CAPÍTULO 150
LA SÉPTIMA LUNA
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or mucho que lo
intentó, consciente de que al día siguiente tenía que conducir durante horas,
Blas no pudo conciliar el sueño aquella noche que se le hizo eterna.
Se levantó
varias veces y fue a la cocina, pero las infusiones de tila de nada le
sirvieron.
Estaba demasiado
excitado, demasiado emocionado, demasiado ansioso.
A las siete de
la mañana, cansado de dar vueltas en la cama y de visitar la cocina, fue al
baño a despejarse con una ducha reparadora. Poco después se vistió.
En el suelo de
la habitación ya tenía preparada una mochila con lo que consideró que
necesitaría en el valle.
Miró el paquete
que contenía el vestido de Helena y esbozó una nefelibata sonrisa.
Tuvo la
tentación de volver a abrirlo, de volver a contemplar el vestido... pero no;
Gabriela lo había envuelto muy bien.
Regresó a la
cocina en busca de otra tila y encontró a Emilia desayunando.
—Te has levantado temprano —le dijo
como saludo. El semblante sombrío y cogitabundo de la señora Sales le
sobresaltó un poco—. ¿Te ocurre algo?
—Tú también te has levantado
temprano.
—La verdad es que no he podido
dormir. Estoy deseando salir hacia el valle.
—Si no has dormido bien no deberías
salir de viaje. De aquí al valle hay muchos kilómetros, solo me faltaría que
tuvieras un accidente.
—Tranquilízate, mamá. Nada ni nadie
me impedirá llegar al valle hoy. Pero, ¿qué te ocurre? —insistió Blas sin
entender el semblante preocupado de Emilia.
—Tampoco he dormido bien —respondió
ella—. Estoy convencida de que Jaime Palacios quiso jugar con mis sentimientos.
Burlarse de mí. En realidad, ¿qué se puede esperar de un crápula?
—¿Qué me estás queriendo decir?
—Que Helena no es hija mía. Tú no
has visto jamás a Isabel Avilón, pero yo sí. Helena se parece muchísimo a ella.
Es imposible que sea mi hija. Me dejé engañar porque quería que Nico fuese mi
nieto.
—Mamá, escúchame bien. Tú siempre
serás mi madre y Nico siempre será tu nieto. Yo siempre seré Blas Teodoro.
Nunca seré el hijo de Arturo Corona. Siempre nos vas a tener a Nico y a mí.
—Blas, no estoy segura de que te
convenga esa mujer. ¿Por qué no olvidas de una vez a Helena? Su padre y el tuyo
nunca consentirán vuestra unión.
—Y tú tampoco, ¿verdad? —se molestó
Blas— Ahora que has entendido que Helena no es hija tuya, vuelves a lo de
antes. Pero no, mamá. Ni tú ni nadie va a impedir que hoy vaya al valle.
—¡Eres un irresponsable! —se alteró la señora Sales— ¿No piensas en
Nico? ¿Y si recae en el valle? Aquí ha estado bien cuidado, pero en el valle...
—¡Basta, mamá! No sigas por ahí. Si
no aceptas a Helena, entonces sí que nos acabarás perdiendo a Nico y a mí. No
soy un niño, tampoco un adolescente. Hace tiempo que soy adulto, no me
manejarás a tu antojo.
Tras esta firme
advertencia, Blas iba a salir de la cocina sin tomar la tila. No quería
continuar con una discusión que le dolía, pero la llegada de Marcos le impidió
marcharse.
El semblante del
muchacho, que todavía iba vestido con pijama, no era mejor que el de Emilia.
—Te has levantado muy pronto
—comentó Blas.
—Quería decirte algo.
—Dime.
—No quiero ir a Luna con tu madre.
Me quedaré en Aránzazu.
—Marcos, ¿qué vas a hacer aquí
solo? Tienes dieciséis años. En Luna estarás bien, estudiarás...
—No quiero ir con tu madre.
—¿Por qué razón?
—Tu madre sabía lo que estaba
pasando. Ella sabía que mi padre y mi hermano maltrataban a mi madre y a mi
cuñada. ¡No quiero ir con ella! Tu madre no es como tú.
—¡Insolente! —chilló la señora Sales, furiosa— ¿Cómo te atreves a
mentir de ese modo? ¡Yo no sabía nada!
Tampoco te quiero conmigo, perteneces a una familia de rateros vulgares.
