CAPÍTULO 134
PÁGINAS DE LIBROS
L
|
as hojas de cristal se separaron, y los tres
habitantes del pasillo anterior a la zona quirúrgica dirigieron sus miradas al
hueco abierto.
El primero en llenar ese hueco fue Jaime Palacios
que, de inmediato, vio a Blas Teodoro. La siguiente en entrar fue Matilde,
nerviosa, consciente de que por primera vez en su vida iba a estar muy cerca
del dictador de Kavana. También de su hijo. De ambos había oído hablar mucho
pero jamás los había visto en persona. Solo a Arturo Corona, en la tele.
La última en entrar fue Helena, y si la cara de Blas
fuese un libro, este libro estaría abierto por una página donde solo dos
palabras estarían escritas… “Te quiero”.
Y si la cara de Helena fuese otro libro, al ver a
Blas vestido con un pijama de hospital y sentado en una silla de ruedas, este
libro estaría abierto por una página donde solo podrían leerse dos palabras… ¿Cómo estás?
—Estoy bien —contestó Blas tras leer la mirada de Helena.
—¿Cómo dice? —interrogó Jaime Palacios— ¿Alguien le ha preguntado cómo se encuentra?
Blas le miró y volvió a notar, por parte del señor
Palacios, la misma frialdad que ya notó en el instituto.
—Tengo la sensación de no gustarle en absoluto, y la
verdad es que no entiendo el motivo.
Jaime Palacios ignoró las palabras de Blas, por un
momento, mientras pedía a Helena y a Matilde que se sentaran.
—Acierta usted —dijo a continuación—. ¿Está seguro de querer entender el motivo?
—Por supuesto.
—¡Un momento! —exclamó la señora Sales, alarmada— Mi hijo ha sufrido un infarto. Les ruego a todos
que permanezcamos en silencio.
—No ha sido un infarto, mamá, y estoy bien. Puede
decirme el motivo, señor Palacios.
—Sin embargo, yo estoy de acuerdo con su madre —intervino Arturo Corona—. Creo que aquí nadie va a decir algo más bello que
el silencio. Entonces, mejor que todos guardemos silencio.
—A mí nadie me va a mandar callar, y mucho menos
usted —declaró Helena, beligerante.
Matilde cerró los ojos y meneó la cabeza. Entendía
la reacción hostil de Helena. Era imposible, era como pedirle peras al olmo
esperar que se comportara pacíficamente estando tan cerca del asesino de su
madre.
Blas no entendía nada y creyó enloquecer temiendo
que Arturo Corona perdiera estribos y paciencia.
—Le ruego que no atienda a las palabras de esta
mujer, Excelencia —dijo, bastante alterado—. Es una arrebatada que no piensa lo que dice.
—Y usted, un arrebatado que no piensa lo que hace —añadió Jaime Palacios.
Tras esta afirmación fue Blas Teodoro quien acabó
perdiendo estribos y paciencia.
—¿Puedo saber qué le pasa a usted conmigo? —interrogó.
—¿Insiste en saberlo?
—Sí, insisto.
En este pasillo, la tensión ya podía cortarse con un
cuchillo.
—Muy bien —asintió
Jaime Palacios—. El padre de Helena es mi primo. Helena es mi
sobrina, y no una sobrina segunda o tercera, es más sobrina que si su padre fuera
mi hermano. Supongo que ya puede entender que usted no sea de nuestro agrado.
Tras esta revelación, Blas se quedó paralizado, mudo, como una estatua de piedra.
Matilde, que le observaba, percibió en su rostro
mucha confusión y gran sorpresa. La mujer atribuyó esta desorientación a que no
debía comprender que Jaime Palacios dijera ser el tío de Helena cuando era su
padre.
—Su sobrina tampoco es de mi agrado —dijo la señora Sales con rabia—. Debería darle vergüenza haberse disfrazado y
haberse hecho pasar por otra persona. Incluso tuvo la osadía de presentarse en
mi casa.
—A su hijo debería darle vergüenza haber dejado
embarazada a mi sobrina en el pasado, y haberle quitado la patria potestad en
el presente —contraatacó Jaime Palacios.
—Es su sobrina quien debió guardarse como cualquier
mujer decente debe hacer, y no se hubiera quedado embarazada.
—De mujeres como usted nacen y crecen hombres machistas
—la acusó el señor Palacios.
