atilde puso todo
su empeño en ahuyentar el presentimiento que la había sobrecogido. Para
lograrlo, empezó por decirle a Helena que llevara el vestido a su habitación y
que lo dejara en el armario. Seguidamente le dijo a Blas que se tranquilizara y
le reprochó no haber estado más vigilante cuando Gabriela envolvió el vestido.
Concluyó afeándoles a ambos su conducta delante de los niños.
Blas rompió la
foto en muchos pedazos. Helena cogió el paquete que cobijaba a su vestido azul
con florecillas blancas, a su tesoro valioso y querido. Pero aseguró que no se
lo pondría.
Marcos la miró
muy serio y con muchas ganas de zarandearla. Para él, la única culpable de lo
sucedido y responsable de la escena que habían presenciado era Helena. Y no
podía comprender la paciencia infinita de Blas. A su entender, Helena
necesitaba dos bofetadas bien dadas que seguramente le sentarían muy bien. O
quizás, una paliza.
Recordó a su
padre. Sí, a su padre le hubiese
encantado darle una paliza a aquella mujer y le hubiera enseñado a respetar a
los hombres. Su hermano, Luis, también.
Miró a Blas. ¿Por qué él no lo hacía? ¿Por qué era tan
diferente de Matías y de Luis? No podía entenderlo.
Marcos apreciaba
a Blas. Aguardaría el momento oportuno para aconsejarle cómo debía portarse con
Helena. Esperaría a que estuvieran a solas.
∎∎∎
La señora Sales
estaba furiosa, muy furiosa. Blas nunca la había llamado por su nombre de pila
y no existía forma de que olvidara las dos últimas palabras que le dirigió en
su corta conversación. "Adiós,
Emilia". La había llamado "Emilia". No la había llamado
"mamá".
Furiosa, llamó a
Arturo Corona.
—Tu hijo está en el valle con
Helena —le dijo sin más explicaciones.
—¡Qué tonterías me cuentas! —exclamó, enojado, el dictador de Kavana—
¿Has bebido o te has vuelto loca? ¿Te afecta la edad?
—Te digo que Blas está en el valle
con Helena —repitió Emilia, impaciente—. Acabo de hablar con él. ¡Está con ella!
—¡No seas estúpida! ¡Los
soldados de Jaime no le habrán dejado pasar!
—¡No sé cómo, pero está en el
valle con Helena! ¡Tienes que hablar
con Jaime! Entre sus soldados debe haber más de un traidor. ¡Créeme! ¡Está en el valle! ¿Crees que te diría esto si no estuviera segura?
—¿Dices que estás segura?
—Completamente.
—Hablaré con Jaime, pero
personalmente. Variaré mi agenda hoy. Iré a hacerle una visita.
—¡Date
prisa! —le apremió Emilia— Esa mujer va a poner a Blas en contra nuestra si
no lo ha hecho ya.
—¡NO VUELVAS A DARME UNA ORDEN! —gritó, encolerizado, Arturo Corona.
La furia de
Emilia actuó como una enfermedad infecciosa que contagió peligrosamente al
dictador de Kavana.
∎∎∎
En el valle,
mientras Helena subía a su habitación, Blas recogió los pedazos de la foto con
Gabriela y los arrojó al fuego de la chimenea. Las llamas los consumieron
vorazmente. La foto dejó de existir transformándose en cenizas en pocos
segundos.
Inmediatamente
después, con mirada severa, salió de la casa. Nicolás y Marcos le siguieron.
Matilde y
Bibiana fueron a la cocina y, desde la ventana, les observaron.
—Me da pena que todo haya acabado
mal —comentó Bibiana con tristeza—. El amor es complicado, ya empiezo a darme
cuenta de eso. No sé si me gustará enamorarme, aunque también creo que no sé si
puedes evitarlo.
Matilde sonrió
quedamente.
—No tienes que sentir pena —le dijo
a la pequeña—. Entre Blas y Helena no ha acabado nada y, mucho menos, mal.
De repente, la
atención de ambas se centró más en Blas. Las dos hubieran asegurado que había
tirado algo al río.
Y, en efecto,
Blas había tirado su móvil. No quería más llamadas de Emilia, no quería
llamadas de nadie.
Solo habían
transcurrido unos minutos cuando mujer y niña ahogaron, a duras penas, una exclamación de
horror al ver enzarzados en una horrible pelea a Nicolás y a Marcos.
—¿Por qué se pegan? ¿Qué les pasa?
—se preguntó Bibiana en voz alta.
—No lo sé —contestó Matilde,
confusa—. Pero no te inquietes, Blas los está separando.
Siguieron mirando con interés. Blas permanecía en medio de la contienda, pero
ni Nicolás ni Marcos parecían dispuestos a abandonar la reyerta.
La lucha
continuaba muy cerca del río, demasiado cerca, peligrosamente cerca... Matilde
y Bibiana gritaron, angustiadas, cuando vieron a Blas y a los muchachos perder
el equilibrio y caer al agua helada.
Justo, en aquel
momento, llegó Helena a la cocina.
∎∎∎
A Jacobo no le
gustaba Arturo Corona y, aunque no hubiera sido el dictador de Kavana, seguiría sin
gustarle.
Por lo tanto, no
le gustó ni un poquito abrirle la puerta y recibirle por mucho que estuviera
preparado para hacerlo, desde hacía más de una hora, cuando Jaime Palacios le
avisó sobre su próxima e inesperada visita.
El dictador
entró solo en la mansión. Los militares que lo escoltaban esperarían fuera.
Jacobo recogió
su abrigo y le guió hasta el despacho del señor Palacios por un camino que el
dictador conocía muy bien.