—¡La que miente es usted, usted lo
sabía, y no quería que Blas se enterara! —se defendió Marcos.
—¡No voy a tolerar esto! ¡No
pienso tolerarlo! —exclamó la señora Sales, desquiciada.
—¿Qué pasa aquí, qué gritos
son estos? —preguntó el señor Francisco irrumpiendo en la cocina y, por
supuesto, gritando más que nadie.
—Nada, no pasa nada. Todos estamos
un poco nerviosos —contestó Blas—. Y Marcos se viene al valle con Nico, Bibi y
conmigo.
—¿De verdad puedo ir con vosotros?
—se ilusionó el chico.
Blas asintió con
un gesto.
—¿Vas a llevarte a este difamador? —se escandalizó la señora Sales.
—Yo no estoy mintiendo, miente
usted —la acusó Marcos—. Usted vino un día a mi casa a decirle a mi padre que
Blas había oído sus gritos y que usted le convenció para que no viniera a ver
lo que pasaba. Le dijo a mi padre que lavara la ropa sucia en silencio o lo
despediría. Usted no quería que Blas se enterara.
Emilia no dijo
nada, Blas tampoco, pero le lanzó una mirada que dijo mucho. Con esa mirada,
Emilia entendió en el acto que Blas estaba recordando el día que escuchó los
gritos desaforados de Matías Hernández, los gritos de un energúmeno. Él quiso
ir a la pequeña casa del jardín y ella se lo impidió alegando que no debía
inmiscuirse en los asuntos personales y en la intimidad de esa familia por muy
empleados suyos que fueran. Su deber era respetarles.
Sí, Blas estaba
recordando aquello. Y Emilia supo que su hijo ya creía a Marcos. Se vio desarmada
y descubierta, y se sintió vulnerable.
Se marchó de la
cocina sin terminar de desayunar.
∎∎∎
A las diez de la
mañana llegó el momento de las despedidas.
El señor
Francisco le dio un abrazo fuerte y sincero a Blas, y le deseó suerte.
—Espero que no tardes mucho en
presentarme a Helena Palacios.
—Espero hacerlo pronto —sonrió
Blas—. Me encantará llevarla a Luna.
Estela fue la
siguiente en darle un abrazo, menos fuerte que el del señor Francisco, pero
igual de sincero.
—Te deseo mucha felicidad.
—En busca de esa felicidad me voy
—. Y una nefelibata sonrisa volvió a iluminar su rostro. Se sentía como un
adolescente, un soñador, con los pies muy por encima del suelo, su cabeza en
las nubes, en un mundo llamado Inopia y qué feliz era allí.
Gabriela le dio
un beso en una mejilla y le dijo que esperaba que Helena apreciara el regalo
que le llevaba.
—Y no olvides quien lo envolvió
—añadió.
—No lo olvidaré —le aseguró Blas.
Emilia Sales
besó a Nicolás y le recomendó que se cuidara mucho y que nunca olvidara cuánto
lo quería.
Luego se dirigió
a Blas, le dio un beso frío e insistió en que condujera con prudencia.
A Bibiana y a
Marcos nada les dijo, los ignoró por completo.
Poco después, el
todoterreno con Blas al volante, salió del jardín rumbo al valle de Markalo.
∎∎∎
Emilia Sales
estaba deseando, en cuanto Blas se marchó con los niños, que también se
marcharan el señor Francisco, Estela y Gabriela.
No disimuló en
absoluto su deseo, y sus invitados se fueron con la convicción de que su
presencia molestaba a la mujer.
Cuando por fin
su ardiente deseo se cumplió, Emilia corrió a coger el teléfono y llamó a
Arturo Corona.
Le advirtió que
Blas iba hacia el valle con el todoterreno.
—¿Cómo se ha enterado de que Helena
está allí?
—No lo sé —respondió Emilia sin
titubear. No iba a delatarse—. ¿Qué
más da cómo se ha enterado? La cuestión es que está en camino.
—¿Y te preocupa eso? —se mofó el
dictador de Kavana— ¿Crees que Jaime ha dejado sola a su hija en medio de la
montaña? Blas no llegará al valle, habrá soldados que se lo impedirán.
Emilia se quedó
más tranquila. No le sucedió lo mismo a Arturo Corona, que llamó de inmediato a
Jaime Palacios.
—Mi hijo va al valle —le dijo—, va
con el todoterreno. Procura que tus militares no le hagan daño.
