CAPÍTULO 153
DEBAJO DE LA CAMA
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o podía ser, no
podía estar ocurriendo. ¡No debería estar ocurriendo, pero estaba
pasando!
Helena apretó
sus ojos cerrados, con fuerza, en cuanto estuvo segura de que Blas se estaba
metiendo debajo de la cama. Apretaba sus ojos con tanta fuerza como si
existiera el hechizo de que si ella no veía, también ella se hacía invisible.
Continuaba
tapándose la boca, pero no podía continuar oprimiéndose la nariz por mucho más
tiempo, o iba a morir asfixiada.
La cama era
ancha. Aun así, no pudo evitar alejarse un poco hacia la derecha.
Blas percibió
ese ligero movimiento de inmediato. También, de inmediato, entendió. Tampoco
podía creerlo. ¿Cómo era posible que los dos estuvieran debajo de la cama?
Una sonrisa
cruzó su cara de oreja a oreja; intentó imaginar qué hacía Helena allí.
—Creo que los dos hemos tenido la
misma idea —dijo con absoluta tranquilidad y absoluto disfrute—. A los dos nos
debe gustar dormir debajo de la cama. Muchas personas tacharían nuestro gusto
de extraño, inusual e incluso estrafalario. La gente es muy aburrida, ¿no te
lo parece?
Helena se supo
descubierta. Por lo tanto, dejó de tener objeto taparse boca y nariz corriendo
el riesgo de una muerte por asfixia.
También dejó de
ejercer fuerza sobre sus ojos y los fue abriendo poco a poco mientras buscaba,
con insistencia, la mejor de las excusas que le permitiera salir incólume y
airosa de aquella insólita y, posiblemente, humillante situación.
Sin embargo, por
muchas vueltas que le daba, como un hilo alrededor de un carrete, no lograba
encontrar una buena excusa que explicara por qué se encontraba debajo de su
propia cama.
—Supongo que algo se te ha debido
caer. Algo de gran valor. Tal vez, tu alianza, y la estabas buscando
afanosamente. Lo más extraño es que la buscaras con la luz apagada, pero cosas
más extrañas se han visto y se verán —. Blas sí encontró una excusa, una excusa
que no satisfizo en absoluto a Helena.
—Te recuerdo que estoy en mi casa,
Blas. En la habitación de mis padres. No soy yo quien debe explicar qué hago
debajo de la cama. Eres tú quien debe explicarlo —replicó representando el
papel de una excelente actriz ya que aparentó una serenidad que hacía horas la
había abandonado a su suerte.
La sonrisa de
Blas era radiante; reflejaba sin reservas la felicidad y bienestar que sentía,
aunque Helena, de haberla visto, hubiera asegurado que era la sonrisa
característica de un canalla.
—Solo puedo decirte que me
encantaría pasar el resto de mi vida debajo de esta cama... contigo —declaró el
supuesto canalla sin saber que, con sus palabras, estaba desarmando a Helena—.
Te confesaré por qué he subido a esta habitación, no me importa decírtelo, no
me importa que lo sepas. Pensé que podías estar dormida y deseaba acariciar tu
alborotado cabello. Al no verte en la cama, pensé que estabas en el baño. Me
metí debajo de la cama para aguardar tu regreso y aguardar que te durmieras. Hace
doce años que estoy queriendo acariciar tu cabello. ¡Muchos años!
Helena quedó paralizada escuchando al
hombre más peligroso del mundo; no podía moverse, solo
podía escuchar los latidos alocados de su corazón y ya temía que una llama se
alzaba en un rincón de su alma. Ella
también había tenido la tentación de bajar a la salita y acariciar el cabello
de Blas. ¡Habían deseado lo mismo!
La sonrisa de Blas comenzó a perder luminosidad.
Huelga decir que eso era algo que Blas nunca
sabría, jamás se lo contaría.
Tenía que apaciguarse; la debilidad era un
lujo del que debía prescindir. No caería en las redes de un hábil pescador como
lo era Blas. Seguiría nadando, aunque nadase a contracorriente. De hecho, era
una buena nadadora.
Y, a pesar del
desfallecimiento nervioso del que era presa, sacó fuerzas de flaqueza para
rebatir a Blas, atacándole con una espada invisible.
—Ya deja de hablar de deseos,
cabellos y caricias —le dijo con la intención de arrojarle un cubo de agua helada
en pleno invierno—. Sé perfectamente que pensabas casarte con Elisa.
