Vuelve a salir Ginger porque comenzamos una nueva etapa de El Clan Teodoro-Palacios... empezamos con la tercera parte
¿Qué os diría él?
Supongo que, a estas alturas de la novela, ya os diría pocas cosas
A quienes no les gusta la novela, ya no les va a gustar
Pero, para quienes nos gusta, hoy comienza su tercer recorrido... hoy pongo rumbo hacia su tercera meta
Os deseo una muy feliz lectura
CAPÍTULO 131
TRAS LA TORMENTA
S
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Emilia Sales, alarmada por estos sonidos agudos,
fuertes, salió al jardín. Allí se encontró con Matías Hernández y sus hijos,
Luis y Marcos.
—¿Qué está pasando? —preguntó, asustada.
—Son ambulancias —respondió Matías—. Algo grave debe haber ocurrido.
—¡Dios! ¡Blas, Nico! —exclamó Emilia, aterrada. Y regresó, precipitada,
hacia su gran casa.
El sol brillaba esplendoroso en un cielo azul
intenso limpio de nubes. Parecía mentira, imposible, que en una mañana tan
hermosa pudiera ocurrir algún suceso terrible. Pero era verdad, y era posible.
De hecho se había producido más de un suceso terrible.
Elisa Rey también oyó las sirenas de las
ambulancias. Se preguntó, con curiosidad e indiferencia, qué podía haber
pasado.
Amadeo Ortiz, el padrastro de Bibiana, no salía de
su asombro.
—Ya nos explicará la chiquilla —dijo a su esposa—. Solo espero que Blas Teodoro esté bien. Nunca
había ganado tanto por hacer tan poco.
Álvaro Artiach tampoco salía de su asombro. Pensó
que Ismael Cuesta ya debía haber matado a Nicolás… pero, ¿por qué tanta
ambulancia?
“¡Qué asno eres, Isma! Tenías que cargarte al
chico estando
Arturo Corona y Jaime Palacios. ¡No podías esperar al lunes!”
Sus cavilaciones las terminó sonriendo, imaginando
el sufrimiento de Blas y la segura llegada de Helena Palacios para asistir al
funeral de su hijo.
“También la enterrarás a ella, Blas”. Y
de la sonrisa pasó a una horrible y cruel carcajada.
Matilde Jiménez miró, horrorizada, a Miguel y a
Montse.
—No, no puede ser —aseveró el hombre—. No han podido reconocerla. Soy el mejor en mi
oficio.
—Somos los mejores —rectificó Montse, ofendida.
—Helena no llevaba el aparato de la boca —recordó Matilde con sus ojos grises aguados—. Odia a muerte a Arturo Corona. Habrá hablado, no
se habrá quedado callada.
—En ese caso han podido reconocerla —admitió Miguel—, pero Jaime Palacios nunca permitiría que le
hicieran daño a su hija.
—¡Pues algo ha ocurrido! —insistió Matilde, muy preocupada— ¿No habéis oído las ambulancias? Algo ha pasado en
el instituto… ¡Paula! Tengo que llamar a Paula.
La mujer se lanzó a buscar su teléfono móvil como si
se tratara de una tabla de salvación en un naufragio. Estaba tan nerviosa que
era incapaz de recordar dónde lo había dejado.
Al cabo de un rato de infructuosa búsqueda fue la
melodía del propio teléfono la que guió a Matilde a su localización.
Era Paula Morales quien llamaba y quien la informó
de lo acontecido en el salón de actos.
Cuando terminaron de conversar, Paula cortó la
comunicación agradeciendo a Dios que Blas Teodoro hubiera cumplido su palabra.
No la había delatado y había hecho creer a Helena que descubrió que no era
Mikaela el día anterior, por el vestido azul.
Miguel y Montse miraban, expectantes, el semblante
cetrino de Matilde.
—¿Y bien? ¿Qué ha pasado? —interrogó el hombre.
