CAPÍTULO 151
CUANDO TIEMBLA EL CORAZÓN
H
|
elena y Matilde
habían pasado una semana tranquila, apacible... Casi todas las mañanas se
levantaron temprano y después de desayunar, siguiendo una de las márgenes del
río subían una pendiente no muy pronunciada hasta arribar a la aldea situada a
unos tres kilómetros de la casita del valle.
Los aldeanos,
gente amable y sencilla, que conocían a Helena desde niña, se alegraban de sus
continuas visitas y llenaban sus cestas con la mejor carne, leche, fruta,
verduras y huevos, que Maura hubiese envidiado y deseado tener en su cocina de
la mansión.
Al regreso,
Helena se empeñaba en volver por otro camino y, forzosamente, tenían que pasar
por un desfiladero escarpado.
A Helena le
encantaba ir por allí, por el pasadizo del valle, como lo llamaba desde que
lo descubrió cuando tan solo era una pequeña soñadora.
Matilde sudaba,
a pesar del frío febrero, y sufría sin remedio.
Sentía una
terrible claustrofobia transitando por aquel camino estrecho e imaginaba, con
espanto, como las paredes se juntaban y las aprisionaban.
Helena se reía
de su miedo y Matilde, sofocada, la instaba a caminar deprisa y le aseguraba
que no volvería a pasar por ese sendero del demonio. Pero volvía a pasar.
Aquella noche,
la de la séptima luna, ya habían cenado.
Y, a las diez, cuando llegó el todoterreno de Blas, estaban
apoltronadas en un sofá de la sala de estar viendo una película de terror.
—Esta noche lo pasaremos mal,
tendremos alguna pesadilla —auguró Matilde, y se tapó los ojos para no ver a un
desquiciado capturar a una chica en una vereda solitaria.
—Esa chica es tonta —declaró Helena—. Sospecha que alguien la sigue. ¿Por qué no corre? Debería internarse en la
espesura y coger un palo o una piedra...
—No hace nada de eso porque es una
película o porque está tan asustada como yo —replicó Matilde sin mirar la
escena.
—Cambia el canal si quieres —le
dijo Helena—. Pero no entiendo tus temores. Sabes que no estamos solas en el
valle, debe haber decenas de soldados apostados a nuestro alrededor.
Matilde iba a
cambiar, con mucho gusto, el canal, cuando unos golpes asestados a la puerta
principal la sobresaltaron. El mando de la tele se le cayó al suelo.
—¿Quién puede ser a estas horas?
—preguntó, alarmada.
—El malvado de la película —bromeó
Helena.
—¡Ya está bien! —se enfadó Matilde.
—Será algún soldado, ¿quién va a
ser?
De nuevo,
volvieron a oírse golpes en la puerta de la cocina.
—Algo ha debido ocurrir. Vamos a
ver qué sucede —dijo Matilde con cierta aprensión.
Y las dos
recorrieron el pasillo, con forma de ele, hasta llegar a la cocina. Matilde
encendió la luz; la mayestática lámpara de araña iluminó el lugar. Helena
preguntó quién llamaba.
—Soy Blas. ¿Puedes abrir, por
favor? Hace frío aquí fuera.
Helena, tan
asombrada como aturdida, retrocedió. Se alejó de la puerta como si esta
estuviera ardiendo y las llamas pudieran quemarla.
Retrocedió hasta
que se lo impidió la mesa de roble. Y el mismo hormigueo que sentía Blas, ese
cosquilleo insoportable y delicioso a un tiempo, comenzó una alborotada excursión
por su cuerpo.
Los latidos de
su corazón se aceleraron. Estaba completamente segura de que iba a sufrir un
infarto.
No, aquello no podía estar sucediendo. Todo
era fruto de su imaginación.
Miró a Matilde,
desesperada, y entonces tuvo la certeza de que nada imaginaba, ya que su fiel
amiga miraba la puerta con manifiesto desconcierto.
—Helena, ¿quieres abrir? — Otra
vez, la voz de Blas— ¿O tengo que derribar la puerta?
Helena no podía
dar crédito a lo que estaba sucediendo. No podía creerlo, o no quería creerlo.
—Ha perdido la cabeza, el oremus,
ha perdido la razón. Se ha trastornado —le dijo a Matilde esperando que a ella
se le ocurriera algo que solucionara semejante desatino.
—No podemos permitir que embista la
puerta —respondió su amiga—. No sé cómo ha llegado hasta aquí sin que los
soldados se lo impidan. Pero si intenta echar la puerta abajo dudo que tenga
tanta suerte. Temo que alguien se ponga nervioso y le dispare.
Helena se
horrorizó y se acercó a la puerta con determinación. De pronto, dejó de
importarle que las llamas la quemaran.
