CAPÍTULO 145
CIEN SIGLOS DE PERDÓN
M
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atilde entró en
la habitación de Helena cuando ya la tormenta se había desatado en Markalo.
Fogonazos de
luces rasgaban un cielo cargado de nubarrones oscuros, y estrepitosos truenos
sacudían a ese mismo cielo.
Llovía a
torrentes. Millares de gotas de agua acribillaban los cristales, con furia,
pretendiendo punzar el vidrio. Derrotadas, se deslizaban tras su empeño sin
éxito. Les seguían otras.
—Mal día para salir de compras
—dijo Matilde sorprendiendo a Helena, que no se había percatado de su llegada.
De inmediato, ocultó la foto de Blas bajo la sábana.
Matilde no
comentó nada al respecto, fingió no haberse dado cuenta.
—La verdad es que no me apetece
acompañaros, y no es porque llueva. Me gusta la lluvia, pero detesto ir de
compras. Podéis ir tú y Paddy —repuso Helena.
—¿Vas a contarme por qué hemos
salido a toda prisa de Aránzazu? ¿Por qué ni siquiera has visto a Nico?
—preguntó Matilde sin rodeos.
Un gesto en el
rostro de Helena expresó, sin palabras, el malestar que le provocaron las
preguntas de su amiga. Un trueno ensordecedor estalló en el exterior de la
habitación.
—¿Cómo es posible que tenga que
explicártelo? ¿Cómo es posible que no lo entiendas? —replicó, molesta— Elisa ha
muerto, la mató Álvaro Artiach. Yo estaba allí, yo lo vi. Jamás debí ir a casa
de Blas, debí pensar, debí avisar a mi padre. ¡Ha muerto por mi culpa! Se iba a
casar con Blas. ¿Has olvidado que se iban a casar? ¿Has olvidado que compartían
casa y cama? Yo pensaba que solo compartían casa en épocas de vacaciones, pero
no... también compartían cama.
Quizás Blas
piensa que yo me alegro de su muerte, y no es cierto. No quiero volver a ver a
Blas, nunca le perdonaré que haya compartido cama con otra mujer. Eso no.
Todo lo dicho
por Helena no convenció a Matilde, pero Helena estaba obcecada y era
materialmente imposible hacerla entrar en razón en aquel momento. Quizás en el
valle podrían conversar con la tranquilidad y el sosiego necesarios.
—¿Y Nico, qué me dices de tu hijo?
Helena suspiró,
cansada.
—El primer día de clase, en el
instituto, pedí a Paula que les dijera a los alumnos que hicieran una redacción
sobre sus madres —recordó con dolor—. Nico escribió que su madre lo abandonó
cuando tenía tres años, no podía recordarla, y no quería imaginar ni pensar
nada sobre ella porque le daba igual.
Nico es feliz
con Blas, y con Blas va a seguir. A mí no me quiere, a mí no me necesita.
No quiero seguir hablando sobre esto.
No quiero seguir hablando sobre esto.
¿Crees que
estará lloviendo en Aránzazu?
∎∎∎
En Aránzazu no
llovía. Sin embargo, también se había desatado una feroz tormenta en la
habitación del hospital donde estaba ingresado Nicolás. No era una tormenta de
agua, no era una tormenta eléctrica, era una tormenta de palabras tan ruidosas
que reventaban como truenos.
Nicolás estaba
ansioso, deseaba salir cuanto antes en busca de Helena; y Blas se negaba
alegando que debía permanecer un mes en el hospital.
La señora Sales
se vio incapaz de sofocar la airada discusión entre padre e hijo.
—¡Tenemos que ir a raptarla! ¡No
podemos perder el tiempo! —gritó Nicolás, excitado.
—Nico, los médicos me han dicho que
lo más prudente, después de lo que te ha pasado, es que permanezcas un mes en
el hospital. Tienen que observar tu evolución.
—¡No me importa lo que digan los médicos! ¡Yo me encuentro bien! Pediré el alta, tú también la pediste cuando
estuviste en el hospital. Me acuerdo muy bien.
—Me alegra que tengas tan buena
memoria. Es cierto, la pedí, pero es que da la casualidad que soy mayor de
edad. Soy un hombre adulto responsable de mis actos, pero tú eres un crío de
quince años. Nadie te dará el alta sin mi consentimiento y no pienso consentir.
