Blas dejó la
puerta entornada y se quedó en el pasillo. Era consciente de que no estaba bien
lo que pretendía hacer, pero a veces es
tan difícil mantener una conducta correcta.
Deseaba tanto
escuchar a Helena, sentía tanta curiosidad por saber qué le iba a decir a su
padre, cómo se lo iba a decir.
Escuchó
atentamente, quieto, con el corazón acorralado entre querer escuchar y temer
ser descubierto.
En Markalo, Jaime
Palacios y Jacobo disfrutaban de un aperitivo antes de la comida. Al señor
Palacios le gustaba compartir momentos con su fiel mayordomo, al que
consideraba también hombre de buen juicio y criterio.
Sonó el móvil personal del señor Palacios y Maura que, hasta
ese instante, les observaba encantada, frunció el ceño. Los boquerones podían
esperar un poco, las aceitunas también, pero los calamares no gozarían de la
misma exquisitez si se enfriaban demasiado.
El ceño de Maura
se frunció mucho más cuando entendió que quien llamaba era Helena.
—Dime, hija... ¿Todo bien o algún
problema?
—Todo está bien, todo está
maravillosamente bien —respondió Helena, feliz.
—Te noto muy contenta, de lo cual
me alegro...
—¡Lo estoy, papá! Blas y yo nos
hemos casado. ¡¡Somos marido y mujer!!
—¿Cómo dices? ¿Qué estás diciendo?
—preguntó Jaime Palacios, desconcertado— ¿Quién y dónde os ha casado?
—Nos hemos casado en el valle, nos
ha casado Nico. Y Blas me pidió matrimonio como, desde muy pequeña, soñé que un
caballero lo haría. Lo ha hecho tal y como yo lo imaginé... ¡¡Soy tan feliz!!
Papá, sé que te
dije que volvería cuando se celebren las elecciones... pero no va a poder
ser. Ahora estoy casada y quiero estar con mi marido y con mi hijo. Perdóname,
papá. Te quiero.
Helena no esperó
respuesta y cortó la comunicación. Jaime Palacios miró su móvil, preocupado, y
lo guardó en uno de sus bolsillos.
—¿Sucede algo, señor? —preguntó
Jacobo.
—Los calamares perderán mucho sabor
si se enfrían —comentó Maura con desesperación nada disimulada.
—Sucede que una hija puede volver
loco a un padre —contestó Jaime Palacios a Jacobo ignorando la desesperación de
Maura—. ¡Y, por lo tanto, mi hija me va a volver loco! Eso es lo que va a pasar
y lo que está pasando.
Con un
aspaviento violento, el señor Palacios volcó el salero y gran cantidad de sal
se derramó sobre el mantel de la mesa.
Maura gritó,
conmocionada.
—¡Dios mío! Señor, ¿qué ha hecho?
Derramar sal es una señal de mala suerte y desgracias. ¡Qué Dios nos proteja!
Dicen que Judas derramó sal en la última cena y antiguamente la sal era muy
preciada ya que la usaban para conservar alimentos. ¡Qué Dios nos proteja!
—¿Quieres callarte, Maura, o
quieres volverme loco también? —se sulfuró el señor Palacios.
Y, justo, en
aquel momento, el cuadro de Helena, el de la niña lectora, el que había
admirado Patricia, se deslizó por la pared y cayó al suelo.
Maura volvió a
gritar y estalló en sollozos.
—¡Qué Dios se apiade de nosotros!
—exclamó muy asustada.
Jaime Palacios
recogió el cuadro; el marco se había resquebrajado por la parte inferior.
—El clavo debía estar un poco flojo
—dijo Jacobo con sensata serenidad.
—Sí, ha tenido que ser eso —estuvo
de acuerdo Jaime Palacios sin apartar su mirada paterna de la niña que leía.
—No, esto no es normal —balbuceó
Maura—. No es normal que haya caído el cuadro de la señorita Helena después de
derramar la sal.
—¡Suficiente, Maura! —se
enojó el señor Palacios— ¡Ni una palabra
más, ni una!
Maura se marchó
compungida y se refugió en la cocina donde continuó lloriqueando mientras
aseguraba a sus dos sufridoras ayudantes que terribles desgracias estaban por llegar.
∎∎∎
A Arturo Corona
le subió la tensión y sufrió una molesta arritmia después de escuchar que Blas
y Helena se habían casado.
