icolás entró en
la cocina con semblante feliz. Estaba muy ilusionado. Por fin había pasado lo
que muchas veces soñó sin atreverse a revelárselo absolutamente a nadie. Era su
secreto. Sus sueños eran suyos, solo le pertenecían a él, eran su parcela
íntima. Ya no volvería a despertar pensando que fantaseaba; sus fantasías eran
realidades. Por fin sus padres estaban juntos, por fin se habían reconciliado.
Ya solo podía aguardarles un futuro desbordado de dicha. Navegarían por un río
de alegrías y descenderían por una catarata que los trasladaría hacia más y más
felicidad.
Helena y Matilde
freían rebanadas de pan empapadas con leche y huevo.El delicioso
aroma de torrijas recién hechas, colocadas en una fuente sobre la mesa,
consiguió abrirle un apetito feroz.
Marcos y Bibiana
ya tenían restos de azúcar y aceite en los labios.
—¡Buenos días! —saludó Nicolás
lanzándose a por la primera torrija. Primera, porque pensaba comer muchas.
Todos le
contestaron con un alegre "buenos días". Todos, excepto Helena, que
comenzó a perder la calma. Ni siquiera pudo reunir el suficiente valor para
darse la vuelta y mirarle. ¿Estaría ya
Blas en la cocina?
Matilde sí se
dio la vuelta y le miró. Sonrió viendo como devoraba la torrija
—¿Están buenas? —le preguntó.
—Están buenísimas—contestó el muchacho con la boca llena.
Cuando Blas
llegó a la cocina, Matilde y Helena ya estaban sentadas. De nuevo Helena tuvo
la impresión de que Blas era un gigante, un gigante muy alto, muy fuerte...
también muy apuesto. Y ella era tan bajita, tan diminuta, tan insignificante,
tan poquita cosa... De nuevo olvidó que ella permanecía sentada, y él de pie.
El "gigante
Blas" se disculpó por haberse retrasado y dejó una mochila en el suelo.
—No se preocupe. Las torrijas y el
chocolate aún están calientes —dijo Matilde, afable.
Blas, muy pronto,
alabó las torrijas
—Las hemos preparado Helena y yo,
aunque ella no las ha probado todavía —comentó Matilde. Y, por supuesto, este
comentario molestó gravemente a Helena.
—Helena no debe saber que un
cocinero que se precie está obligado a probar lo que cocina —declaró Blas bien humorado.
Y Helena se sonrojó violentamente, pero no dijo nada porque nada coherente se
le ocurrió.
¿Cómo podía Blas estar tan tranquilo? Ella hasta respiraba con dificultad, le
faltaba el aire. ¿Acaso Blas no recordaba
lo que había sucedido entre ellos por la noche? ¿O tal vez no significó nada
especial para él? Cuando ya sus
alborotados pensamientos la estaban martirizando, una pregunta de su hijo le
hizo dar un respingo muy involuntario. Nicolás le preguntó si había dormido
bien. Una pregunta muy inadecuada.
—Yo he dormido de maravilla. Hacía
muchos años que no descansaba tan bien —respondió Blas dirigiendo una mirada
furtiva a Helena.
—A ti no te he preguntado —replicó
Nicolás.
—Yo también he dormido bien —dijo
Matilde—¿Y vosotros?
Marcos y
Bibiana, sorprendidos, aseguraron que también habían dormido bien —¿Y tú, mamá? —insistió Nicolás.
Blas sonreía
aguardando la respuesta de Helena mientras comía una tercera torrija.
—He dormido como cualquier noche
—dijo al fin Helena—. Quizás, peor. Sí, creo que peor. Estoy convencida de que
peor.
Blas no pudo
evitar reírse.
—¿Tan mal lo has pasado esta noche?
—indagó, risueño.
—En realidad no recuerdo cómo he
dormido —afirmó Helena, agitada.
Blas se rió con
ganas.
Marcos y Bibiana
notaban que algo extraño sucedía, pero no llegaban a entender ya que ignoraban
que Blas y Helena habían dormido juntos.
—¿Seguro que no te acuerdas?
—preguntó Blas—¿O mientes como tienes por costumbre?
—Y tú, ¿cómo puedes tener el valor
de llamarme mentirosa en mi casa? —se indignó Helena.
