CAPÍTULO 43
LA CARTA
B
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las había pasado un mal
día; su mal día empezó teniendo que recoger escombros en el pueblo, continuó no pudiendo
encontrar a Salvador Márquez una vez se enteró de "toda la verdad", y por último
tuvo que ir al pozo de las águilas a buscar a Nicolás, a Natalia y a Bibiana. Y
por si esto fuera poco, se vio obligado a enterrar una caja de zapatos.
Pese a la siesta de la tarde, el joven se había quedado
dormido poco después de meterse en la cama. Lo que menos podía sospechar era que
aún le esperaba una noche agitada.
Nicolás le rozó un
hombro con mano temblorosa. El roce fue tan imperceptible que su tutor siguió durmiendo. El niño se mordió el labio
inferior, muy inquieto. Volvió a rozarle el hombro, Blas continuó sin enterarse.
Estaba durmiendo realmente a gusto.
El crío sintió unos
fuertes deseos de salir corriendo. Por tercera vez, tocó el hombro del
durmiente, y como queriéndose cumplir que a la tercera va la vencida, en esta ocasión, el
joven abrió los ojos. Se levantó de inmediato al ver a Nicolás.
El muchacho retrocedió,
con miedo, muy arrepentido de haberle despertado.
—¿Qué ocurre, Nico? —preguntó Blas, en gran medida sorprendido— ¿Te encuentras mal?¿Qué haces
vestido?
—El señor Tobías… el señor
Tobías… está… está abajo… en el salón. Quiere… quiere hablar… hablar contigo—contestó el niño con
muchas pausas.
Blas percibió que el
chiquillo estaba aterrado.
—¿Qué te pasa, Nico? —interrogó, preocupado.
El niño bajó la cabeza y
no contestó. Blas supo, por la actitud del chiquillo, que algo no iba bien.
—Es raro que Tobías quiera hablar conmigo a
estas horas —comentó,
mirando su reloj—. No he oído el timbre. Deberías haberme avisado, y
no vestirte y bajar tú a abrir. Que sea la última vez que abres la puerta a
nadie a estas horas. Ve a tu habitación, ponte el pijama y metete en la cama. Y
duérmete.
Nicolás continuó con la
cabeza agachada, sin moverse. Blas se acercó a él y le levantó la cara,
cogiéndole por la barbilla. Los ojos del niño estaban llorosos y su cuerpo
temblaba.
—¿Qué te pasa, Nico? —volvió a preguntar el señor
Teodoro alarmándose.
—Después de hablar con el señor Tobías… me
vas… me vas a pegar —respondió el muchacho, asustado y compungido.
El señor Teodoro soltó, suavemente, la barbilla
del niño.
—¿Hay algo que quieras contarme antes de que
hable con Tobías? —indagó con serenidad, aunque interiormente ya
estaba muy revolucionado.
Nicolás se negó con un
movimiento de cabeza.
—Sube a tu habitación y acuéstate, Nico —le ordenó su tutor—. Voy a lavarme la cara
para espabilarme un poco. Estoy medio dormido. ¡Nico, vete a la cama! —dijo el joven, impaciente, viendo que el
niño continuaba sin dar un paso.
Nicolás
obedeció, y salió del cuarto dejando a su tutor gravemente desasosegado.
El chiquillo
subió las escaleras, precipitadamente, y nada más entrar en su habitación,
llamó a Estela para explicarle que todo había salido mal, que el señor Tobías
le había pillado y que iba a hablar con Blas.
La mujer
reaccionó con sangre fría y serenó al niño, refiriéndole lo que tenían que decir.
Tras escucharla, el niño se
calmó un poco, se puso el pijama y se introdujo en la cama, tapándose con la sábana
y el edredón hasta el cuello. A pesar de sentirse más reconfortado, estuvo muy
a punto de taparse la cabeza.
Minutos
después, entró Natalia, habiéndole parecido oír ruidos en el cuarto de su
primo.