—¡No estaré un mes aquí! ¡No
estaré! —vociferó Nicolás, embravecido— Un mes es mucho tiempo. Ahora
sabemos que mi madre está en Markalo, pero se puede marchar y volver a
desaparecer. ¿Quieres que pase eso?
—Por supuesto que no, no quiero que pase
y no pasará. Ahora sé cosas, dispongo de una información que antes no tenía. Tu
madre no volverá a desaparecer, te lo aseguro.
También te
aseguro que tú no la quieres más que yo, ni tampoco tienes más ganas que yo de
volverla a ver.
Y está bien, no
estarás un mes. Quince días.
—Una semana. Ni un día más o me
escaparé —amenazó Nicolás.
Blas se rió
forzado, se rió nervioso.
—Eres igualito que tu madre.
Igualito.
La señora Sales
sonrió puesto que sabía cuánto le gustaba a Blas que Nicolás se pareciera a
Helena.
—Una semana —repitió el chiquillo.
—Está bien, una semana.
—¿Me lo prometes?
—¿Es necesario?
Nicolás asintió
con la cabeza.
—Muy bien, te lo prometo, aunque no
sé si tendré tiempo de conseguir lo que quiero.
—¿Qué es lo que quieres? —indagó
Nicolás con curiosidad.
—Quería volver a regalarle a tu
madre el vestido que le regalé un día, hace doce años, y que ella ha quemado en
uno de sus arrebatos.
Nicolás vio como
los ojos de su padre brillaban ilusionados.
—¡Me parece un detalle fantástico,
una idea genial! —exclamó contento y emocionado. Y sonrió, y aparecieron en sus
mejillas los hoyuelos que tanto gustaban a Blas. Y los ojos de Blas brillaron
mucho más.
—A mí no me parece una idea genial.
Blas, ¿de verdad crees que Helena merece eso? Yo no lo creo.
Blas, Nicolás y
Emilia miraron hacia la puerta. Estela y Gabriela habían entrado sin que ellos se dieran cuenta, y era Gabriela
quien terminaba de dar su opinión.
Otra tormenta de
palabras, mucho más dañina que la anterior, amenazaba con anegar la habitación.
∎∎∎
En Markalo
continuaba lloviendo.
Jaime Palacios,
Helena, Matilde y Patricia estaban sentados alrededor de una mesa redonda,
grande y pesada. Un mantel blanco la cubría acompañado de servilletas de un
blanco tan inmaculado como el mantel.
Patricia buscó una
mancha o una arruga, pero ninguna tara encontró.
La muchacha se
sentía dichosa, feliz, guapa. Se había puesto un vestido de cuando Helena era
una jovencita. La elección no fue sencilla entre decenas de vestidos preciosos.
Y en cuanto se miró en un espejo ya no tenía duda de que era la princesa de un
palacio. O tal vez la reina.
La abundancia de
comida en la mesa era casi escandalosa.
Maura, la
cocinera, no había permitido que ninguna de sus dos ayudantes fuera al salón.
Le correspondía estar a ella y allí estaba; orgullosa, erguida. Quería
presenciar con sus propios ojos como se deleitaban con los manjares que había
preparado con gran esmero.
Esperaba que el
señor Palacios la felicitara como siempre lo hacía; aunque haciendo honor a la
verdad, también recelaba.
Conocía a
Helena, sabía que no gozaba con el placer de la comida, y que era incapaz de
apreciar su buena mano en la cocina.
Patricia creyó
que podría quedarse dormida en su silla de patas torneadas con un tapizado muy
mullido y de cómodo y alto respaldo. A continuación, admiró la lámpara de araña
que iluminaba la estancia. Tenía múltiples brazos adornados con numerosos
colgantes de cristal. La lámpara era fastuosa e irradiaba majestuosidad.
Las paredes
relucían trajeadas con un papel pintado con flores que rompía con la oscuridad
de los colores caoba de la madera de los muebles.
Había grandes
jarrones y un baúl antiguo.
Patricia observó
las patas de un sofá, eran semejantes a garras de animales.
A continuación,
su atención fue absorbida por un cuadro donde estaba retratada una niña
leyendo. Aquella niña era la viva imagen de Helena.