—Creo que ya es suficiente —Blas recobró el habla—. Lo que opinen ustedes puede ser muy respetable o
no, pero desde luego no es relevante. Los que debemos opinar somos Helena y yo.
—Mi sobrina opina como yo —aseguró el señor Palacios—. Y escúcheme con atención, señor Teodoro. Para
volver a besar a mi sobrina tendrá que besarme a mí primero. Es lo que diría mi
primo.
Helena notó calor en sus mejillas. Sin duda se estaba
sonrojando, y aunque se estaba poniendo realmente nerviosa, era tan disparatado
lo que había dicho su padre que no pudo evitar sonreír.
Blas vio su rubor y su sonrisa. No existía nada en
el mundo que le gustara más que ver aquella sonrisa, aquellos hoyuelos... pero, en esta ocasión, una
oleada de furia le invadió.
—Señor Palacios, Helena y yo somos adultos. No somos
dos adolescentes. Y le recuerdo que vivimos en el siglo veintiuno.
—Como si viviéramos en el siglo treinta. Me es
indiferente el siglo, señor Teodoro. Nosotros somos una familia muy anticuada.
—Para ser tan anticuados permitieron que Helena se
casara muy joven. Cuando yo la conocí tenía veintidós años, y Bruno Rey ya era
su marido —replicó Blas, enojado.
—¿Qué tonterías está diciendo? —se excitó Jaime Palacios— Cuando usted conoció a Helena, ella solo tenía
dieciséis años. Y le puedo asegurar que Bruno Rey jamás la tocó ni la besó.
—¡Basta! —gritó
Arturo Corona, exasperado. Jaime Palacios
estaba hablando demasiado— ¿Alguno de ustedes es consciente de que hay un
muchacho debatiéndose, en un quirófano, entre la vida y la muerte?
Y a partir de ese momento, nadie volvió a hablar. En
el pasillo solo se oían respiraciones agitadas, alguna tos nerviosa, algún
carraspeo, algún suspiro, y pasos de Arturo Corona y de Jaime Palacios que eran
incapaces de permanecer quietos.
Blas buscaba insistentemente encontrarse con la
mirada de Helena, pero Helena le rehuía. No quería mirarle, no quería que sus
rostros volvieran a ser páginas de libros abiertos. Sabía que en estas páginas
ya no se leería con claridad, únicamente se verían líneas borrosas, torcidas,
distorsionadas.
Marcos, el hijo menor de Matías Hernández, llegó al
pasillo acompañado por un soldado. Le traía ropa a Blas.
Emilia Sales se sintió aliviada por la llegada del
muchacho. Aquel silencio ya le estaba resultando insoportable.
—¿Cómo es que no ha venido tu padre? —le preguntó.
—No se encuentra bien —respondió el chico, muy nervioso y sofocado.
—¿Y por qué no ha venido tu hermano? —volvió a preguntar Emilia.
—Tampoco se encuentra bien. No sé qué han comido. Los
dos están indispuestos.
—Bien, pues gracias por venir tú —dijo Blas—.
Puedes volver a casa.
Marcos se marchó con rapidez, y Blas se ausentó unos
minutos para quitarse el pijama y vestirse.
Cuando regresó ya no se sentó en la silla de ruedas.
Al igual que los señores Corona y Palacios comenzó a pasear por el pasillo.
Luchaba consigo mismo por tener la mente en blanco,
no pensar en nada o pensar solo en Nicolás. Pero hay cosas imposibles de
evitar, y una de ellas es que no pensara en las últimas palabras de Jaime
Palacios.
“Helena solo tenía dieciséis años, y Bruno Rey
jamás la tocó ni la besó”.
¿Qué significaba todo aquello? ¿Cómo podía estar casada tan joven?
¿Por qué su marido nunca la había tocado ni besado?
Entre tantas preguntas sin respuestas, recordó como
la conoció.
Él estaba sentado en una cafetería, tomaba un café
con leche. Distraído, leyendo un libro, no vio entrar a Helena.
De repente, parte del café con leche se derramó
manchando páginas del libro. Entonces la vio… ruborizada, azorada.
Se disculpó enseguida, y se excusó alegando que
alguien la había empujado.
Él observó que nadie estaba detrás de ella, todos en
la cafetería permanecían sentados. Siempre creyó que Helena, por vergüenza, no
quiso admitir que había tropezado.