—¡Vete, Nat! —le dijo Nicolás, vehemente—
El señor Tobías me ha cogido en el cementerio y, ahora, debe estar hablando
con Blas. Es mejor que él no te encuentre aquí cuando suba.
—¡Ay, Nico! —exclamó Natalia,
angustiada— ¿Qué vamos a hacer? ¡No hay manera de que algo salga bien! ¡No puedes imaginarte lo preocupada que estaba por ti!
—He llamado a Estela y tiene una idea —respondió
el chiquillo—. Ya hablaremos en otro momento. Vete, Nat.
ῳῳῳ
Después de
lavarse y secarse la cara, Blas bajó las escaleras y entró en el salón como un
ciclón. El señor Tobías le esperaba de pie. Le tendió la mano, el señor
Teodoro se la estrechó de mal agrado. Cogió una botella de vino tinto y
dos copas del
mueble bar. Le indicó al policía que fueran a la cocina, no quería despertar a
su madre. El señor Tobías vertió vino hasta llenar la mitad de su copa y
saboreó un trago.
—Buena cosecha —comentó.
Blas llenó totalmente su copa, y se mojó los labios. Depositó la copa sobre la mesa y se cruzó
de brazos. El señor Tobías se había sentado, Blas prefirió permanecer de pie.
—¿Qué es lo que te ocurre, Tobías? —indagó ásperamente— Ve al grano. ¿Qué le has dicho a Nico? Me ha parecido que el niño
estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. No me gusta verlo tan asustado.
—Y me vas a echar la culpa a mí...¿No te ha contado nada? —interpeló el
agente.
—No —contestó Blas con antipatía. No le había gustado ver a Nicolás en aquel
estado y era cierto que creía a Tobías, el responsable.
El policía
bebió de nuevo, carraspeó y narró a Blas lo acontecido. El semblante del joven
palideció, y meneó la cabeza de un lado a otro negando una y otra vez.
—No puede ser, no puede ser —acabó
diciendo—. ¿Por qué iba Nico a hacer algo así? ¿Qué explicación te ha dado?
—No me ha dado ninguna —declaró el
señor Tobías—. Sólo me ha pedido, bueno, más bien me ha suplicado que no te
contara nada. Hasta me ha propuesto hablar con tu madre. Era mi obligación
traer al muchacho a casa y hablar contigo. Lo siento de veras, Blas. Seguro que
a ti te dará alguna explicación.
El señor
Teodoro se sujetó la cabeza con ambas manos, pensando que le iba a estallar. A
continuación, cogió su copa de vino y apuró el contenido.
—Esto no tiene ningún sentido —declaró,
dejando la copa vacía sobre la mesa de cristal—. ¿Qué explicación va a darme para
justificar semejante atrocidad?
El joven se
sentó, abatido, sin ánimos y sin fuerzas.
—Los chiquillos, a veces, cometen
disparates. No te lo tomes tan a pecho, Blas —aconsejó el señor Tobías.
—Nico ha estado siempre en el
internado o conmigo —manifestó el señor
Teodoro—. Algún fin de semana le he permitido ir a una finca que tienen en el
campo, los padres de un amigo suyo. Conozco muy bien a los padres de su amigo y
los niños no han salido de la finca.
Nico no haría
algo así, es muy inocente. Es tan solo un crío. Tiene que haber un motivo y va
a decírmelo o le voy a dar tal paliza que no se vuelve a sentar en su vida.
Pero el señor Teodoro continuó en la silla, no parecía tener mucha prisa por subir a interrogar al chaval. Temía que el niño se negara a hablar porque, en el fondo, no quería ponerle un dedo encima.
De repente oyeron voces que procedían del exterior. Blas abrió la puerta de la cocina y
salió a la terraza, seguido de Tobías. Se encontraron con el señor Francisco que llevaba su escopeta, y con la señora Estela que traía una carta en la
mano. El frío intenso cortaba la respiración.