—Tu hijo es muy atrevido —respondió
el señor Palacios.
—Tiene a quien parecerse —replicó
Arturo Corona con orgullo.
—Tranquilízate, nadie le hará daño.
Arturo Corona no
se hubiera tranquilizado lo más mínimo si hubiera sabido lo primero que hizo
Jaime Palacios apenas dejaron de hablar. Dio la orden de que, en ningún caso ni
bajo ninguna circunstancia, detuvieran el coche de Blas Teodoro, que lo dejaran
pasar.
A continuación sacó
una foto de su cartera. Siempre llevaba esa foto con él. Era de una mujer que
parecía Helena, pero no era Helena. Era Isabel Avilón.
—Creo que nuestra hija va a ser feliz —le transmitió con el
pensamiento—. Espero que estés contenta.
Te lo debía a ti. Se lo debía a ella.
Besó la foto y
volvió a guardarla en la cartera.
∎∎∎
Pocos kilómetros
recorridos, y Blas comenzó a darse cuenta de que no haber dormido en toda la
noche le iba a pasar factura. Tendría que hacer varias paradas, aunque no
quisiera.
La tila que
había tomado tampoco le ayudaba. Sus piernas y brazos temblaban; y un hormigueo
insoportable y maravilloso a un tiempo peregrinaba en su cuerpo.
Estaba
ilusionado, ansioso, y también muy nervioso. Demasiado nervioso.
Nicolás, a su
lado, tenía sentimientos encontrados. Anhelaba llegar al valle, ver a su madre.
Pero una espina no le permitía disfrutar del viaje. Se alejaba de Natalia sin
haber hablado con ella y no sabía cuándo volvería a verla.
Marcos y
Bibiana, en el asiento trasero, se sentían bien. Cómodos y felices. Una nueva
vida les esperaba, sin duda mejor que la que dejaban atrás.
Confiaban en que,
a pesar de que nos les unían lazos de sangre, podían formar parte de la familia
de Blas Teodoro. Los dos lo deseaban.
Y Marcos llegó a
pensar, dada su suerte, que su madre y su cuñada le habían perdonado tal como
le dijo Blas.
Al primer
contratiempo que tuvo que enfrentarse Blas fue al clima. Una niebla densa le
obstaculizó la visibilidad y, durante un largo trayecto, se vio obligado a
reducir la velocidad.
Cuando pudo
escapar de la nebulosa confusa, salió de la autopista y se adentró en un pueblo
de calles empinadas y angostas. En semejantes calles, el todoterreno parecía un
Gulliver invasor.
De ahí que, los
lugareños con los que topó, se tornaran liliputienses, y lo miraran pasar con
sumo recelo.
Los niños tenían
apetito y almorzaron, con mucho gusto, en la primera posada que Blas encontró
en "Liliput". Él no almorzó, pero aprovechó el receso para lavarse la cara en un
aseo sin pizca de flema aristócrata.
La posadera
nunca olvidaría al hombre que, en lugar de pedirle una helada jarra de cerveza,
le pidió una jarra de tila. Y la bebió de
un trago, añadiría cuando lo contara a parroquianos y familiares.
Comieron en
Markalo. Blas comió poco. El hormigueo, ese cosquilleo tan insoportable como
delicioso continuaba su peregrinaje.
De nuevo en la
carretera, una peña desprendida entorpecía el tráfico y ese percance los entretuvo
bastante.
La noche se les
echó encima. En febrero todavía anochecía pronto.
Por fin se
internaron en el camino que los conduciría al valle, pero la acentuada oscuridad
impedía que los niños admirasen la belleza de los paisajes que se extendían a
un lado y otro de la calzada.
Eran las diez de
la noche cuando llegaron al valle. Cansados por el largo viaje, pero
ilusionados, bajaron del todoterreno.
Una luna grande,
redonda, blanca, les contemplaba desde arriba acompañada de brillantes cortesanas.
Blas la miró y
sonrió. Preguntó a los chiquillos si podían ver sus ojos, nariz y boca.
Nicolás, Marcos y Bibiana vieron la cara de la luna. ¡Qué bella!
Una mezcolanza
de aromas agradables embriagó a los recién llegados como obsequio de
bienvenida.
Blas sonrió aún
más cuando distinguió la silueta recortada de una casa. Había una luz encendida
en el porche y una estela de humo, que salía de la chimenea, ascendía.