—¿Quién se ha atrevido a casarles? ¡Mataré a quien los haya casado! ¡Anularé esa boda! —le gritó, furioso, a Jaime Palacios.
—Entonces tendrás que matar a
nuestro nieto. Ha sido Nico.
—¿Qué broma absurda es esta? —bramó el dictador.
—No es una broma. Nuestros hijos se
aman, se han casado ellos mismos en el valle y Nico los ha declarado marido y
mujer. Es hora de que lo aceptes, Arturo. Yo ya lo he aceptado.
Pasado un tenso
silencio, Jaime Palacios escuchó algo que le sorprendió y que no esperaba.
—¡Está bien! ¡Al diablo con todo!
¡Que hagan lo que quieran! —exclamó Arturo Corona— Está claro que no es posible
separarles y si tú quieres ver feliz a tu hija, yo también soy padre y quiero
ver feliz a mi hijo.
—Me alegra que...
—¡Tengo trabajo! — Y de esta forma
abrupta finalizó la conversación entre los dos hombres más poderosos de Kavana, que muy pronto se iban a enfrentar en las primeras elecciones del país.
Jaime Palacios
colgó el teléfono, aliviado, pero ese alivio se hubiese esfumado de inmediato
si hubiera podido escuchar la conversación que sostuvo Arturo Corona con Emilia
Sales a continuación de hablar con él.
Helena se
sorprendió cuando, al salir de su habitación, encontró a Blas junto a la
puerta.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó
devolviéndole la mirada de amor que estaba recibiendo de su recién esposo.
Eran miradas
como brillantes luces que emiten los faros en una noche marina.
—Lo siento, no he podido evitar
espiarte. Necesitaba saber, necesitaba escuchar lo que le decías a tu padre.
Esa necesidad ha sido más fuerte que yo —confesó Blas.
—Pues creo que yo no voy a ser la
persona más indicada para reprocharte tu actitud. Lo cierto es que yo te espié
bastante cuando me hice pasar por Mikaela —. Helena sonrió y los hoyuelos
aparecieron. Y Blas la abrazó con poderosa suavidad.
Cogidos de la
mano, bajaban por la escalera hacia la sala de estar cuando unos estrepitosos truenos, uno detrás
de otro, primero; superpuestos poco después, sacudieron el cielo, el valle y la
casa.
El sol se apagó;
también la tele de la sala de estar... La oscuridad se adueñó del lugar. Se
hizo de noche.
—Pero, ¿qué está sucediendo?
—preguntó Matilde, alarmada—. Jamás había visto algo así.
—Es una tormenta, nada más
—respondió Blas—. Pero me temo que no vamos a poder ir a la aldea a comer. No
pasa nada, yo prepararé la comida.
—Tú solo no, yo te ayudaré —se
ofreció Helena, ilusionada. Nada ni nadie, y mucho menos una tormenta, podía
apagar su ilusión. Sería divertido
cocinar con Blas. ¿Qué harían para
comer?
—Hay que encender velas y sacar
linternas —dijo Matilde, nerviosa.
—Pues encenderemos velas —dijo
Helena pensando que aquello sería romántico—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Es
que va a asustarte una simple tormenta?
—No, claro que no. ¿Cómo iba a
asustarme por eso? —mintió Matilde lo mejor que pudo. No quería ensombrecer la
felicidad de los recién casados, pero tampoco podía olvidar el ala rota de
Cupido y tampoco podía ignorar que, de repente, sin más, el día se había vuelto
noche. Un día sin una sola nube y con un sol esplendoroso.
Los truenos habían
cesado, pero la oscuridad continuaba y un extraño silencio, casi sobrecogedor,
que solo presagiaba una terrible tormenta. Era como una calma amenazante que
precedía a algo tan terrible, que Matilde rechazaba siquiera imaginar.
Págs. 1292-1299
Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, siento haber estado tanto tiempo ausente
Me vais a tener que disculpar que no dé muchas explicaciones, creo que es mejor así... Solo diré que no ha sido por placer
Es momento de volver, quiero terminar de publicar los últimos capítulos de esta novela y, si es posible, sin volver a ausentarme
Os he echado de menos y os dejo un abrazo... Espero que estéis bien
También os dejo una canción de Melendi y Carlos Rivera... "El único habitante de tu piel"
Mela