—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Francisco Torres, alborotado— He visto pasar el coche de Tobías y no es normal que venga de visita a estas horas —. El hombre miraba a Blas—. Tengo esposa y dos hijos. Si estamos en peligro, debo saberlo. Me he encontrado a esta mujer alocada de camino hacia aquí —señaló a Estela.
—¡Serénate, Francisco! —exclamó Tobías— Aquí no está pasando nada. Simplemente he encontrado a Nicolás andando por el pueblo. Salió sin autorización de Blas y lo he traído a casa.
El policía creyó conveniente no contarle la verdad al alterado hombre.
—¡Maldito crío del demonio! —profirió Francisco, enojado— ¡Ese chaval nos va a volver locos a todos! Deberías hablar con su padre y que se ocupe él de su hijo —añadió, mirando a Blas—. Te evitarías muchos quebraderos de cabeza. Tal vez eres demasiado joven para conducir al muchacho.
El señor Teodoro se puso rojo de ira.
—¡Yo me ocupo del niño! —dijo,
furioso— ¡Bruno no tiene nada que ver con Nico!
El señor Francisco no replicó.
“Claro”,
pensó Estela con rabia. “Hasta que se lo
entregues a su verdadero padre. Ya te arreglaré yo a ti, Blas Teodoro, cuando
llegue el momento”.
—Entonces... el chiquillo deambulaba por el pueblo y no ha hecho lo que yo le he mandado —intervino la señora
Miranda.
Los tres
hombres la miraron atentamente.
—¿Y qué es lo que usted le ha mandado?
—indagó el señor Francisco Torres con cierta guasa desdeñosa.
—Le di una llave para que fuese al
cementerio. No pude ir al entierro de Jeremías y quería enterrar esta carta de
despedida junto a su ataúd. El niño tenía que quitar un poco de tierra de encima de la
caja, se le olvidó llevarse la carta —relató la señora ante el asombro de sus oyentes.
—¡Válgame el Cielo! —exclamó
Francisco, estupefacto— ¿Habéis oído lo mismo que yo? ¡Esto es alucinante!
Blas pensó
que, si Estela fuese un hombre y más joven, la cogería del cuello en aquel
instante.
—¿Y por qué no me lo ha pedido a mi? —preguntó,
muy enfadado— Yo
lo hubiese hecho, Estela. ¿Por qué le pide esa clase de cosas al niño? ¡Lo ha enviado a un cementerio de noche y solo!
El señor
Tobías se fijó en los moretones que la mujer tenía en su rostro.
—¿Qué le ha pasado en la cara, Estela?
—interrogó.
—Mi ex yerno me golpeó. Pero, no te
preocupes, Tobías. Salvador Márquez se ha ido y no volverá.
—Debería denunciarlo.
—¿Cuántas mujeres denuncian y luego
mueren? ¿Cuántas, Tobías?
—Algunas, pero no querrá compararnos
con ciertos países europeos. En Kavana, castigamos a los maltratadores. Estaré
alerta por si regresa. Más le vale a ese tipejo que no le vea merodeando por Luna.
—Ahora mismo la llevaré al cementerio
y enterraré esa carta en la sepultura de Jeremías —decidió Blas—. Pero, por
favor, Estela, no vuelva a pedirle al niño algo semejante.
—Procura que nadie se dé cuenta de que
la tierra ha sido removida —habló el señor Tobías—. ¡Bueno! Aquí ya no tenemos
nada que hacer. ¿Nos vamos, Francisco?
—¡Por supuesto que sí! —afirmó el
aludido— En mala hora me he levantado a beber agua y he visto pasar tu coche.
¡Esto es de locos! Primero una caja de zapatos y después, una carta. ¡De locos!
El señor Tobías y el señor Francisco se marcharon; el segundo hablando por los codos y gesticulando de un modo exagerado.
Estela entró en la cocina de villa de Luna y se sentó en una silla, derrotada y desmoralizada. ¿Cómo iban a deshacerse del cuerpo de Salvador?
El señor Tobías y el señor Francisco se marcharon; el segundo hablando por los codos y gesticulando de un modo exagerado.