Maura estaba
como loca. Su enajenación transitoria se debía al desasosiego de no saber con
claridad si Arturo Corona se quedaría a comer.
—Jacobo debería decirme algo—repetía, incansable y quejosa, una y
otra vez.
Pero el leal
escudero de Jaime Palacios no tenía en mente nada que se pareciera a eso. El
buen mayordomo solo deseaba que la reunión entre los dos hombres más poderosos
del país finalizase cuanto antes. Y aguardaba tras la puerta a guiar de nuevo
al dictador, esta vez hacia la salida, aunque este conociera muy bien el
camino. Sería un gusto entregarle su abrigo, cerrar bien la puerta y olvidar
que había estado allí.
Jacobo no pudo
ver a los dos hombres más poderosos de Kavana darse la mano y tomar asientos
enfrentados. Tampoco podía oírles. Por lo menos, por el momento. Tal vez, si
ambos gritaban, sus voces llegarían a alcanzar los decibelios necesarios para traspasar la gruesa puerta.
—Tú dirás, porque creo que no has
venido a que te invite a beber o comer algo—. De este modo inició la
conversación Jaime Palacios. Maura hubiera reprobado este comienzo.
—Blas está en el valle —afirmó
Arturo Corona dando por cierta la información de Emilia—. Está con tu hija.
¿Cómo ha podido pasar?
—No ha habido forma de detenerle.
¿No querrías que mis soldados lo matasen? Y matarlo era la única forma de
detenerle.
—¿Me tomas por imbécil? —preguntó
Arturo Corona, alterado y rojo de ira.
—¿Por qué iba a hacer tal cosa?
—Porque tu hijita te ha llorado y
te ha ablandado. ¡Por eso me tomas por
imbécil y has consentido que Blas se reúna con ella en el valle!
—Mi hija no me ha llorado
—desmintió el señor Palacios—, pero sí he consentido que Blas se reúna con
ella. Quiero que mi hija sea feliz. Eso es todo.
—No consentiré que Blas esté con tu
hija. Sabes que no.
—Arturo, han estado doce años
separados y no se han olvidado. ¡Asume
la realidad!
—¡NO Y SIEMPRE NO!
∎∎∎
Jacobo no tuvo
el gusto de acompañar al dictador a la salida. Lo hizo el señor Palacios. Y
Maura tuvo el disgusto de no poder agasajar con sus mejores platos al jefe del
estado kavano.
En cuanto salió
de la mansión y subió a su auto, Arturo Corona efectuó una llamada.
—Tenías razón, están juntos
—admitió, enfurecido—. Y están juntos con el beneplácito de Jaime.
—¿Cómo es posible que Jaime
consienta que estén juntos? —se escandalizó y sorprendió Emilia.
—No es lo mismo tener una hija que
un hijo —respondió Arturo Corona, concluyente—. Jaime no puede soportar que su
querida hijita llore y no puede imaginar cuánto la va a ver llorar.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando se celebren las elecciones,
gane Jaime o gane yo, tú y yo nos ocuparemos de separar a Blas y a Helena
definitivamente. Ya te explicaré cómo. Ahora debo ocuparme de otro
asunto que no puede esperar.
—¿Qué asunto es ese? —indagó Emilia.
—Te gusta huronear, ¿lo sabías? El
asunto se llama Alfredo Soriano. Es el policía que mató de un disparo a su hijo
en el instituto. Jaime me ha contado que ese malnacido torturó al chico para
obligarle a matar a Nicolás, a mi nieto. Quiero que ese tipo desee morir y que
tarde en morir. Quiero que se retuerza, que grite, que suplique...
∎∎∎
Cuando la
oscuridad ya cubría el valle como si de un manto se tratase y las estrellas brillaban
en el cielo, Alfredo Soriano dejó de gritar, también de implorar, de suplicar
que aquella brutal tortura terminase. La ansiada muerte llegó para darle
descanso, para salvarle de su cruel agonía. Y, tal vez, en algún momento,
durante esa lenta agonía, pensó en Lucas. Tal vez llegó a sentir remordimientos
por lo que le hizo a un niño de catorce años, a un niño que era su hijo. Solo
tal vez.
Helena ya se
había acostado y permanecía en la cama, inquieta, expectante. ¿Subiría Blas a su habitación? Deseaba
que lo hiciera. ¡Lo deseaba tanto! Y
si él subía, que el tiempo se detuviera, que la noche fuese eterna.
Habían pasado un
día extraño desde que Blas, Nicolás y Marcos cayeran al río y todavía ignoraba
lo sucedido en realidad. Lo que sí sabía es que Blas mintió cuando dijo que los
tres habían resbalado. Y ella tenía una excusa, una buenísima razón para bajar
a la sala de estar y preguntarle por ese triple accidente. Si él no subía, ella
bajaría. Ya lo había decidido y los latidos de su corazón se aceleraron más y
más.
De pronto, casi
no se atrevió a seguir respirando... La puerta se iba abriendo muy despacio. La
luz estaba encendida. ¿Por qué no la
había apagado? No se atrevió a mirar, cerró los ojos con fuerza. Alguien se
acercaba lentamente. ¡Era Blas! Su
aroma ya impregnaba sus sentidos.
Y la misma mujer
que había deseado que Blas subiera a su habitación, que el tiempo se detuviera
y que la noche fuese eterna, comenzó a sentirse mareada, muy nerviosa, muy
pequeña y muy miedosa. Pero, pese a todo, feliz, muy feliz.
Págs. 1274-1281
Hoy dejo una canción de Michelle Jenner... "Me gusta así"