l silencio
terminó y el presagio se cumplió. Los truenos y relámpagos volvieron y una
lluvia tan copiosa que el río se desbordó valle abajo.
A pesar de la
opulenta tormenta, Blas y Helena cocinaron entre sonrisas y miradas cómplices.
Ninguno de los dos se percató de la ausencia de la trona y de Cupido.
"Solo
tienen ojos el uno para el otro", pensó Matilde. Era palmario que
Helena había olvidado su miedo a ser feliz. "¿Y si era real, y si no era un miedo absurdo?", se martirizaba
Matilde mientras se preguntaba si alguien podía ser completamente dichoso. Y
esta pregunta se repetía en su mente como un molesto y hasta agresivo
soniquete.
Nicolás y
Bibiana, al contrario que Matilde, disfrutaban de la endemoniada tormenta, de
su violento carácter y de su belleza incomparable, a través de una ventana
de la sala de estar.
—Tus padres no han elegido un buen
día para fingir que se casan —dijo Marcos a Nicolás en tono burlón.
—¡No han fingido nada y es mejor
que te calles! —exclamó Nicolás, alterado— Mi padre no va a poder salvarte
siempre, te lo advierto.
—¡Qué miedo me das!
—No le escuches, Nico —le aconsejó
Bibiana con sensatez—. Solo busca provocarte.
Ya eran casi las
cuatro cuando la comida estuvo lista. Los niños acudieron a la cocina con ganas
de comer y elogiaron el primer plato: un riquísimo arroz con marisco. De
segundo plato había pollo frito y unas exquisitas patatas asadas. Y Nicolás,
aunque estaba muy saciado, aún comió tres trozos de flan casero.
La tormenta no
les dio ni una pequeña tregua y no pudieron salir por la tarde.
—Creo que mañana nos encontraremos
con algún árbol arrancado —comentó Matilde—. No sé si voy a poder dormir esta
noche, no sé si seré capaz.
—Yo tampoco sé si podré dormir,
tampoco sé si seré capaz —manifestó Helena e inmediatamente, tras encontrarse
con la sonrisa de Blas, lamentó lo que terminaba de decir y buscó, desesperada,
una buena excusa.
Pero antes de
que encontrara esa excusa deseada, un comentario de Blas la hizo sonrojar de
pies a cabeza si es que esto era posible. Helena creyó que sí.
—Tampoco estoy seguro de poder
dormir esta noche. Eso sí, pienso dormir muy bien acompañado.
—Señor Teodoro, le ruego que se
contenga y que recuerde que los niños están aquí —dijo Matilde notando el
bochorno de Helena.
—¿Qué he dicho? No he dicho nada
malo —replicó Blas en tono inocente y miró a Helena con ojos traviesos.
Después de
cenar, la tormenta continuaba incansable. Truenos, relámpagos y agua a raudales.
El viento ululaba,feroz.
Helena subió a
su habitación y tras darse una reparadora ducha caliente, eligió el camisón que
más le gustaba. Se miró en la luna de un armario y sonrió con gesto aprobador.
Ya estaba
acostada, intentando que su corazón frenara su carrera a galope y que sus
piernas dejaran de temblar, cuando Blas entró.
—¿Sabes que mis padres durmieron
muchas noches en esta cama? Y seguramente también se amaron —fue capaz de
decir cuando Blas se acostó a su lado.
—Tal vez Nico le diga esto mismo a
alguien algún día o alguna noche —fue capaz de decir Blas, porque su corazón
también galopaba, porque sus piernas también temblaban.
El aliento de
ambos ardía quemándoles la piel. Comenzaron a amarse sin prisa a pesar del
ansia, con mucha dulzura, con mucha suavidad, con
caricias, con mimo, como los mejores amantes, como si en lugar de ser novatos fuesen expertos.
Pero aquella
noche no estaba destinada a que gozasen del culmen de su amor. Unos golpes en
la puerta les forzaron a separar sus cuerpos, jamás sus almas. Tras los golpes,
Matilde entró muy agitada.
—¡Por el amor de Dios! ¿Es que
estáis sordos? —exclamó e interrogó— Señor Teodoro, le ruego que vaya a la
habitación de los chicos. ¡Se van a matar!