Estela entró en la cocina de villa de Luna y se sentó en una silla, derrotada y desmoralizada. ¿Cómo iban a deshacerse del cuerpo de Salvador?
La mujer
rompió a llorar, desconsolada. Blas vio un sobre blanco en la mesa, en una de
las caras se leía: “Para Jeremías, de Estela”. El joven
acarició el cabello canoso de la señora Miranda.
—Cálmese, Estela —le dijo dulcemente—,
me parte el corazón verla tan apenada. Ahora mismo iremos al cementerio. Déjeme
subir un momento a ver a Nico, estaba muy asustado y muy nervioso. Si no subo a
decirle algo, no dormirá en toda la noche y ya pasan de las tres y media.
—No seas muy severo con él, Blas —le
pidió la mujer—. Todo ha sido culpa mía.
El señor
Teodoro entregó un pañuelo a la señora Miranda para que secara sus lágrimas.
—Si quiere tomar algo, coja lo que
quiera —la invitó—. Bajaré enseguida.
Blas salió de
la cocina y se dirigió a las escaleras para subir a la habitación de Nicolás.
Cuando entró,
encendió la luz. El niño seguía acostado y solo asomaba la cabeza por debajo de sábana y edredón. Por supuesto, estaba despierto y miró a su tutor con cara de miedo.
El joven
contempló al muchacho y, durante unos segundos, no dijo nada.
—No me pegues, Blas —murmuró el
chiquillo, inquieto—. Te lo explicaré todo.
—Un poco tarde para explicarme nada —replicó
su tutor en voz baja—. Ya me han dado muchas explicaciones entre Tobías y Estela. ¿Cómo
tengo que decirte que no quiero que me ocultes nada? ¿Cómo te hago entender que,
si tienes algún problema, la persona que más te va a ayudar soy yo?
Nicolás se
mantuvo en silencio, comprendiendo que Estela ya había hablado con Blas, como
le dijo por teléfono. ¿Se ha bría creído su tutor lo de la carta?
—Has salido esta noche sin mi permiso —continuó
hablando el joven—. ¿Te bajo a tu habitación? Allí tienes cerradura en la
puerta y barrotes en la ventana. ¿Te encierro allí?
El señor
Teodoro había adoptado aquellas medidas cuando, hacía tres años, el
muchacho se dedicó a salir por la noche. En cuanto se enteró de las
escapadas nocturnas del niño, contrató a dos albañiles que eliminaron la puerta que accedía al rellano y habilitaron otra
que comunicaba con su propio cuarto. Instalaron cerradura en la puerta y barrotes en la
ventana.
—No volveré a salir por la noche —le
aseguró el crío—. No podía contarte lo de la carta de Estela porque ese era su
secreto. Yo no puedo contarte los secretos de los demás. Eso es chivarse y yo
no soy un chivato.
—Muy bien —aceptó Blas de mal talante—.
Pues que sepas que estás castigado para el resto de las vacaciones.
—Estela necesita que la ayude en su
casa. Tiene mucho trabajo —protestó Nicolás. Le urgía salir para hacer desaparecer el cadáver de Salvador.
Blas le
propinó un ligero cachete.
—Está bien —accedió, no muy convencido—,
irás únicamente a casa de Estela. No vas a ir a ningún otro sitio. Y te vas a
librar de una azotaina porque tengo que
llevar a Estela a enterrar la carta para Jeremías. ¡Duérmete!
El señor
Teodoro apagó la luz y se fue de la habitación.
Nicolás
suspiró, muy aliviado. Su tutor se lo había creído todo y, él mismo, se iba a
encargar de dar sepultura a la carta.
“Si un día se entera de la verdad, me mata”,
pensó el crío.
Págs. 325-334
El siguiente capítulo saldrá el próximo jueves, 3 de enero.
Con todas mis fuerzas, y en este momento tengo muchas, os deseo lo mejor para el pronto naciente 2013.
Y deseo también que sigáis disfrutando con El Clan Teodoro-Palacios.
Un besazo!!