—Blas, márchate de inmediato por
donde has venido —dijo con la firmeza que le permitió el nerviosismo del que
era presa—. Te advierto
que hay soldados alrededor y que van a dispararte si continuas con tu alocado comportamiento.
A Blas le
encantó escuchar la voz de Helena, y sonrió. Nicolás lo miró, asustado.
—Está bien —accedió—. Tengo tan
pocas ganas de verte como tú a mí, pero te he traído a tu hijo. Nico está aquí.
Me voy al coche, abre la puerta cuando encienda los faros.
—¿Qué tonterías estás diciendo?
¿Piensas que voy a creerte? ¿Cómo va a estar Nico aquí?
—Es verdad lo que te dice. Estoy aquí
—se precipitó en contestar el muchacho.
Helena escuchó,
nítidamente, la voz de su hijo. No podía entender nada, era imposible que
entendiese algo.
—Está bien —aceptó—. Vete al coche.
Matilde te vigilará desde la ventana. Cuando enciendas los faros, abriré la
puerta. No intentes nada, Blas. Debes saber que tengo una escopeta y que seré
yo quien te dispare.
Tan cierto era
que, en la despensa, guardaban una escopeta, como falso que fuera a utilizarla
para dispararle.
—Adiós, Helena.
Matilde, desde
la ventana, vio, desilusionada y disgustada, como Blas se alejaba. Poco
después, una ráfaga de luz potente y permanente alumbró gran parte del valle.
—Ya ha encendido los faros —le
comunicó a Helena y miró, decepcionada, al ángel Cupido que
permanecía en la trona, pasivo, sin ayudar o colaborar en nada. ¿Y en qué podía colaborar una figura inerte?
En nada, y eso estaba haciendo. Nada.
Lo que no sabía
Matilde era cuánto se equivocaba al pensar de este modo.
Helena dio
varias vueltas a la llave, con mano temblorosa, y abrió la puerta. Nicolás
entró en la cocina, cargado con una mochila. Helena volvió a cerrar la puerta,
Nicolás dejó la mochila en el suelo.
Madre e hijo se
miraron en silencio. Matilde los observaba, Cupido también.
—Nico, ¿cómo es posible que estés
aquí? ¿No deberías estar en el hospital? —preguntó Helena.
—Me encuentro perfectamente. Y solo
quería verte y abrazarte. Ya no quiero estar con mi padre, quiero estar
contigo.
—Pero yo creí que eras feliz con tu
padre. Y recuerdo la corta redacción que escribiste en el instituto. No querías
saber nada de mí.
Nicolás recordó
las pocas frases que escribió en un papel.
—Mentí por orgullo. Te he querido
toda mi vida, mamá.
Helena lo
intentó, luchó por mantenerse serena, pero era una lucha inútil. Demasiadas
emociones inesperadas, y sus oscuros ojos ya se estaban llenando de lágrimas.
—Y yo te he querido toda tu vida,
Nico.
Madre e hijo se
fundieron en un abrazo fuerte, largo, intenso. Helena se dio cuenta de cuánto
echaba de menos que Nicolás la llamara "mamá". ¡Era tan hermosa esa
palabra! Quizás era la palabra más hermosa del mundo, quizás no existía una
palabra más bella.
Nicolás lloró
sin querer, Helena lloró sin querer. Blas tenía razón. ¡Se parecían tanto!
Matilde también
lloró, no pudo evitarlo. Fue testigo del reencuentro de una madre y de un hijo
tras doce años largos, muy largos. Fue testigo del reencuentro de dos almas
inseparables.
Estuvieron
abrazados mucho rato, no querían soltarse, no querían distanciarse.
Pero no podían
estar toda la vida abrazados en aquella cocina. La vida continuaba en todo
lugar, la casita del valle no era una excepción que confirmara esa regla.
Tendrían muchos
momentos por delante para volver a abrazarse, para quererse.
Cuando dejaron
de abrazarse, Helena se pasó una mano por la cara y secó sus lágrimas. Nicolás
hizo lo mismo. Matilde también.
—¿Ya se ha marchado Blas? —preguntó
Helena a Matilde.
Su amiga miró
por la ventana.
—Todavía no —contestó, extrañada—.
Los faros siguen encendidos.
—No se puede marchar —declaró
Nicolás, complacido—. Le he pinchado las cuatro ruedas del coche con esto
—añadió sacando una navaja de un bolsillo de su abrigo.
El plan trazado
con su padre comenzaba su curso.
Helena miró la
navaja como si se tratara del bicho más repugnante y espantoso
que jamás viera.
—¿Qué cosa dices que has hecho?
