EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

viernes, 15 de enero de 2021

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 155






CAPÍTULO 155

 

BORRASCA EN LOS OJOS 

 

 

N

icolás entró en la cocina con semblante feliz. Estaba muy ilusionado. Por fin había pasado lo que muchas veces soñó sin atreverse a revelárselo absolutamente a nadie. Era su secreto. Sus sueños eran suyos, solo le pertenecían a él, eran su parcela íntima. Ya no volvería a despertar pensando que fantaseaba; sus fantasías eran realidades. Por fin sus padres estaban juntos, por fin se habían reconciliado. Ya solo podía aguardarles un futuro desbordado de dicha. Navegarían por un río de alegrías y descenderían por una catarata que los trasladaría hacia más y más felicidad.

Helena y Matilde freían rebanadas de pan empapadas con leche y huevo.El delicioso aroma de torrijas recién hechas, colocadas en una fuente sobre la mesa, consiguió abrirle un apetito feroz.
Marcos y Bibiana ya tenían restos de azúcar y aceite en los labios.
            —¡Buenos días! —saludó Nicolás lanzándose a por la primera torrija. Primera, porque pensaba comer muchas.
Todos le contestaron con un alegre "buenos días". Todos, excepto Helena, que comenzó a perder la calma. Ni siquiera pudo reunir el suficiente valor para darse la vuelta y mirarle. ¿Estaría ya Blas en la cocina?
Matilde sí se dio la vuelta y le miró. Sonrió viendo como devoraba la torrija
             —¿Están buenas? —le preguntó.
             —Están buenísimas—contestó el muchacho con la boca llena.
Cuando Blas llegó a la cocina, Matilde y Helena ya estaban sentadas. De nuevo Helena tuvo la impresión de que Blas era un gigante, un gigante muy alto, muy fuerte... también muy apuesto. Y ella era tan bajita, tan diminuta, tan insignificante, tan poquita cosa... De nuevo olvidó que ella permanecía sentada, y él de pie.  
El "gigante Blas" se disculpó por haberse retrasado y dejó una mochila en el suelo.
         —No se preocupe. Las torrijas y el chocolate aún están calientes —dijo Matilde, afable.
Blas, muy pronto, alabó las torrijas
       —Las hemos preparado Helena y yo, aunque ella no las ha probado todavía —comentó Matilde. Y, por supuesto, este comentario molestó gravemente a Helena.   
         —Helena no debe saber que un cocinero que se precie está obligado a probar lo que cocina —declaró Blas bien humorado. Y Helena se sonrojó violentamente, pero no dijo nada porque nada coherente se le ocurrió.
¿Cómo podía Blas estar tan tranquilo? Ella hasta respiraba con dificultad, le faltaba el aire. ¿Acaso Blas no recordaba lo que había sucedido entre ellos por la noche? ¿O tal vez no significó nada especial para él?  Cuando ya sus alborotados pensamientos la estaban martirizando, una pregunta de su hijo le hizo dar un respingo muy involuntario. Nicolás le preguntó si había dormido bien. Una pregunta muy inadecuada.
           —Yo he dormido de maravilla. Hacía muchos años que no descansaba tan bien —respondió Blas dirigiendo una mirada furtiva a Helena.
             —A ti no te he preguntado —replicó Nicolás.
             —Yo también he dormido bien —dijo Matilde—¿Y vosotros?
Marcos y Bibiana, sorprendidos, aseguraron que también habían dormido bien —¿Y tú, mamá? —insistió Nicolás.
Blas sonreía aguardando la respuesta de Helena mientras comía una tercera torrija.
            —He dormido como cualquier noche —dijo al fin Helena—. Quizás, peor. Sí, creo que peor. Estoy convencida de que peor. 
Blas no pudo evitar reírse.
             —¿Tan mal lo has pasado esta noche? —indagó, risueño. 
              —En realidad no recuerdo cómo he dormido —afirmó Helena, agitada.
Blas se rió con ganas. 
Marcos y Bibiana notaban que algo extraño sucedía, pero no llegaban a entender ya que ignoraban que Blas y Helena habían dormido juntos.
            —¿Seguro que no te acuerdas? —preguntó Blas—¿O mientes como tienes por costumbre?
       —Y tú, ¿cómo puedes tener el valor de llamarme mentirosa en mi casa? —se indignó Helena.
Nicolás temió que una fuerte discusión estallara entre sus padres. Creyó llegado el momento de que su padre le regalara el vestido a su madre. Estaba impaciente, no podía esperar más.
            —¡Ya está bien! —exclamó, alterado— Si ella dice que no se acuerda es que no se acuerda—Y le propinó un puntapié a Blas. Un puntapié fuerte, un puntapié que tuvo que dolerle, mas nadie se enteró de lo sucedido por debajo de la mesa— ¡No vuelvas a decir que miente! ¿Por qué no sacas lo que llevas en la mochila? —preguntó el pateador— Es un regalo para ti —le dijo a Helena—. Y estoy seguro de que te gustará.