¡Cuánto le gustaría que un pintor de renombre
la tomara a ella como modelo!
En la chimenea,
un fuego muy vivo calentaba un salón que Patricia hubiera definido en tres
palabras. Romántico, refinado y elegante.
Lo que ignoraba
Patricia es que aquel no era el salón principal de la mansión.
—Paddy, ¿no tienes apetito? —le
preguntó Helena— Aunque no me extraña que así sea. ¡Con tanta comida sobre la
mesa es difícil saber por donde empezar!
Maura frunció
los labios, agraviada por el comentario de Helena.
—Se empieza por una cosa y se sigue
por otra —dijo el señor Palacios dejando a un lado el periódico que estaba
hojeando—. Y no te preocupes por los demás, tú tampoco has empezado a comer
nada.
—Creía que estabas leyendo el
periódico —respondió Helena cogiendo de un cestillo de plata unas cerezas de aspecto muy
sabroso.
Patricia pensó
que Helena tenía razón, era difícil elegir qué comer en primer lugar. ¡Se veía todo tan exquisito! Se decidió
por probar una tostada untada con tomate y con unas finas lonchas de jamón
encima. El pan, recién horneado, aún estaba caliente y ¡qué sabor tan delicioso tenían tomate y jamón!
—A pesar de ser hombre puedo hacer
dos cosas a la vez. Leer el periódico y saber que no habías empezado a
desayunar —replicó el señor Palacios a su hija—. También sé que Blas Teodoro es
un asesino, digno hijo de un dictador. Digno hijo de Arturo Corona. De tal
palo...
—Te ruego que no sigas, papá —le
interrumpió Helena, alterada—. Blas puede ser muchas cosas, pero no es un
asesino. Recuerda que tú también querías matar a Álvaro Artiach. ¡Ese hombre
era un monstruo!
Por otra parte,
si a quien roba a un ladrón se le otorga cien años de perdón, es más justo
reconocerle cien siglos de perdón a quien mata a un asesino.
—¿Blas mató a Álvaro Artiach?
—preguntó Patricia. Nadie le contestó, y añadió— También debería haber matado a
Ismael Cuesta.
—Lo ha hecho —afirmó el señor
Palacios—, y también le disparó a bocajarro a un hombre que estaba maniatado.
Matilde suspiró,
consternada. Maura se santiguó.
—Ya deja de inventar barbaridades,
papá —pidió Helena.
—Eres tú quien ha inventado los
cien siglos de perdón. Yo todavía no he inventado nada. Todo lo que he dicho es
cierto.
—¡No puedo más! —exclamó Helena
sintiéndose realmente indispuesta— ¡Quiero irme al valle ya!
—Helena, está lloviendo a mares.
Tendrás que esperar.
—Como si llueven océanos. ¡No
esperaré! —aseguró levantándose, y saliendo muy rápida del salón.
—Todo esto es culpa tuya —acusó
Jaime Palacios a Matilde—. Absolutamente tuya.
—Yo no me quiero ir al valle —dijo
Patricia—, quiero quedarme aquí.
El señor
Palacios la miró con severidad.
—Te seré muy franco, me importa muy
poco lo que tú quieras, no me importa nada —espetó, enojado. Y también se
marchó del salón tras los pasos de Helena.
Maura regresó a
la cocina decepcionada y sombría. Jaime Palacios no la había felicitado como
hacía siempre, y el desayuno había sido un auténtico desastre. Y de aquella
calamidad la única responsable era Helena. ¡Deseaba
que se fuera cuanto antes!
Matilde vio la
cara de desaliento de Patricia e intentó reconfortarla.
—Sigue desayunando y no te
preocupes por nada.
—El padre de Helena me da miedo
—masculló la niña, compungida.
Matilde le pasó
un brazo por los hombros.
—No le tengas miedo —le dijo—.
Jaime Palacios puede parecerte feroz,
brusco, maleducado... pero solo es un hombre muy preocupado por su hija. Él
nunca te haría daño, Paddy.
Págs. 1175-1183
Hoy dejo una canción de Juan Pardo... "Sin ti"
Págs. 1175-1183
Hoy dejo una canción de Juan Pardo... "Sin ti"