La sonrisa de Blas comenzó a perder luminosidad.
—¿Cómo dices? —preguntó, anonadado—
¿Puedes repetirme la soberana tontería que has dicho?
—Pues claro que no pienso repetir
nada —manifestó Helena, molesta—. Me has oído muy bien y sabes muy bien que no
he dicho ninguna tontería. Elisa me lo dijo, Elisa me dijo que os ibais a
casar.
—¿Y no te invitó a la boda? —bromeó
Blas—Seguro que nos hubieras obsequiado con un magnífico regalo.
—Eres tú quien se dedica a decir
soberanas tonterías. Nunca hubiera aceptado semejante invitación y nunca os
hubiera regalado absolutamente nada —refutó Helena con vehemencia.
—Ten cuidado. Te estás expresando
como lo haría una mujer celosa —siguió bromeando Blas.
Helena se
sulfuró en el acto.
—¿Celosa yo? Debes haber perdido la
cabeza. ¿Qué sentido tendrían mis celos? Debes recordar, en todo momento, que te
odio con todas mis fuerzas.
Una oleada de
sangre subió al rostro de Blas, que ovacionó a Helena con unas quedas palmadas.
—Permíteme que te felicite por tu impoluta
corrección. Sería muy incorrecto, e indigno de ti, que odiaras a alguien a
quien nunca has querido.
Sin embargo, no
puedo felicitarte por creer a Elisa, que en paz descanse. Te mintió. ¿De verdad
la creíste?
Helena no
contestó. Y dejó que el silencio se instalara en el espacio que había debajo de
la cama.
—No, no iba a casarme con Elisa
—dijo Blas no permitiendo que el silencio fijara su residencia debajo de la
cama—. Ni con Elisa ni con ninguna otra. ¿Sabes la razón? Porque te quiero a
ti, Helena. Porque siempre te he querido a ti. Ninguna otra mujer ha podido ni
podrá conseguir reemplazarte en mi mente ni en mi corazón. Solo tú consigues
que la tierra tiemble bajo mis pies. ¿Entiendes eso?
—Ya deja de mentir, Blas —replicó
Helena sintiendo el vértigo de la duda y pensando, al mismo tiempo, que no
debía dejarse convencer—. Ninguna mujer ha podido reemplazarme, pero sí ha podido meterse en tu cama. Elisa lo dijo delante de ti y tú no lo negaste. Lo
admitiste.
—¿Celosa otra vez? —preguntó Blas
en un tono divertido— No tienes motivo, recuerda que me odias, y te aseguro que
nunca he estado con otra mujer debajo de una cama.
—¿Cómo te atreves a hacerte el
gracioso? —se enojó Helena— Me haces el favor de salir de debajo de mi cama y de mi
habitación.
—No.
—¿Cómo que no? —preguntó Helena con
temor.
—Si salgo de debajo de tu cama solo
será para meterme en tu cama.
—No te atrevas a eso, Blas.
—¿Por qué me mentiste, Helena? ¿Por
qué me hiciste creer que Bruno era tu marido? Eras una chiquilla, solo tenías
un año más que yo. ¿Por qué me dijiste que eras más mayor? ¿Por qué te marchaste?
—No te canses preguntando, Blas. No
pienso contestar a ninguna pregunta.
—Estamos juntos, tengo todo el
tiempo del mundo para que me contestes.
En lo único que
no mentiste fue cuando nos conocimos. ¿Te acuerdas?
¡Cómo olvidarlo! Helena recordaba cada detalle como si hubiera
pasado ayer. Que lo reconociera en voz alta iba a ser más complicado.
—Tu padre y Arturo Corona lo
planearon todo —Blas se negaba a llamar padre al dictador de Kavana—. Sabían
que yo desayunaba en esa cafetería. Tu padre te citó allí, pero no apareció.
Alguien te empujó cuando estabas cerca de mi mesa. Parte de mi café
con leche se derramó sobre una de las páginas del libro que estaba leyendo. Fue
entonces cuando levanté la vista y te vi... Sofocada, nerviosa, ruborizada,
azorada. Te disculpaste enseguida y me dijiste que alguien te había empujado.
El suelo ya comenzó a temblar bajo mis pies...
—No sigas, Blas. No quiero
escucharte...
—Querías comprarme otro libro...
—Te he dicho que no sigas. ¿Cómo te
atreves a decir que mi padre lo planeó todo de acuerdo con tu padre? ¿Por qué
iba a hacer eso mi padre?
