—Blas, no me hagas esto. Tú no
entiendes, no entiendes nada.
—¿Qué no entiendo? ¿De qué me
hablas? Dime qué no entiendo.
—Tengo miedo, Blas. Tengo mucho
miedo —Hasta la misma Helena se sorprendió de su sinceridad—. Nadie puede ser
tan feliz. Algo pasará.
Si tú y yo
estamos juntos, si tenemos a nuestro hijo con nosotros, ¿qué otra cosa podemos
desear? Nadie puede ser tan feliz, algo pasará. Tengo miedo. ¿No puedes
entenderlo?
Blas arrojó dos
cojines al suelo derribando, de este modo, dos de las cuatro piedras del muro
endeble que había construido Helena.
A continuación,
la obligó suavemente a darse la vuelta.
—Sí, seremos felices. Muy felices.
Inmensamente dichosos —reconoció—, pero nada malo pasará. No tengas miedo, nada
malo va a sucedernos. Tenemos derecho a esa felicidad después de haber estado
doce interminables años separados. La vida nos lo debe.
—¿De verdad lo crees así, Blas? ¿No
me estás mintiendo? ¿Nada malo pasará? Yo puedo vivir separada de ti, separada
de Nico, pero no puedo vivir sin ti y tampoco sin Nico. ¿Entiendes lo que te
digo?
Blas comenzó a
beber a besos las lágrimas que se deslizaban por el semblante de Helena.
La cama flotaba
más, volaba más, daba vueltas sin parar, cada vez más rápido. El vértigo llegó,
les alcanzó, les dominó... y estalló ese amor que es tempestad.
A pesar de que
Matilde tocó su brazo con delicadeza, Helena se despertó sobresaltada. Miró a
su amiga, inmediatamente después miró el lado de la cama donde debía estar
Blas, pero no estaba. Su sobresalto aumentó de intensidad.
Se había dormido. ¿Cómo se había podido
dormir?
—Son casi las diez. ¿No piensas
levantarte hoy?
—¡Las diez! —exclamó Helena, atónita—
¿Cómo puede ser tan tarde?
—Pues sí, hoy se te han pegado las
sábanas —afirmó Matilde—. A Blas no.
Helena se
sonrojó bruscamente, convencida de que su amiga sospechaba o, peor aún, sabía
que Blas había vuelto a pasar la noche en su cama.
—¿Sabes a qué ha ido Blas a la
aldea? —preguntó Matilde.
—¿A la aldea, ha ido a la aldea?
—se sorprendió Helena.
—Sí, a las nueve ha entrado en la
cocina y me ha dicho que venía de la aldea. Ah, y me ha pedido que te recuerde
que te pongas el vestido.
Aún no se había
marchado el color de las mejillas de Helena y el tono se tornó más patente.
—Es cierto, no estaba segura de si
lo había soñado o no... Blas estuvo anoche aquí para pedirme que hoy me
pusiera... el vestido.
—Hoy es catorce de febrero
—apuntaló Matilde.
—¡Sé que hoy es catorce de febrero!
—exclamó Helena, exaltada— ¿Pretendes ponerme nerviosa? ¿Es que no te das
cuenta de que estoy muy nerviosa?
Matilde sonrió,
comprensiva.
—Claro que me doy cuenta. Venga, levántate.
Dúchate y te ayudaré a prepararte.
—¿Lo harás, me ayudarás? —se animó
Helena— Iba a pedirte que lo hicieras. ¡Es que estoy tan nerviosa!
—Pero, ¿quieres levantarte de una
vez?
Helena descendió
por la escalera de caracol apoyando sus pies en cada peldaño con mucho cuidado.
Sus piernas parecían estar rígidas; pensaba que un pie se le torcería, que
tropezaría, que caería, que haría el ridículo y que moriría de vergüenza...
pero nada similar a lo que pensaba y temía sucedió.
Llegó a la
cocina detrás de Matilde. Blas y los niños la miraron y admiraron lo muy bien
que le sentaba el vestido azul con florecillas blancas.