Helena miró, sorprendida, como Blas se limpió las manos y como, a continuación, cogió la mochila. La abrió y extrajo un paquete.

            —Sí, es para ti. Yo no estoy seguro de nada. Solo deseo que te guste —. Y Blas se lo entregó.
           —¿Un regalo para mí? ¿Por qué motivo? —preguntó Helena tan sorprendida como ruborizada.
           —Cuando lo abras, lo sabrás —respondió Blas.
Con manos temblorosas porque estaba nerviosa. Con cuidado porque no quería romper el hermoso papel, Helena desenvolvió el paquete. Quitó la tapa de la caja y, pese a que creyó estar soñando, no pudo evitar exclamar... ¡Mi vestido azul!

Blas sonrió feliz y satisfecho. Nicolás también.

            —Pero no puede ser, yo lo quemé. Sin embargo, parece mi vestido. ¿Cómo es posible? —Helena miró a Blas.

        —Me ha costado un poco, pero qué no haría yo posible por ti. Espero que no vuelvas a quemarlo.

Helena acarició la tela del vestido, emocionada. Volvía a tener su tesoro valioso y querido.

            —Gracias, Blas, muchas gracias. Te confieso que me arrepentí de haberlo quemado. Este vestido significa mucho para mí. Gracias.
            —¿No vas a sacarlo de la caja para que todos lo veamos? —dijo Matilde con ojos húmedos.
            —Haré algo mejor —replicó Helena, contenta—, subiré a mi habitación y me lo pondré. Esperad aquí.
Dos hoyuelos traviesos aparecieron en sus mejillas. Blas los adoraba y los vio. Deseó detenerla, sentirla de nuevo entre sus brazos, besarla otra vez, pero dominó sus impulsos y la dejó marchar.                          
Decidió esperar, en la sala de estar, la llegada de Helena con el vestido azul y florecillas blancas. Sí, quería verla bajar el último tramo de la escalera de caracol. Su corazón, ansioso, se aceleraba.                                                                                      
Se sentó en un sofá y vio su otra mochila. Se acordó de su móvil, lo había olvidado y al mundo también. Cogió el móvil, tenía que distraerse con algo. Estaba tan ansioso. Se sorprendió al ver las numerosas llamadas de Emilia Sales. ¿Cómo no había oído el teléfono?  Se percató de que lo tenía en silencio. ¿Por qué Emilia lo habría llamado tanto? ¿Pasaría algo malo? La llamó.
            —Mamá, ¿qué sucede?
           —¡Blas, por Dios! ¿Dónde estás?            
           —Estoy en el valle con Helena, con Nico...
            —¿Cómo? ¡Cómo!
            —Mamá, no te alteres. Estoy feliz, muy feliz. Sabes que amo a Helena y...
            —¡Amas a una asesina! —gritó Emilia, fuera de sí— ¡Tobías no sufrió un accidente! Tobías averiguó que Helena era hija de Jaime Palacios. Se disponía a decírtelo y lo mataron por eso. ¡Ella y Jaime son dos asesinos!
            —Adiós, Emilia —Blas cortó la comunicación.
El color se mudó de su rostro y sus ojos borrascosos anunciaban una tormenta terrible. Incapaz de permanecer quieto, cazcaleó por la sala. Su móvil sonó. Era Emilia. Blas apagó el teléfono y lo guardó en un bolsillo. Tenía que deshacerse de ese "monstruo". Lo haría después. Helena no tardaría mucho en bajar. Después lo arrojaría al río.
Y efectivamente, Helena no tardó en bajar. Blas la vio descender los últimos peldaños de la escalera de caracol. No se había puesto el vestido. Ni rastro de los hoyuelos traviesos en sus mejillas. Parecía abatida y la borrasca, en sus ojos, anunciaba otra tormenta terrible.
Con firmeza, sin dudar, se dirigió a él y le devolvió el paquete.
            —Te has equivocado de destinataria.
            —Helena, no estoy de humor para tus jueguitos... —Pero, entonces, Blas vio la foto que se hizo con Gabriela. Estaba sobre el paquete.
            —¡Maldita Gabriela! —exclamó, enojado y desconcertado. Y una penumbra comenzó a abrirse paso en su mente.
            —¿Así se llama? ¿Gabriela? Bueno, no me contestes. No me interesa en absoluto.
            —Se llama Gabriela y es una amiga. ¡Solo eso! No entiendo qué hace esta foto aquí. Ella envolvió el vestido, debí hacerlo yo. Me pidió que nos hiciéramos una foto como recuerdo de nuestra amistad.
            —Y le diste las gracias por existir...
            —¿No se le puede decir eso a una amiga?
            —Blas, estás gritando.
En efecto, Blas había elevado el tono de voz bastante. Más que suficiente para que Matilde, Nicolás, Bibiana y Marcos acudieran a la sala de estar.
            —¿Por qué no te has puesto el vestido, mamá? —preguntó Nicolás, desilusionado. 
            —Porque ha visto esta foto —. Blas le mostró la foto a su hijo.
El chiquillo la miró, perplejo.
            —Esta foto os la hice yo, pero era para Gabriela —dijo, confuso—. Ella quería un recuerdo de vuestra amistad. ¿Qué hace aquí esta foto?
            —Gabriela debió preferir que recordara nuestra amistad tu madre y dejó la foto con el vestido. ¡Y yo soy tan idiota que no me di cuenta!
            —¡La idiota y la imbécil es ella! —exclamó Nicolás, airado— ¡Ya no puede ser tu amiga!