Pero en un coche solo hay una rueda de recambio —continuó hablando sin esperar
a que su hijo respondiera.
—Ya lo sé. Por eso le he pinchado
las cuatro —manifestó Nicolás, orgulloso de su "fechoría". Por
supuesto no le contaría a su madre que el autor de la "diablura"
había sido Blas—. Mi padre me tiene harto —añadió como explicación—. Con el
frío que hace, a lo mejor mañana lo encontramos congelado.
—Bueno, eso no creo que ocurra. En
todo coche hay calefacción —repuso Helena muy desconcertada y muy nerviosa.
—La calefacción es peligrosa cuando el coche
está parado —intervino Matilde—. Puede ser que no muera congelado, pero es muy
posible que muera asfixiado.
—Lo malo es que en el coche también
están Bibi y Marcos —dijo Nicolás.
—¿Cómo? — Helena comenzaba a
sentirse realmente agobiada.
—Es que han venido con nosotros. El
padrastro de Bibi es un guarro y Marcos se ha quedado sin familia. Han muerto
sus padres, su hermano y su cuñada. Su padre y su hermano eran otros guarros,
maltrataban a sus mujeres.
Helena recordó
lo que su padre le contó sobre el desenlace funesto de la familia Hernández.
—Creo que esos niños no pueden
pasar la noche fuera.
—Pues claro que no —dijo Matilde
con energía. Y miró al ángel Cupido. Tal vez ese ángel no estaba tan pasivo
como ella había pensado.
—¿Y qué es lo que propones que
hagamos? —le peguntó Helena tan nerviosa y atemorizada que ya se sentía
mareada.
—No voy a consentir que esos niños
mueran congelados o asfixiados. Tampoco Blas.
—¿Has perdido el juicio? ¿Te has
vuelto loca? ¿Acaso vas a permitir que Blas entre aquí? — Helena estaba
asustada, muy asustada.
Matilde no le
respondió. Sabía que su amiga se hallaba en un estado de shock y pánico
emocional, imposible razonar con ella.
Abrió la puerta
de la cocina, y salió. El frío empezó a penetrar en la estancia.
Helena se sentó.
No podía pensar, no podía hacer nada. Era incapaz de todo.
Hubiese querido
correr a su habitación, refugiarse en ella, tapiar la puerta. Pero Nicolás, su
hijo, estaba allí, en la cocina, junto a ella... ¿Iba a demostrar tanta
cobardía delante de él?
—No te preocupes por nada —la animó
Nicolás notando su miedo—. Mi padre nunca te haría nada malo. Te quiere con
locura, te ha querido todos los días de los doce años que no os habéis visto.
Helena recordó
unas palabras de Blas. Recordó algo que le dijo un día, en el instituto... que
el hombre más peligroso era un hombre enamorado.
Y su corazón
comenzó a temblar, su corazón estaba siendo devastado por un terremoto.
Temblaba, se resquebrajaba, se rompía... Iba a ser víctima de un infarto, iba a
morir aquella noche de febrero en la casita del valle.
Págs. 1229-1237
Hoy os dejo una canción interpretada por Miguel Bosé y Helen de Quiroga... "Con las ganas de decirte"
Sí, eso era lo que iba a suceder, y su muerte
sería recordada como la muerte más ridícula que se conoció en Kavana.
Sin embargo,
algo pasó cuando ya casi un ataque de ansiedad pretendía apropiarse del poco
sentido común que le restaba.
Imaginó a su
madre, la vio allí, en la cocina. La miraba, sonriendo con enorme cariño, y
le lanzó un beso volado.
Isabel Avilón,
su madre, había acudido a ayudarla, a prestarle toda la fuerza que necesitara
para enfrentar al hombre más peligroso del mundo, al hombre que amaba, a Blas
Teodoro.
Págs. 1229-1237
Hoy os dejo una canción interpretada por Miguel Bosé y Helen de Quiroga... "Con las ganas de decirte"
Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, he publicado este capítulo en febrero... Febrero, el mes que tiene un día dedicado al amor... 14 de febrero
Pues bien, solo quería deciros que en esta novela hay un capítulo que se titula "14 de febrero"
No podía ser de otro modo... tenía que haber un capítulo en homenaje a Blas, en homenaje a Helena y, sobre todo, en homenaje a ese ángel hermoso que Helena eligió cuando era una niña pequeña
No es el último capítulo de la novela... Tampoco, la publicación de este capítulo, significará que la historia termine bien o mal
Solo es eso... un homenaje a un amor grande
Mela
Y muchas felicidades a todos los que, el próximo 14 de febrero, sintáis ese hormigueo, ese cosquilleo, tan molesto como delicioso... a todos los que sepáis qué se siente cuando tiembla el corazón