Helena estaba
radiante, bellísima, y Nicolás no tardó en hacérselo saber.
—¡Estás guapísima, mamá! —exclamó,
contento.
—Muchas gracias, Nico —respondió
Helena, azorada, pero feliz. Todavía no entendía cómo se había puesto el
vestido. Tal vez fue por la ayuda de
Matilde. Daba igual. Se lo había puesto y eso era lo importante.
—Sentaos a desayunar —invitó Blas a
Helena y a Matilde—. He preparado unas tostadas con mantequilla y mermelada de
melocotón.
Helena comió una
tostada a duras penas, y no porque no le gustara, pero no podía comer. ¡Estaba
tan inquieta! Bebió un poco de leche y dio por finalizado su desayuno.
No sabía qué
hacer, no sabía qué decir, no sabía dónde mirar. Evitaba mirar a Blas; él era
el responsable de su nerviosismo. Y sentía sobre ella su mirada, pero ella
seguía sin atreverse a mirarle.
De repente,
sufrió un gran sobresalto cuando alguien llamó a la puerta.
Blas, muy veloz,
fue a abrir. Todos miraron hacia la puerta. El recién llegado era un hombre que
Helena no pudo ver bien. Blas le dio las gracias después de que el hombre le
entregara algo.
—¿Quién era? —se interesó Matilde
en cuanto Blas cerró la puerta.
—Un hombre... Era un hombre.
A todos les
sorprendió esta respuesta.
—¿Qué quería? —insistió Matilde.
—No quería nada, soy yo el que
quería y me ha traído lo que quería.
Todos volvieron
a sorprenderse por esta otra respuesta.
—¿Y qué querías tú? —le preguntó
Nicolás— ¿Qué tienes en la mano, qué te ha dado? Estás muy raro.
—Soy raro, siempre lo he sido
—contestó Blas— ¿Puedes levantarte un momento, Helena? —dijo a continuación.
Su petición
pilló desprevenida a Helena y, durante un rato, no supo cómo reaccionar, qué
hacer; dudaba, no tenía claro cómo salir airosa de aquella extraña situación.
Pasado ese rato
repleto de dudas, decidió levantarse y lo hizo violentamente.
—¿Qué es lo que te propones, Blas?
¿No te das cuenta de que nos estás poniendo nerviosos a todos? ¿Acaso
quieres...
No pudo continuar
hablando, se quedó callada. ¿Era cierto
lo que estaba viendo o lo estaba imaginando? Blas había hincado una rodilla
en el suelo y en sus manos mantenía una cajita forrada con terciopelo rojo.
Abrió la cajita que guardaba una sortija con una piedra transparente muy
brillante, y dos alianzas.
—Helena, delante de nuestro hijo,
de tu amiga, de Marcos, de Bibi, delante de todos ellos te pregunto si quieres
casarte conmigo, si quieres ser mi mujer y hacerme el hombre más feliz de la
tierra.
Nicolás miró a
su madre conteniendo la respiración.
—Blas, delante de nuestro hijo,
delante de Matilde, de Bibi, de Marcos... te digo que sí quiero casarme
contigo, que sí quiero ser tu mujer y hacerte el hombre más feliz de la tierra.
Helena nunca
sabría explicar cómo contestó aquello, cómo se atrevió. Tal vez la hechizaron los
ojos negros del hombre más peligroso del mundo. Sí, su mirada fulgurante debió
hechizarla.
A partir de ese
momento, los acontecimientos se sucedieron.
Nicolás aplaudió
entusiasmado y Matilde y Bibiana le secundaron. Marcos no aplaudió. Atónito,
pensaba que todos habían enloquecido.
Blas dejó de
apoyar la rodilla en el suelo, se levantó y puso en un dedo de Helena el anillo
de oro blanco con un diamante engastado en cuatro garras.
Besó su mano,
entrelazó sus dedos con los de ella y la condujo fuera de la cocina, al valle.