            —Tu padre tiene amistades muy extrañas —opinó Helena.

Y sus palabras provocaron que la borrasca en los ojos de Blas se precipitara en una tormenta feroz. 

            —¿Lo dices por Álvaro? ¡Lo maté! ¡Pero yo no mato a hombres buenos! ¿Merecía ser asesinado Tobías? ¡Contesta!

            —¿Quién es Tobías?

            —Tobías era un buen hombre, ese sí era mi amigo. Un buen policía. Averiguó que tú eras hija de Jaime. ¿Merecía morir por eso? ¿Merecía morir porque iba a decírmelo?

            —No sé de qué me estás hablando. ¿Crees que yo maté a ese hombre?

            —No, tú no. Pero tu padre sí.

            —No te atrevas a insinuar que mi padre es un asesino.

            —No lo insinúo, lo afirmo.

            —Y yo afirmo que si existe un asesino grande en Kavana, ese es tu padre... Arturo Corona.

El cruce de unos ojos muy borrascosos se produjo en aquel instante. Un cruce idóneo para formar una tormenta perfecta.

            —¡Basta, ya está bien! —gritó Nicolás, iracundo— ¿Os habéis vuelto locos los dos? ¿Pensáis que el tiempo se va a detener? ¡No se detendrá! Os haréis viejos y os arrepentiréis del tiempo que no habéis aprovechado para estar juntos. ¿Y si no os hacéis viejos? ¿Y si uno de los dos muere? ¿Qué pasará entonces? Yo he estado muy grave, podría haber muerto. También uno de vosotros podría morir.

Lo que dijo Nicolás fue el sol que hizo desaparecer la borrasca en los ojos de Blas. También en los de Helena.

Ninguno de los dos había pensado nunca en la posibilidad de que el otro muriera. Eso era impensable, era imposible, era algo que no podía suceder.

Por primera vez, Blas y Helena fueron conscientes de que eran unos ilusos, de que no era imposible, y los dos sintieron un miedo descarnado.

            —Yo moriré antes que tú —dijo Blas.

            —No vuelvas a decir eso, no vuelvas a decirlo jamás —le contestó Helena.

Matilde se sobrecogió. Tuvo un mal presentimiento. Un presentimiento que no contaría a nadie.

Págs. 1265-1273 

Hoy os dejo una canción de Pol 3.14... "Jóvenes eternamente"







 

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