—Algo terrible, algo inexplicable —murmuró Matilde, conmocionada.
Segundos después volvió a hablar.
—Un profesor, no recuerdo bien el nombre que me ha
dicho Paula, le ha arrancado la peluca a Helena y le ha dado una bofetada
destrozando parte de su máscara.
—Entonces es cuando han descubierto que no era
Mikaela sino Helena —dedujo Miguel—. Pero, ¿por qué ese profesor tarado ha hecho algo
así?
Matilde meneó la cabeza.
—No lo sé. Helena no suele granjearse amistades, más
bien atrae enemigos.
De todos modos, Blas ya sabía que no era Mikaela.
Ayer, Helena fue al instituto con un vestido que él le regaló, él fingió no
reconocerlo pero claro que lo reconoció. Yo estaba segura de que tenía que
haberlo reconocido pero Helena se empeñó en que no.
—Eso fue una imprudencia muy grande por parte de
Helena —afirmó Montse.
—¿Quieres dejar que Matilde nos explique qué ha
pasado? —se impacientó Miguel.
—Blas le pidió a Helena, como pago por su espionaje,
un beso de amor —continuó contando Matilde. Miguel
y Montse la miraron anonadados—.
Dice Paula que nunca ha visto un beso como el que se dieron Blas y Helena.
—¡Se besaron! —exclamó Montse, alucinada.
Matilde asintió.
—¿Y por qué motivo las ambulancias? —indagó Miguel sin entender.
—Un compañero de clase apuñaló a Nico.
Montse se sentó en una silla al notar que sus
piernas perdían fuerza.
—¿Quién? ¿Por qué? —se escandalizó Miguel.
—Tampoco recuerdo el nombre que me ha dicho Paula.
¡Estoy muy nerviosa!
—¿Ha muerto Nico? —se atrevió a preguntar Montse.
—Paula no lo sabe. Pero, si no ha muerto, debe estar
muy grave. Helena se desmayó y debió golpearse la cabeza. Y Blas, parece ser,
que sufrió un ataque. Si no está muerto, también debe estar grave. Quien se
sabe con certeza que está muerto es el chico que apuñaló a Nico, alguien le
disparó.
—Necesito aire, me estoy mareando —se quejó Montse—. Creo que voy a vomitar.
Tras anunciar su mareo, arrojó al impoluto suelo
parte del desayuno de la mañana.
—Me voy al hospital. Tengo que estar con Helena, me
va a necesitar más que nunca —manifestó
Matilde.
—Está prohibido salir de casa hasta las doce. Los
soldados no te dejarán llegar, te detendrán —la previno Miguel.
—Al primer soldado que me detenga le diré que llame a
Jaime Palacios y que le diga quién soy. Llegaré al hospital.
Montse observaba su vomito sintiéndose más enferma y
débil. ¿Por qué su novio no la auxiliaba,
por qué nadie le hacía caso?
A medida que los alumnos de primero y segundo curso
llegaban a sus hogares, sus familias se iban enterando de lo sucedido en el
salón de actos. A ningún niño se le olvidó narrar el beso de amor entre el
director de Llave de Honor y de la profesora en prácticas.
Natalia y Bibiana no llegaron a sus casas. Ambas
permanecían ingresadas en una habitación del Hospital General, presas de un severo ataque de ansiedad.
Ismael Cuesta coreó las carcajadas de Álvaro Artiach
después de contarle la barbarie que había provocado en el instituto. Y
brindaron con whisky para celebrarlo.
—Espero que Blas no muera —dijo Álvaro acariciando la repulsiva cabeza de
serpiente tatuada en su cuello—.
Prefiero que primero vea morir a Helena después de verla en mis brazos. Sí,
primero en mis brazos, y luego muerta.
A las doce, cuando la chusma empiece a salir a la
calle, soltaremos a la ramera de Patricia.
¡Qué caro te va a costar darme una patada y cerrar
mi discoteca, querido Blas!
