EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

martes, 20 de agosto de 2024

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 165

 




CAPÍTULO 165

 

LA REALIDAD CRUDA Y DURA

 

 

B

ibiana y Patricia durmieron poco y con la luz encendida.

Por la noche, cualquier sombra puede parecer la silueta de un tétrico fantasma, y cualquier ruido, la señal irrefutable de que el tétrico fantasma avanza y se acerca con la peor de las intenciones.

Por la mañana, después de asearse y vestirse, bajaron a desayunar. Se sorprendieron al ver únicamente a Matilde en el salón.

La mujer estaba untando mermelada en una tostada que ya tenía una fina capa de mantequilla. Lo hacía con parsimonia, abstraída. Ni siquiera se percató de la presencia de las niñas.
            —Buenos días —dijo Patricia—. ¿Dónde están Nico y los demás? —indagó.
Matilde salió de sopetón de su ensimismamiento.
            —Buenos días, niñas. Espero que hayáis dormido bien o, por lo menos, mejor que yo. Sentaos a desayunar. No esperéis ver a Nico hasta más tarde. Ya se ha ido al cementerio.
            —¿Ya? —se extrañó Patricia a la vez que sintió un gran alivio. No le seducía la idea de visitar tumbas tras la mala noche que había pasado. Y supo que Matilde tampoco había tenido una buena noche. El cerco oscuro alrededor de sus ojos la delataba.
            —¿Por qué no nos han esperado? —preguntó Bibiana— ¿Y por qué no ha ido usted?
Matilde suspiró antes de contestar.
            —Helena ha preferido que hoy no vayamos. Por ser la primera vez que van, ha querido más intimidad para Nico y para ella.
            —¿No los ha llevado el señor Jacobo? ¿Tampoco ha ido el señor Palacios? —se preocupó Bibiana.
            —Jacobo sí. El señor Palacios no. Tiene una reunión muy importante que no podía dejar para otro día.

Maura entró de repente y lanzó una mirada nada amistosa a las niñas.

Patricia se puso tan nerviosa que dejó la jarra de leche blanca y cremosa sin acabar de llenarse el tazón. La mejor leche que probara jamás ya que no necesitaba endulzarla con azúcar ni cacao para que le supiera a gloria bendita.
            —¿Se os han pegado las sábanas o qué? —increpó a las muchachas.
            —Por Dios, Maura, no es tarde —medió Matilde.
            —A mí no me diga usted si es tarde o temprano. No se atreva a corregirme ni a quitarme autoridad —replicó la jefa de cocina con desmedida antipatía—. Y vosotras, id sabiendo que el señor ha dispuesto que en septiembre iréis al instituto. El señorito Nicolás también. ¡Se acabó el haraganear!
¡Y no tarden mucho en terminar de desayunar! ¡Ya veremos qué comida nos espera con la señorita Helena y el señorito Nicolás! Seguro que vuelven con un humor de mil diablos.

Las niñas y Matilde se sintieron reconfortadas cuando Maura, sin añadir otra palabra, salió del salón.

            —¡Qué mal genio tiene esa mujer! —exclamó Patricia, que volvió a coger la jarra de leche— Si le dieran una escoba se echaría a volar.
            —Está preocupada por Helena y por Nico, y de ahí viene su mal humor. No le hagáis mucho caso. La verdad es que yo también estoy preocupada —dijo Matilde.
            —Ojalá que Helena y Nico no vuelvan muy tristes —deseó Bibiana de todo corazón.

Tras un desayuno frugal, puesto que aquella mañana se le había formado un nudo en el estómago, Matilde se dirigió a su habitación. Allí, sin que Helena lo supiera, tenía a su ángel Cupido. Ella misma se encargó de pedir que se lo trajeran de la casita del valle y le reparó el ala rota. Lo hizo con tanto cuidado y esmero que no se notaba nada, parecía nuevo, recién comprado.

Y esos ojos insondables que la miraban... Lo tenía decidido, iba a rezarle, iba a suplicarle hasta que regresaran Helena y Nicolás. Intuía lo dolorosa que resultaría esa visita a la tumba de Blas y temía que volvieran destrozados. Tal vez el ángel pudiera ayudar o tal vez ella necesitaba aferrarse a algo que le aportara un hilo de esperanza.
Colocó un cojín debajo de sus rodillas, juntó sus manos y comenzó a rezar con sincera devoción. Creía en lo que estaba haciendo. Sobre todo creía que serviría para proteger a Helena y a Nicolás.

Bibiana y Patricia se sumergieron en la biblioteca de la mansión, entre sus estanterías. Aquella era una de sus estancias favoritas. ¡Había tantos libros, tantas historias por descubrir, lugares a los que viajar, aventuras por vivir!

Sabían que tardarían en elegir un libro y que lo hojearían más que leerlo —ya que su mente ocupada por Helena, Nicolás y la tumba de Blas— dejaba su estado de concentración bajo mínimos.

Jaime Palacios no hubiese querido que la salida de su hija y nieto llamase mucho la atención. Pero, como padre y abuelo protector, no pudo evitar ordenar cortar el tráfico en algunas calles. En consecuencia, tampoco pudo evitar que viandantes y otros que curioseaban desde ventanas o balcones siguieran con sus miradas al coche de lujo, con cristales tintados, que circulaba custodiado por sus cuatro costados por  una alta seguridad policial.