Nicolás temió
que una fuerte discusión estallara entre sus padres. Creyó llegado el momento
de que su padre le regalara el vestido a su madre. Estaba impaciente, no podía
esperar más.
—¡Ya está bien! —exclamó, alterado—
Si ella dice que no se acuerda es que no se acuerda—Y le propinó un puntapié a
Blas. Un puntapié fuerte, un puntapié que tuvo que dolerle, mas nadie se enteró
de lo sucedido por debajo de la mesa— ¡No vuelvas a decir que miente! ¿Por qué no
sacas lo que llevas en la mochila? —preguntó el pateador— Es un regalo para ti
—le dijo a Helena—. Y estoy seguro de que te gustará.
Helena miró,
sorprendida, como Blas se limpió las manos y como, a continuación, cogió la
mochila. La abrió y extrajo un paquete.
—Sí, es para ti. Yo no estoy seguro
de nada. Solo deseo que te guste —. Y Blas se lo
entregó.
—¿Un regalo para mí? ¿Por qué
motivo? —preguntó Helena tan sorprendida como ruborizada.
—Cuando lo abras, lo sabrás
—respondió Blas.
Con manos temblorosas
porque estaba nerviosa. Con cuidado porque no quería romper el hermoso papel,
Helena desenvolvió el paquete. Quitó la tapa de
la caja y, pese a que creyó estar soñando, no pudo evitar exclamar... ¡Mi
vestido azul!
Blas sonrió
feliz y satisfecho. Nicolás también.
—Pero no puede ser, yo lo quemé.
Sin embargo, parece mi vestido. ¿Cómo es posible? —Helena miró a Blas.
—Me ha costado un poco, pero qué no
haría yo posible por ti. Espero que no vuelvas a quemarlo.
Helena acarició
la tela del vestido, emocionada. Volvía a tener su tesoro valioso y querido.
—Gracias, Blas, muchas gracias. Te
confieso que me arrepentí de haberlo quemado. Este vestido significa mucho para
mí. Gracias.
—¿No vas a sacarlo de la caja para
que todos lo veamos? —dijo Matilde con ojos húmedos.
—Haré algo mejor —replicó Helena,
contenta—, subiré a mi habitación y me lo pondré. Esperad aquí.
Dos hoyuelos
traviesos aparecieron en sus mejillas. Blas los adoraba y los vio.
Deseó detenerla, sentirla de nuevo entre sus brazos, besarla otra vez, pero
dominó sus impulsos y la dejó marchar.
Decidió esperar, en la sala de estar, la
llegada de Helena con el vestido azul y florecillas blancas. Sí, quería verla bajar el último tramo de la
escalera de caracol. Su corazón, ansioso, se aceleraba.
Se sentó en un sofá
y vio su otra mochila. Se acordó de su móvil, lo había olvidado y al mundo
también. Cogió el móvil, tenía que distraerse con algo. Estaba tan ansioso. Se sorprendió al ver las numerosas llamadas de
Emilia Sales. ¿Cómo no había oído el
teléfono?Se percató de que lo tenía
en silencio. ¿Por qué Emilia lo habría
llamado tanto? ¿Pasaría algo malo? La llamó.
—Mamá, ¿qué sucede?
—¡Blas, por
Dios! ¿Dónde estás?
—Estoy en el valle con Helena, con
Nico...
—¿Cómo? ¡Cómo!
—Mamá, no te alteres. Estoy feliz,
muy feliz. Sabes que amo a Helena y...
—¡Amas a una asesina! —gritó Emilia, fuera de sí— ¡Tobías no sufrió un accidente! Tobías
averiguó que Helena era hija de Jaime Palacios. Se disponía a decírtelo y lo
mataron por eso. ¡Ella y Jaime son dos
asesinos!
—Adiós, Emilia —Blas cortó la
comunicación.
El color se mudó
de su rostro y sus ojos borrascosos anunciaban una tormenta terrible. Incapaz
de permanecer quieto, cazcaleó por la sala. Su móvil sonó. Era Emilia. Blas
apagó el teléfono y lo guardó en un bolsillo. Tenía que deshacerse de ese "monstruo". Lo haría después.
Helena no tardaría mucho en bajar. Después lo arrojaría al río.