Blas,
precipitado, se puso el pantalón del pijama por debajo de la sábana y salió de
la estancia. Encontró a Nicolás y a Marcos enzarzados en una brutal pelea.
—¡Quietos! ¿Qué hacéis?
—les increpó mientras los separaba.
Y al cabo de un
rato regresó a la habitación de Helena acompañado de Nicolás.
—Esta noche vamos a tener compañía
—dijo de mal humor—. Es imposible que tu hijo mantenga un comportamiento cívico
mucho tiempo seguido. Es imposible.
—¡No sabes lo que ha pasado! ¡No
me eches la culpa a mí! ¡Marcos es
un cerdo, no lo soporto, no lo aguanto! —exclamó Nicolás furioso
y ofendido.
—Lo cierto es que a mí tampoco me
está gustando el comportamiento de Marcos —manifestó Matilde en una clara
alianza con Nicolás—. Creo muy conveniente que mañana sin falta tenga una
conversación con este muchacho, señor Teodoro.
—De acuerdo, mañana hablaré con él.
Pero me gustaría saber de qué tengo que hablar.
—Marcos no respeta a nadie en esta
casa excepto a usted —contestó Matilde después de meditar un poco y sin
abandonar la costumbre de no tutear a Blas—. Creo que no me equivoco al decirle
que ese muchacho odia a las mujeres.
—¡Sí que las odia! —secundó Nicolás— Es
igual que su padre y su hermano.
—¿Por qué motivo os estabais
peleando? —quiso saber Blas.
—No soy un chivato.
—Nico, por favor...
—Se atrevió a decirme que mi madre
solo te respetará si le das una buena paliza. ¡Está loco!
—Gracias, Nico. No voy a esperar a
mañana —Y Blas salió de la habitación con el semblante tan oscurecido como el
cielo de aquella noche de tormenta.
Tardó una hora
muy larga en volver y su semblante seguía oscurecido.
—Esta noche dormiré en la
habitación que está Marcos —anunció en tono sobrio—Por la mañana, temprano, y
aunque siga lloviendo, lo acompañaré a la aldea y encargaré que lo trasladen a
Markalo.
—¿Vas a deshacerte de él? ¿No hay
otra solución? —preguntó Helena—Es muy joven, solo tiene dieciséis años.
—¿Sabes la fuerza que tiene un
chico de esa edad? —se enojó Blas— Y se me olvidaría su edad si se le ocurriera
rozarte—dijo con vehemencia—. No pienso correr ningún riesgo. Estoy harto,
cansado de que sucedan cosas malas, muy malas, a mi alrededor, y ser el último
en enterarme.
Lo siento, pero
Marcos está muy contaminado por las enseñanzas de su padre y hermano. Lo
mandaré a un buen internado, allí estará bien, lo educarán, quizás aprenda algo
bueno y se convierta en un buen hombre necesario para la sociedad.
—Pero...
—¡No hay ningún pero que valga,
Helena! —exclamó Blas, tajante— Marcos te tiene manía, no te imaginas cuánta, me
he dado cuenta hablando con él. Piensa que eres una caprichosa insensata y que
tú sí mereces las palizas que recibían sin motivo y sin merecerlas su pobre
madre y la pobre Cruz. No quiero a ese chico cerca de ti, Helena. Y no me
vuelvas loco intentando convencerme de lo contrario.
—Por supuesto que no —dijo Matilde
muy nerviosa tras evocar la imagen del ala rota de Cupido—. Ese chico debe
marcharse cuanto antes.
—Creo que los dos olvidáis que sé
luchar —replicó Helena—. Mi padre se preocupó de que aprendiera. Sé defenderme
y sé atacar. Es muy difícil que...
—Ya está decidido. Marcos se irá
mañana —la interrumpió Blas, enfadado, y con absoluta determinación—. Buenas
noches.
Amanecía, había
dejado de llover. Blas fue a ver a Helena y a Nicolás. Dormían profundamente.
Los miró con la ternura de quien ama. Las yemas de sus dedos tocaron suavemente
el cabello de Helena, el de Nicolás. Estuvo allí mirándoles, sintiéndose feliz
por ello, sin que ninguno de los durmientes le descubriera.
Salió de la
habitación con la misma cautela con la que había entrado.
Por la mañana,
Helena bajó rápida a la cocina tras ver las camas vacías de Blas y Marcos.
