CAPÍTULO 138
DOS CORAZONES HERIDOS
Las lágrimas de Blas se camuflaban con el chorro de
agua que caía de la ducha. Lágrimas escondidas, borradas.
En cuanto llegó a casa se dirigió al baño, y no
pensaba salir de allí hasta estar muy seguro de que su llanto cesara. Jamás
permitiría que nadie volviera a verle llorar. Ni siquiera su madre.
Iba a transformarse en un hombre duro, de piedra. En
un hombre falso que se riera por nada aunque por todo muriera.
Emilia Sales había preparado tila y estaba tomando
una generosa cantidad de esta infusión; la necesitaba de veras.
Sentada, en la sala adyacente a la cocina, miraba un
alrededor solitario y silencioso.
Se preguntó cuántos años tenía. La respuesta,
sesenta. Tal vez ya había vivido bastante; sesenta eran muchos años. Tal vez ya
no quisiera seguir celebrando cumpleaños con aquella carga, con una culpa que
la mortificaba, con unos remordimientos que la acosaban.
Siempre creyó que Helena habría olvidado a Blas;
doce años sin ningún tipo de contacto era una buena razón para pensar de este
modo. Pero escuchó lo que Helena le dijo a Nicolás. Seguía amándole, seguía
amando al hombre que ella había criado como su hijo y al que quería como tal.
Tal vez había llegado el momento de sincerarse con
Blas, de contarle toda la verdad, de limpiar su conciencia, y morir en paz.
El silencio y la soledad, en su entorno, actuaban
como animales depredadores que ansiaban devorarla.
Se negaba a recordar lo sucedido en el hospital,
pero cuanto menos queremos recordar más recordamos. Así funciona y juega nuestra
mente con nosotros... cuando pretende zaherirnos, cuando los depredadores
ya nos han dado caza.
Y Emilia volvió a visualizar a su “hijo” junto a
Elisa en el pasillo. Y volvió a recordar las crueles palabras que Arturo
Corona, su propio padre, le dirigió.
—¿Nunca
se ha hecho alguna prueba de paternidad? —le
preguntó a bocajarro.
Blas lo miró, desconcertado, sin
responder.
—Pues
le aconsejo que se la haga de inmediato. El señor Jaime Palacios me ha confesado
que usted no es el padre de Nicolás. Tampoco es Bruno Rey. Hay otro hombre. Por
discreción y para evitar males mayores no le diré quién es.
—¡Dios
Santo! —exclamó Elisa sintiendo una
satisfacción inmensa que a duras penas podía ocultar. ¡No podía casi creer lo
que terminaba de oír pero cuánto le gustaba!
—Nunca
me he hecho esa prueba ni me la haré tampoco —dijo
Blas con ojos muy brillantes.
A continuación exigió ver a Helena y fue tal
su descontrol que ninguno de los dos hombres más poderosos de Kavana se vio
capacitado para impedírselo.
Irrumpieron en la habitación de las
niñas. Todos se quedaron boquiabiertos e incluso sus miradas se agrandaron al
ver el desorden reinante y el color de las paredes.
Emilia, al recordarlo, aún creía que Blas no vio
nada, que solo vio a Helena.
Y actuó del mismo modo que Arturo
Corona. Le preguntó a bocajarro, sin mediar explicación alguna, si era o no era
el padre de Nicolás.
El desconcierto también se plasmó en
el rostro de Helena; Emilia rogaba en silencio que contestara que sí. Pero su ruego no debió escucharlo nadie. Patricia se acurrucó en un rincón, y de su boca
salieron gritos ininteligibles porque aquellos sonidos histéricos no eran
palabras.
—¡Fuera
de aquí! —exclamó Helena— ¡Están asustando a Paddy! ¡Fuera de aquí todos!
Matías Hernández salvó a Emilia de seguir
recordando, espantó a los fantasmas que pululaban en su mente al entrar en la
cocina y preguntarle si iban a comer en casa.
—No, al señor Teodoro no le conviene estar mucho
tiempo fuera del hospital. Podría sufrir otro ataque —respondió la señora Sales.
—Muy bien, entonces deduzco que comerán en el
hospital. ¿También dormirán?
—Deduces bien, Matías. Comeremos allí. Dormir, no lo
sé… quizás sí.
—Mi mujer, mi nuera y mi hijo mayor han tenido que
salir precipitadamente. La hermana mayor de mi mujer está grave.
—Lo siento, espero que mejore —dijo Emilia, agradecida de la compañía de Matías—. No me dejes sola, por favor. No quiero pensar en
nada.
El señor Hernández asintió.
—¿Cómo sigue el señorito Nicolás? —preguntó.
—Pronto se despertará y volverá a casa —respondió Blas que terminaba de entrar en la
estancia, y escuchó la pregunta.
—Me alegro de que así sea —dijo Matías Hernández inclinando su cuerpo hacia
delante haciendo una reverencia exagerada.
—¿Cuántas veces te he dicho que no hagas eso? —explotó el señor Teodoro.
—Hijo, deberías tomarte una tila o un tranquilizante —intervino la señora Sales.
—Estoy perfectamente, mamá. Mejor que nunca. No voy a
pasar ninguna página, voy a arrancar la página de mi vida donde se halla Helena.
Voy a quemar esa página, voy a hacerla desaparecer. Helena Palacios va a ser
historia, va a ser pasado. Le pediré a Elisa que se case conmigo.
En otro momento, Emilia se hubiera alegrado
sobremanera y hubiera querido festejar la determinación de su “hijo” pero, en
aquel momento, no podía.