—Porque los dos hombres más poderosos
del país querían tener algo en común. Y lo consiguieron. Tienen a Nico. No fue
muy difícil; Jaime tenía una hija y Arturo tenía un hijo.
—No es posible, no puede ser. No te
creo.
—Yo no miento, Helena. Mentir es
una costumbre tuya, no es mía. También es una costumbre de tu padre y de
Arturo. Arturo no mató a tu madre como te hicieron creer. Por eso te fuiste,
¿verdad?
Helena no
respondió. Temblaba, tenía miedo de seguir escuchando. Algunas lágrimas ya resbalaban
por sus mejillas. Tal vez no quería saber la verdad, tal vez prefería la
mentira.
—Nuestras madres eran amigas
—continuó hablando Blas—. Emilia no es mi verdadera madre. Mi madre se llamaba
Jimena, no puedo acordarme de ella. Nuestras madres iban en el mismo coche.
Hubo un accidente. Las dos murieron en el acto. Tu padre culpó a mi madre por
ser ella la que conducía. Poco después también culpó a Arturo. Se enemistaron y
decidieron que nosotros no estuviéramos juntos. Arturo aceptó que tu padre te
hiciera creer que él mató a tu madre. Y por eso te fuiste, ¿verdad? Pero no
puedo entender...
—¡Basta! Ya deja de inventar. Mi
padre no pudo hacerme eso. ¡Estás mintiendo! —Helena se vio desbordada y
superada por un dolor demasiado fuerte, por un dolor insoportable. Y un tropel
de lágrimas mojaron su rostro.
—No estoy inventando nada —le
aseguró Blas—. Todo lo que te he dicho es cierto. Yo lo he sabido hace poco. Yo
no sabía que Emilia no era mi madre, no sabía que Arturo Corona es mi padre. Tampoco
sabía que tú eras la hija de Jaime Palacios. Tienes que creerme, no te estoy
mintiendo. Yo no miento.
—Y tú tienes que entender que tengo
que hablar con mi padre.
—Lo entiendo, y tú tienes que
entender que necesito acariciar tu cabello. Solo eso antes de dormir. Estoy
agotado, anoche no dormí y el viaje ha sido largo—Blas se aproximó a Helena,
extendió su brazo y sus dedos se entrelazaron con los mechones ondulados que
tanto había deseado tocar. Y varias mariposas, Helena no sabría decir cuántas, comenzaron a revolotear por su estómago y varias hormigas, tampoco sabría decir cuántas, emprendieron una excursión por su cuerpo—. Te quiero
—dijo Blas con claridad.
—Y yo, Blas TeAdoro. Maldito seas
por ello —Helena no pudo evitar decir esto—. Es absurdo y ridículo que
continuemos debajo de la cama. Puedes dormir aquí si lo deseas. Descansarás
mejor. La cama es grande, ni siquiera nos rozaremos.
Blas aceptó esta
invitación de muy buena gana.
Segundos
después, ambos se encontraban metidos en una cama muy ancha, muy larga. Muy
separados, pero tan cerca.
Poco a poco, y
muy dichoso, Blas se fue adormeciendo. Estaba realmente exhausto.
Helena notó que
dormía y, sin esperar un poco, demasiado pronto, con precipitación, se acercó a él y acarició, muy suavemente, su cabello.
También ella cumplió su deseo y sonrió, feliz.
Fue audaz,
atrevida, y besó, con dulzura, los labios de Blas.
No sabía, no
tenía ni idea de lo que ocurriría al día siguiente, pero tampoco le importaba. Ya
solo le importaba el presente, el momento que estaba viviendo, el ahora...
Inolvidable, irrepetible.
Se encontraba a
gusto, muy a gusto. Se sentía como ya había renunciado a sentirse. Volvía a
sentir el sol.
Se confió, bajó
la guardia, fue temeraria, no pensó en consecuencias, y dejó un segundo beso en los labios de Blas.
Ignoraba que el
hombre más peligroso del mundo no estaba profundamente dormido.
Y, de nuevo, se
arriesgó sin saber que se arriesgaba y, de nuevo, le besó.
Este tercer beso
despertó a Blas y, quizás, a ese amor que es tempestad y que sonríe cuando
llueve.
Págs. 1247-1255
Hoy os dejo una canción de Río Roma... "Vive tu vida conmigo"