Matilde preparaba el desayuno.
—¿Dónde está Blas? ¿Lo has visto?
—A las siete estaba despierta y los
he oído marchar.
—Hace más de una hora de eso —dijo
Helena mirando con un mohín de decepción su reloj—. Me hubiese gustado no
haberme dormido, pero Nico y yo estuvimos hablando hasta muy tarde. ¡Qué
estúpida soy! ¿Cómo he podido dormirme? Me hubiese gustado convencer a Blas de
que le diera una oportunidad a Marcos.
—Se la está dando mandándolo a un
internado, que seguro será excelente —declaró Matilde—. Espero que Blas esté de
vuelta antes de que le dé por llover otra vez. Está muy nublado y el suelo está
muy encharcado. El valle parece un barrizal.
—Saldré a buscarles. Tal vez les
alcance —dijo Helena.
—¿Quieres que me dé un sincope? —se
alteró Matilde— Ni se te ocurra poner un pie fuera de casa.
Nicolás y
Bibiana entraron en la cocina en aquel momento.
—Buenos días. Vamos a desayunar
enseguida. ¿Tenéis apetito? —les sonrió Matilde— Helena, ayúdame, por favor.
Blas regresó sin
Marcos, muy serio, y con las zapatillas y dobladillos del pantalón
completamente embarrados.
Aquella mañana
no llovió, aunque el cielo permaneció nublado durante tres días más.
Al cuarto día fue una
sensación hermosa que el sol volviera a brillar en el cielo del valle, que sus
rayos iluminaran el agua cristalina del río y que, poco a poco, hicieran
desaparecer charcos y barro.
Los días pasaban
entre desayunos, comidas, meriendas, cenas y caminatas a la aldea donde siempre
eran muy bien acogidos por los aldeanos que habían visto crecer a Helena y le
profesaban un gran cariño. Y era inevitable que no volvieran a la
casita del valle cargados con buenísima carne, pescado, leche, huevos, fruta,
verduras, pan, pasteles y un largo etcétera.
Las noches eran
maravillosas y serían inolvidables para Blas y Helena. Conversaban, se amaban.
Volvían a conversar, volvían a amarse. Y se dormían con la emoción de escuchar
el rumor del agua del río.
Nicolás y
Bibiana pasaban muchas horas juntos y estaban cada vez más unidos. También
conversaban, reían, jugaban... Bibiana era muy feliz, como nunca lo había sido;
y algunas noches, cuando Matilde se quedaba dormida, se escapaba a la
habitación de Nicolás y se acostaba en la cama que ocupara Marcos.
A Matilde le
inquietaba esta conducta ya que consideraba una imprudencia que dos adolescentes
compartieran habitación, pero Blas y Helena no le daban mayor importancia y, de
esta forma, Bibiana continuaba con sus escapadas nocturnas muchas noches.
Una tarde, Blas
propuso a Helena enseñarle a tirar piedras planas al río y que rebotaran en la
superficie cuantas más veces mejor. Nicolás y Bibiana también quisieron
participar en el juego. Matilde se rio bastante viendo los intentos de Helena y
de los niños. Sin embargo, ¡parecía tan fácil cuando lo hacía Blas!
Siendo el maestro
bueno y paciente, y después de unas cuantas tardes más, los tres alumnos
consiguieron que sus piedras lanzadas al agua tuviesen el honor de llamarse
saltarinas. ¡ Y cómo olvidar esas tardes, esos momentos!
Las horas, al
igual que los días, transcurrían en el valle suavemente, sin hacer ruido, con
sigilo, apacibles... Ninguno era consciente de que había terminado febrero y
llegado marzo y la primavera. Ni siquiera Matilde, que hasta había olvidado el
ala rota de Cupido.
En la casita del
valle se respiraba felicidad y las vivencias, allí experimentadas, las
recordarían y les acompañarían siempre.
Una mañana de
marzo, de una reciente primavera, oyeron una fuerte algarabía fuera de la casa. Un grupo de aldeanos, muy alegres y con aires de fiesta, felicitaron a Helena.
Pronto supieron el porqué. Las elecciones se habían celebrado y ya había un
claro ganador... Jaime Palacios.
Págs. 1300-1308
Hoy os dejo una canción de Chayanne... "Te amo y punto"