Jacobo conducía a una marcha moderada. Despacio. Parecía no tener mucha prisa por llegar a su destino. Al cementerio de San Agustín.
Pese a su antigüedad, el cementerio de San Agustín estaba muy bien conservado, y muy bien cuidado, como todos los cementerios de Markalo y del resto del país. Era raigambre kavana el respeto y la veneración al descanso de sus difuntos.
Tras pasar una verja de hierro muy bien labrada y una puerta principal, Jacobo, Helena y Nicolás vieron una capilla a su derecha y la entrada al camposanto al frente.
Una paz, sosiego, dulzura y serenidad arroparon el temblor de Helena y Nicolás, que caminaban cogidos de la mano. En realidad caminaban sin rumbo sin saber adónde iban. No sabían dónde se encontraba la tumba de Blas.
Helena vio a dos palomas posarse sobre una lápida sin nombre ni fecha. Le extrañó este hecho y se preguntó quién estaría enterrado allí.
Jacobo les pidió que se detuvieran. Allí podía haber miles de sepulturas entre panteones, mausoleos, capillas, tumbas y nichos. Sería casi imposible encontrar la tumba de Blas sin la ayuda de un guardés y partió en su busca.
Helena y Nicolás se quedaron contemplando con melancolía esculturas, estatuas y seres angelicales de enorme belleza.
Había hiedras que crecían en cruces de piedra. Y esos árboles frondosos, ascendentes. Esos cipreses, con su forma esbelta y perenne, símbolo de eternidad y de inmortalidad.
Un llanto amargo y quejoso truncó su silenciosa contemplación. La que lloraba era una mujer de mediana edad. Otra, más o menos de su misma edad, le tiraba de un brazo, seguramente intentando alejarla del lugar. Pero la mujer que lloraba parecía haber anclado sus pies en el suelo. No se movía y seguía llorando y lamentándose.
Helena y Nicolás la miraron, conmovidos. Hubieran querido consolarla pero, ¿qué decirle en un trance tan delicado? ¿Qué decir que no sonara a frases manidas o recurrentes? Quizás era mejor y más sincero respetar su dolor en silencio.
            —Todo esto es horrible —murmuró Nicolás, impresionado—. ¿Por qué se tiene que morir la gente?
            —Porque tienen que ir a un lugar mejor —contestó Helena mientras secaba con un pañuelo las lágrimas que mojaban el rostro de su hijo.
Y, de pronto, se encogió de miedo. Tal vez su padre tenía razón. Tal vez ninguno de los dos estaba preparado para visitar la tumba de Blas.
            —¿Todos van a un lugar mejor?
            —No, Nico. No creo que todos vayan a un lugar mejor. Tu padre sí, por supuesto. Tu padre era bueno, era noble...
            —¡Era el mejor padre del mundo! —exclamó Nicolás con fuerza— ¡Y lo echo mucho de menos! ¡Me duele, mamá! Me duele mucho.
Cuando Jacobo regresó encontró a Helena y a Nicolás sentados en un banco, abrazados, con la cara mojada y los ojos enrojecidos.  
Y aún se oía, aunque más tenue, el llanto de aquella mujer desconocida. Un llanto que Helena y Nicolás no podrían olvidar.
            —Jacobo, ha tardado mucho —dijo Helena en cuanto fue consciente de su presencia.
La llorosa mirada de Nicolás también se dirigió al mayordomo.
            —¿Ya sabe dónde está mi padre? —preguntó el muchacho.
Jacobo titubeó. Desvió su mirada hacia sus zapatos, muy lustrosos, sin una mota de polvo. Carraspeó, tragó saliva, tosió un poco... Al fin levantó la mirada. Helena y Nicolás lo observaban ansiosos, expectantes y temerosos. Sobre todo, temerosos.
            —Verá, doña Helena, disculpen que los tenga esperando. No es grato lo que voy a decirles. Don Blas no está en este cementerio.
            —¿Cómo que no está aquí? Le advierto, Jacobo, que si está siguiendo alguna orden de mi padre...
           —Doña Helena, créame, por favor. Don Blas no está enterrado aquí.
           —¿Nos hemos equivocado de cementerio? —indagó Nicolás, nervioso— ¿Sabe en qué cementerio está mi padre? ¿Se lo han dicho?
Jacobo volvió a dudar.
           —¿Qué es lo que no nos quiere decir, qué pretende ocultarnos? —inquirió Helena, suspicaz— ¡Hable, por Dios!
Jacobo asintió.
           —De nuevo les ruego que me disculpen, por favor. Me han informado con absoluta seguridad, sin lugar a equívocos, de que el señor Teodoro no fue enterrado aquí ni en ningún otro sitio. Don Arturo Corona dispuso su incineración. Esa fue su voluntad.
           —¿Qué quiere decir? ¡No entiendo nada! —dijo Nicolás, angustiado.
Helena quiso decirle a Jacobo que no contestara a Nicolás, que no le explicara nada. Pero la voz no le salió. El aire no le llegaba a los pulmones. Se mareaba, no podía respirar. Y Jacobo contestó:
           —El cuerpo de su padre ha sido reducido a cenizas. Lo siento mucho. Fue voluntad de don Arturo Corona.
          —¿Quéééé? ¿Han quemado a mi padre? ¿Dónde están sus cenizas? ¿Dóndeee? ¡Voy a matar a Arturo Corona! ¡Juro que voy a matarlo!
          —Cálmese, don Nicolás. ¿Qué le ocurre, doña Helena?
Helena no podía hablar. Se tambaleaba. Jacobo actuó con rapidez e impidió que se desvaneciera en el suelo.

Págs. 1349-1355

Queridos lectores, queridas lectoras:
Hoy os recuerdo que quedan dos capítulos para llegar al fin de esta novela muy querida por mí.

Y os dejo una canción de Kany García... "Aunque sea un momento"


                                                     
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