—¡Por vergüenza no! ¡Lo que ocurre es que eres una
mentirosa! —exclamó en voz alta, enardecido, sorprendiendo a
todos— Nadie te empujó cuando nos conocimos, tropezaste.
¿O lo hiciste adrede?
Helena se removió en la silla sintiéndose atacada y
ofendida.
—Matilde, haz el favor de decirle al memo de feria
que termina de hablar que no me dirija la palabra —dijo a su amiga.
—No le des recaditos a nadie y dímelo tú —se sulfuró Blas.
—Tranquilícese, señor Teodoro —medió Jaime Palacios, recuperado de la sorpresa por
aquel abrupto e inesperado comportamiento—. No parece que usted esté en su sano juicio.
Blas no contestó. Bruscamente volvió a sentarse en
la silla de ruedas sin dejar de mirar fijamente a Helena.
A Helena le quemaba su mirada incendiaria y no pudo
resistir semejante situación. Se levantó, dio la vuelta a su silla y se sentó
de espaldas a Blas.
—Este mar está muy revuelto —susurró Jaime Palacios a Arturo Corona—. Dudo de que los diques que pusimos logren contenerlo.
—Si actuamos con inteligencia, y quiero creer que somos
inteligentes, nuestros hijos serán quienes mantengan dichos diques —musitó Arturo Corona.
El silencio, la tregua, la paz tensa,
desaparecieron como una nube es desplazada del cielo arrastrada por un fuerte
viento en cuanto una acalorada Elisa llegó al pasillo precedida de un soldado.
—Disculpe esta irrupción, Excelencia —dijo el soldado—, pero esta mujer asegura y denuncia que aquí hay
una delincuente muy peligrosa. Helena Palacios.
La aludida se había dado la vuelta y se levantó
despacio. Matilde también se levantó y se posicionó al lado de su amiga
enlazando un brazo al de ella.
Jaime Palacios creyó que iba a explotar. Arturo
Corona le pidió calma al ver la terrible expresión de su rostro.
—¡SÍ, ES ELLA! —chilló Elisa, enloquecida, señalando a Helena con un
dedo tembloroso. Sus ojos castaños escupían furia mirando a la que creía su rival,
mirando a quien detestaba y aborrecía con todas sus fuerzas— ¡DEBEN
DETENERLA! ¡MANDÓ UNOS MATONES A MÍ
CASA! ¡DEBEN DETENERLA!
—¡SILENCIO
ABSOLUTO! ¡NO QUIERO OÍR A NADIE!
—bramó Arturo Corona transformado en fiera.
Un médico acababa de presentarse en el alborotado
pasillo. Venía de la zona quirúrgica, y su semblante no presagiaba que fuera a
dar una buena noticia.
Blas se puso en pie, la señora Sales también.
Jaime Palacios, presuroso, fue junto a su hija y le
pasó un brazo por los hombros.
Todos miraban, expectantes, al facultativo. Blas y
Helena, sin saberlo, compartieron el mismo deseo… que no hablara, que se
callara.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido, hemos puesto
todos nuestros medios al servicio de Nicolás —El cirujano había comenzado a hablar, y Helena
sintió sus piernas muy flojas. Su padre la sujetó por la cintura—. Es un chico muy joven, muy fuerte… pero,
lamentablemente, ha entrado en coma. Lo siento.
—No sienta nada porque nada inevitable ha pasado —declaró Jaime Palacios al punto, abrazando a su hija con
fuerza—. Ningún libro se acaba con una coma. La vida de
Nicolás tampoco.
Elisa abrazó a Blas. La señora Sales también iba a
abrazarle, pero Arturo Corona la contuvo. Emilia entendió el motivo.
El dictador de Kavana observaba la escena con
bastante satisfacción.
Los abrazos estaban equivocados. Eran Blas y Helena
quienes debían estar abrazándose.
Elisa Rey podía ser el muro de contención que
precisaban para contrarrestar el empuje de ese mar embravecido.
De alguna manera tenían que matar un amor
sentenciado a muerte, condenado a morir antes de nacer, y que ya había
celebrado muchos cumpleaños.
Págs. 1078-1086
Este jueves dejo una canción de Manuel Carrasco... Uno x Uno
Próxima publicación... jueves, 25 de mayo
Págs. 1078-1086
Este jueves dejo una canción de Manuel Carrasco... Uno x Uno
Próxima publicación... jueves, 25 de mayo