Después de oír a Helena hablar con Nicolás ya había
entendido que ella era la mujer que amaba a Blas, y la única que tenía el poder
de hacerle feliz.
Si Blas se casaba con Elisa cometería
un craso error que lamentaría más pronto que tarde.
“Ten cuidado con lo que deseas porque se
puede cumplir”, pensó con triste ironía.
∎∎∎
El agua de la ducha caía con fuerza sobre el rostro
de Helena, y se llevaba sus lágrimas.
El dolor que sintió cuando escuchó a Elisa decir que
se iba a casar con Blas, que le daría más hijos, y que él olvidaría a Nico… ese
dolor no tenía parangón con el que llegó a sentir cuando Blas le preguntó si
era el padre de Nicolás.
¿Cómo había podido hacerle semejante
pregunta? ¿Cómo se había atrevido? ¿Cómo pudo mentir tanto cuando la besó unas
horas antes?
Porque era un canalla, un grandísimo
canalla, el más canalla… y ella una grandísima idiota, la más idiota.
Pero existía una gota que podía
colmar y rebasar el borde de un vaso… y esa gota ya se había vertido.
Jamás perdonaría a Blas aquella terrible
ofensa. Esa ofensa nunca tendría reparación.
Y el agua continuaba barriendo lágrimas sin que ella
fuese muy consciente de que estaba llorando.
Matilde reposaba en un sofá del salón, deseaba
cerrar los ojos y descansar un rato pero su vista no se apartaba de la hoja que
tenía en sus manos. En la hoja había una cabeza de serpiente rodeada de muchos
números.
Tan concentrada se hallaba mirando el horroroso
dibujo que no se percató de que Helena entró en el salón.
En cuanto la vio se puso en pie de un respingo.
—¿Qué has hecho? —interrogó, alarmada.
—Me he cortado la trenza. Toma, es tuya.
—Pero, ¿por qué?
—Demasiado has cepillado y peinado mi cabello.
—Pero si a mí me encantaba hacerlo.
—Ahora puedes hacerlo con Paddy. Por cierto, ¿dónde
está?
Era meridiano que Helena pretendía cambiar el tema
de la conversación.
—Se ha quedado dormida, pero antes ha dibujado esto.
Matilde le entregó la hoja. Helena observó el
dibujo.
—Una cabeza de serpiente y números —dijo entendiendo—. Álvaro Artiach tiene tatuada una cabeza de
serpiente en el cuello, y los números están muy relacionados con las
matemáticas… con Ismael Cuesta, profesor de matemáticas. Paddy, a su manera, ya
nos ha dado sus nombres.
—Berta dijo que no haría nada en contra de ellos si
la niña aparecía sana y salva —le recordó Matilde.
—Lo sé. ¿Has hablado con la madre de Paddy?
Matilde asintió, nerviosa. Volvía a ser meridiano
que Helena variaba el tema de conversación.
—A esa señora le parece muy bien que la niña esté con
nosotras. Dice que ella no se puede hacer cargo.
—Bien, ahora voy a salir. Si hay alguna novedad sobre
Nico me llamas. Mi hijo tiene que despertar.
—¿A dónde vas?
—Voy a ver a los padres de Lucas. Ofelia tiene que explicarme
por qué su hijo tenía un pie abrasado, y estaba completamente drogado. Alfredo
Soriano tiene que explicarme cómo pudo dispararle a su hijo.
∎∎∎
Álvaro Artiach, encolerizado, estrelló una botella
de whisky de la que estaba bebiendo amorrado cuando Ismael Cuesta le dio la
noticia de que Alfredo Soriano y su esposa habían sido detenidos.
—¡Hablarán!
—gritó— ¡Esos hablarán! Te delatarán a ti y tú
me delatarás a mí. ¡Yo quería a Helena!
¡Tú te empecinaste con ese maldito
mocoso!
—¡Ese maldito
director me despidió! —vociferó el profesor de matemáticas— ¡Cerró
nuestra discoteca! ¡Nicolás era un
maldito que merecía más de lo que le hizo Lucas! ¿Cómo iba a saber yo que esa maldita Mikaela era Helena?
—¡No sigas
bramando! —Los pequeños ojos de Álvaro Artiach destilaban ira y
maldad— Vamos a ir a casa de mi amiguito Blas a hacerle una
visita de cortesía.
—¿Con qué motivo?
—Para acabar con Helena Palacios delante de él—Álvaro Artiach se regocijó y esbozó una mezquina
sonrisa mientras acariciaba la repugnante cabeza de serpiente tatuada en su
cuello.
∎∎∎
Arturo Corona y Jaime Palacios paseaban de un extremo
a otro del largo pasillo sin tan siquiera mirarse cuando se cruzaban.
El dictador de Kavana pensaba en su hijo y en
Nicolás. Jaime Palacios pensaba en su hija y en Nicolás.
Los mejores neurólogos y cirujanos del país ya
habían llegado al hospital, y ya rodeaban la cama de Nicolás.
Ninguno de esos hombres iba a actuar como un simple
médico.
Tenían una meta muy diáfana… despertar a Nicolás.
Y era menester proceder como dioses.
Págs. 1114-1121
Próxima publicación... un jueves de abril
Hoy dejo una canción interpretada por Amaia... "Miedo"
Con esta impresionante canción fue la ganadora de Operación Triunfo 2017
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Hoy dejo una canción interpretada por Amaia... "Miedo"
Con esta impresionante canción fue la ganadora de Operación Triunfo 2017
Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, hoy tengo la alegría de recordaros que el próximo capítulo que publique será el penúltimo de esta tercera parte
Mela