía la alcoba.
Ambos, Amor y Destino, cada uno con sus armas, ya estaban preparados para librar la batalla que irremediablemente se avecinaba.
Págs. 914-921
Hoy dejo una canción de Melendi... "La promesa"
Próxima publicación... jueves, 11 de junio