Y las risas y los brindis continuaron.
Quienes no brindaban ni se reían en absoluto eran
Arturo Corona y Jaime Palacios.
Los dos hombres más poderosos del país, en un ancho
pasillo, de pie, miraban fijamente una puerta cerrada que conducía a la zona de
quirófanos.
Tras esa puerta estaban Blas y Nicolás, y los
mejores cirujanos del hospital que luchaban por salvar sus vidas.
Otros buenísimos cirujanos de Kavana ya viajaban
hacia Aránzazu al haber sido requeridos sus servicios con gran urgencia.
—Llegaré al fondo de este asunto —aseguró Arturo Corona. Su mirada volvía a ser feroz,
mucho más que feroz—.
¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo? Nunca
debimos permitir ese beso. ¿Viste el beso?
Jaime Palacios no le respondió. No tenía ganas de
hablar, solo quería pensar, recordar, y repasar cada detalle de lo sucedido.
—Se siguen amando después de doce años y después de
todo lo pasado. ¿Cómo es posible? ¿Es
que no vas a decir nada? —se
sobreexcitó Arturo Corona.
Jaime Palacios le miró, muy serio.
—Tal vez es cierto que no se deben poner diques al
mar —declaró—.
El agua termina por reclamar su camino obstruido.
—No me salgas con frases hechas —se indignó Arturo Corona—. Ahora lo único que me importa es que mi hijo y mi
nieto salven sus vidas.
—Nuestro nieto —puntualizó Jaime Palacios.
—Sí, pero en el peor de los casos, a ti te quedará tu
hija. A mí no me quedará nada.
Emilia no tardará en llegar —añadió poco después—, me ha llamado un soldado y he autorizado que
venga.
—A mí también me han llamado, y también he autorizado
que venga Matilde Jiménez, la amiga de mi hija. Me va a tener que explicar qué
hacía mi hija en Aránzazu. A ver qué me dice esa mastuerza.
Como había dicho Arturo Corona, Emilia Sales no
tardó en llegar. Su semblante, disgustado, zozobrado y miedoso, reflejaba un
terrible padecimiento. Parecía haber envejecido, lo mismo que si diez años
hubiesen transcurrido en unas horas.
—¿Cómo están Blas y Nico? —preguntó con un hilo de voz.
—Todavía no sabemos nada —contestó Arturo Corona bruscamente.
—¿Cómo ha podido pasar?
—Eso mismo me pregunto yo. ¿No sabías que un
homosexual iba detrás de Nico?
—No. Las veces que yo vi a Lucas nunca vi nada raro.
Y Nico tampoco dijo nunca nada.
—¿Tampoco sabías que Helena estaba en el instituto?
—¿Cómo que Helena estaba en el instituto?
—Sí, haciéndose pasar por Mikaela Melero.
—¡Dios Santo! —exclamó Emilia— Vi a esa mujer y no me gustó nada, pero jamás
sospeché que fuera Helena. Ahora entiendo que no me gustara nada.
—Mi hija no le tiene que gustar a usted, ya solo
faltaría eso —intervino Jaime Palacios con
sarcasmo.
—¿Y qué hace
aquí su hija? —gritó Emilia.
—No estoy sordo, señora. Baje el tono y no vuelva a
gritarme —respondió Jaime Palacios—. Y deje de hacer preguntas cuyas respuestas
desconocemos. No sé qué hacía mi hija aquí, pero me enteraré. Estoy esperando a
una amiga de ella que tendrá que explicármelo.
—Su hija solo trae desdichas, desolación y
desgracias. Debe estar maldita —acusó
Emilia con rencor.
—Es usted una repugnante rata de cloaca, señora —se encolerizó Jaime Palacios—. No vuelva a referirse a mi hija, en esos términos,
delante de mí.
Y Emilia Sales pudo ver en la mirada gélida del
padre de Helena una manifiesta amenaza.