Matilde, Nicolás,
Bibiana y Marcos les siguieron.
El sonido de un
violín arrasó los ruidos del valle. Helena se preguntó de dónde procedía la
música; ignoraba que todos se preguntaban lo mismo, excepto Blas.
El mismo hombre
que le había traído los anillos era el violinista que no se dejaba ver.
La mañana era
hermosa. El sol brillaba en un cielo sin nubes. Un viento suave mecía la
alfombra de hierba y flores, que adornaba el suelo del valle.
Llegaron cerca
del río y Blas se detuvo. Soltó la mano de Helena y recogió un ramo de
orquídeas. Le entregó el ramo a Helena.
—A una novia no le debe faltar un
ramo de flores.
Helena miró el
ramo. ¡Era tan bonito! Estaba viviendo
un sueño y no quería despertar nunca.
—No ha venido un sacerdote a
casarnos, tampoco un juez o un alcalde. Pero nos podemos casar tú y yo. No
necesitamos que nadie nos declare marido y mujer. ¿Estás de acuerdo?
Nicolás no dejó
que su madre respondiera.
—¡Yo os casaré, yo os declararé marido y mujer! —gritó, precipitado y
entusiasmado.
—Pues no se me ocurre nadie mejor
que nuestro hijo —sonrió Blas.
—A mí tampoco —sonrió Helena y los
hoyuelos, que adoraba Blas, aparecieron en sus mejillas.
Y la agradable
melodía de un violín acompañó las siguientes palabras de Blas.
—Yo, Blas Teodoro, te tomo por
esposa, Helena, y prometo serte fiel en la salud, en la enfermedad, en la
riqueza, en la pobreza, en la alegría, en la tristeza, y prometo amarte todos
los días de mi vida, cada día más, y te prometo que ni la misma muerte podrá
separarnos.
Tras sus
palabras, Blas puso la alianza más pequeña en un dedo de Helena, y dejó la
alianza más grande en la palma de su mano.
La agradable
melodía del violín también acompañó a las palabras de Helena.
—Yo, Helena Palacios, te tomo a ti
por esposo, Blas, porque TeAdoro, y
prometo serte fiel en la salud, en la enfermedad, no quiero que nunca estés
enfermo, en la riqueza, en la pobreza, en la alegría, en la tristeza, no quiero
que nunca estés triste, y prometo amarte todos los días de mi vida, cada día
mucho más, y te prometo que nada ni nadie podrá separarme de ti, nada ni nadie
podrá separarnos.
Y Helena puso en
un dedo de Blas la alianza del amor donde estaban grabados signos y palabras: Más que ayer, menos que mañana.
—¡Y yo os declaro marido y mujer! —gritó Nicolás, emocionado y feliz.
Tan emocionado
estaba, que olvidó decir que el novio podía besar a la novia, pero Blas no
esperó ese permiso y la besó. Y un ramo de orquídeas cayó al suelo.
La melodía del
violín se hizo más presente, más cercana, más sonora. El violinista se había
aproximado.
Blas y Helena
comenzaron a bailar. Nicolás sacó a bailar a una dichosa y llorosa Bibiana.
Matilde también
observaba la escena, dichosa, con los ojos llorosos, y deseó con toda su alma
que Helena siempre fuese tan feliz como en aquel momento.
Marcos también
miraba y definitivamente se convenció de que Blas se había vuelto loco y de
que, por supuesto, esa boda no podía ser válida.
Págs. 1282-1291
Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, creo que os dije que había un capítulo que era un homenaje al amor de Blas y Helena... pues lo acabáis de leer
Y espero que lo hayáis disfrutado lo mismo que lo disfruté yo al escribirlo
Este capítulo no significa que esta historia vaya a tener un final feliz o infeliz... solo es un homenaje a ese amor que es tempestad
Quedan pocos capítulos, se acerca el final... ya os dije que os avisaré cuando vaya a publicar el último
Hoy vuelvo a dejar la canción de El Clan, no podía dejar otra
Un abrazo fuerte a todos
Mela