Y efectivamente,
Helena no tardó en bajar. Blas la vio descender los últimos peldaños de la
escalera de caracol. No se había puesto el vestido. Ni rastro de los hoyuelos
traviesos en sus mejillas. Parecía abatida y la borrasca, en sus ojos,
anunciaba otra tormenta terrible.
Con firmeza, sin
dudar, se dirigió a él y le devolvió el paquete.
—Te has equivocado de destinataria.
—Helena, no estoy de humor para tus
jueguitos... —Pero, entonces, Blas vio la foto que se hizo con Gabriela. Estaba
sobre el paquete.
—¡Maldita Gabriela! —exclamó,
enojado y desconcertado. Y una penumbra comenzó a abrirse paso en su mente.
—¿Así se llama? ¿Gabriela? Bueno,
no me contestes. No me interesa en absoluto.
—Se llama Gabriela y es una amiga.
¡Solo eso! No entiendo qué hace esta foto aquí. Ella envolvió el vestido, debí
hacerlo yo. Me pidió que nos hiciéramos una foto como recuerdo de nuestra
amistad.
—Y le diste las gracias por existir...
—¿No se le puede decir eso a una amiga?
—Blas, estás gritando.
En efecto, Blas
había elevado el tono de voz bastante. Más que suficiente para que Matilde,
Nicolás, Bibiana y Marcos acudieran a la sala de estar.
—¿Por qué no te has puesto el
vestido, mamá? —preguntó Nicolás, desilusionado.
—Porque ha visto esta foto —. Blas
le mostró la foto a su hijo.
El chiquillo la
miró, perplejo.
—Esta foto os la hice yo, pero era
para Gabriela —dijo, confuso—. Ella quería un recuerdo de vuestra amistad. ¿Qué
hace aquí esta foto?
—Gabriela debió preferir que
recordara nuestra amistad tu madre y dejó la foto con el vestido. ¡Y yo soy tan
idiota que no me di cuenta!
—¡La idiota y la imbécil es ella! —exclamó Nicolás, airado— ¡Ya no puede ser tu amiga!
—Tu padre tiene amistades muy extrañas —opinó Helena.
Y sus palabras provocaron que la borrasca en
los ojos de Blas se precipitara en una tormenta feroz.
—¿Lo dices por Álvaro? ¡Lo maté!
¡Pero yo no mato a hombres buenos!
¿Merecía ser asesinado Tobías? ¡Contesta!
—¿Quién es Tobías?
—Tobías era un buen hombre, ese sí era mi amigo. Un buen policía.
Averiguó que tú eras hija de Jaime. ¿Merecía morir por eso? ¿Merecía morir porque iba a decírmelo?
—No sé de qué me estás hablando. ¿Crees que yo maté a ese hombre?
—No, tú no. Pero tu padre sí.
—No te atrevas a insinuar que mi padre es un asesino.
—No lo insinúo, lo afirmo.
—Y yo afirmo que si existe un asesino grande en Kavana, ese es tu
padre... Arturo Corona.
El cruce de unos ojos muy borrascosos se
produjo en aquel instante. Un cruce idóneo para formar una tormenta perfecta.
—¡Basta, ya está bien! —gritó Nicolás, iracundo— ¿Os habéis vuelto locos los
dos? ¿Pensáis que el tiempo se va a detener? ¡No se detendrá! Os haréis viejos y os arrepentiréis del tiempo que
no habéis aprovechado para estar juntos. ¿Y si no os hacéis viejos? ¿Y si uno
de los dos muere? ¿Qué pasará entonces? Yo he estado muy grave, podría haber
muerto. También uno de vosotros podría morir.
Lo que dijo Nicolás fue el sol que hizo
desaparecer la borrasca en los ojos de Blas. También en los de Helena.
Ninguno de los dos había pensado nunca en la
posibilidad de que el otro muriera. Eso era impensable, era imposible, era algo
que no podía suceder.
Por primera vez, Blas y Helena fueron
conscientes de que eran unos ilusos, de que no era imposible, y los dos
sintieron un miedo descarnado.
—Yo moriré antes que tú —dijo Blas.
—No vuelvas a decir eso, no vuelvas a decirlo jamás —le contestó Helena.
Matilde se sobrecogió. Tuvo un mal
presentimiento. Un presentimiento que no contaría a nadie.
Págs. 1265-1273
Hoy os dejo una canción de Pol 3.14... "Jóvenes eternamente"