Matilde Jiménez ya se encontraba en la habitación
donde en una cama, tapada con una sábana blanca, dormía Helena.
Una enfermera le explicó que le habían administrado
un sedante para que pudiera descansar serena y relajada, pero que ya no
tardaría en despertar.
La mejor amiga de Helena, prácticamente como una
hermana mayor, acercó una silla a la cama y se sentó. Cogió una mano de Helena
y la mantuvo entre las suyas.
Observó los puntos de sutura en su frente, y pensó
que esa no sería la peor cicatriz que le quedara de aquella aciaga
mañana.
La luz de la habitación estaba encendida a pesar de
que los rayos del sol se colaban a raudales por una ventana proporcionándole más calor y
vida a unas paredes pintadas de un triste amarillo pálido.
Matilde, mirando a Helena, cogitabunda, se
sobresaltó cuando la puerta de la habitación se abrió de modo nada
protocolario.
Jaime Palacios acababa de entrar con cara
de pocos amigos.
—Imaginé que estarías aquí —dijo en tono moderado por no querer despertar a
Helena—. Ahora vas a explicarme qué hacía mi hija aquí, en
Aránzazu, en el instituto que Blas Teodoro dirige. ¿Y bien?
—Le quitaron la patria potestad —respondió Matilde—. Eso hizo que Helena decidiera venir a ver a Nico.
—¿Cómo que le quitaron la patria potestad? —se enfureció Jaime Palacios sin abandonar su tono de
voz moderado— ¿Y por qué no me lo dijiste?
—Helena…
—¡Helena nada! —atajó Jaime Palacios— Tú debías habérmelo dicho.
¡Y el majadero de Arturo ha tenido el cuajo de
preguntarme, una y otra vez, qué hacía mi hija aquí! ¡Maldito él y maldito Blas
Teodoro! Los dos van a enterarse de que después de una tormenta pueden llegar
tormentas peores.
—Señor Palacios, yo creo más sensato que después de
esta tormenta llegue la calma —manifestó
Matilde—. Tengo muchas razones para pensar que Helena está
enamorada de Blas. Estoy convencida de que le ama...
—¡Cállate! —le ordenó Jaime Palacios— No me importan tus razones ni tus necios
pensamientos.
Amores y desatinos auténticos cuentos chinos. Que me quieres, que me amas, bonito juego de damas —parafraseó—. Yo te aseguro que si Blas sale de esta, para volver
a besar a mi hija, tendrá que besarme a mí primero.
Amores y desatinos auténticos cuentos chinos. Que me quieres, que me amas, bonito juego de damas
Después de decir esto, y darle un beso en la frente
a Helena, Jaime Palacios salió de la habitación hecho un basilisco.
Matilde suspiró, atribulada, preguntándose si alguna
vez un gran amor había tenido un final feliz.
Págs. 1050-1059
Hoy os dejo esta canción porque es muy cierto que si vi la serie, "Los hombres de Paco", fue por esta pareja... "Me gusta así"
Sara le canta a Lucas... así se llamaban los protagonistas en la serie... podemos imaginar que Helena le canta a Blas
Próxima publicación... jueves, 16 de febrero
Págs. 1050-1059
Hoy os dejo esta canción porque es muy cierto que si vi la serie, "Los hombres de Paco", fue por esta pareja... "Me gusta así"
Sara le canta a Lucas... así se llamaban los protagonistas en la serie... podemos imaginar que Helena le canta a Blas
Próxima publicación... jueves, 16 de febrero
Y por último voy a publicar un premio que tuve el honor que me entregara Yessy Kan
Os recomiendo visitar su blog MANIFESTKAN... os va a gustar como escribe, sus relatos y poemas no os dejarán indiferentes... os convertiréis en adictos de buenas lecturas... y eso siempre es una adicción recomendable
Y a ti, Yessy, muchas gracias por este premio... muchas gracias por pensar en mi blog