CAPÍTULO 148
MISMA NOCHE, DIFERENTES CIELOS
H
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elena y Matilde
pasaron del porche a la cocina.
La cocina era
una estancia con gran espacio. Su enorme amplitud tenía una razón de ser, era
también el comedor de la casona.
Allí, Helena
había vivido muy gratos momentos con sus padres. Momentos inolvidables,
vivencias irrepetibles. De eso hacía mucho tiempo, ya había llovido.
A Isabel Avilón,
la madre de Helena, le gustaba ir al valle, a la casona. Y a Helena le
encantaba también ir a la casita, como ella la llamaba, a esa casita ubicada en
un territorio verde, bañado por un río y rodeado por un impresionante macizo
montañoso.
En esta casa
había sido feliz, sus padres habían sido felices... Helena aún podía recordar,
con todo detalle, risas, charlas de sus padres que muchas veces no entendía,
mucho amor.
Sí, en la casita
del valle, Helena aún podía sentir todo el amor que entre aquellos muros habitó
un tiempo.
La leña ardía en
la chimenea y una hoguera muy viva calentaba el lugar. Su calor subía, reptando entre los muros de piedra, a las habitaciones.
El señor
Palacios, antes de irse, dejó prendidas las dos chimeneas de la casona: la de
la cocina y la de la sala de estar.
Un gran
ventanal, de doble cristal, se extendía desde la encimera, fregaderos y
gran parte del banco de cocina. No había cortinas, no había persianas, nada que
obstaculizara poder contemplar la belleza serena del valle.
Las
contraventanas de la casona, que daban ese toque de encanto y discreción,
estaban abiertas. Únicamente se cerraban cuando la casa permanecía deshabitada.
La lámpara de
araña, en el centro, iluminaba las paredes de piedra, las vigas de madera
brillantes y pulidas, y las baldosas de terracota marrón rojizo del suelo.
Matilde había
encendido la encimera y calentaba leche, que endulzaría con miel de romero,
para llenar con generosidad dos tazones. Aquello sería mano de santo para
ayudarlas a conciliar el sueño.
Helena había
colocado a Cupido en su gastada y querida trona, donde ella había comido tantas
veces siendo una niña de corta edad.
Su madre quiso
conservarla, nunca quiso tirarla.
Helena podía recordar
y sentir una felicidad, ya pasada, entre aquellas paredes de piedra cuando sus
padres decidían, con acierto, pasar días y más días en el valle.
También podía
recordar que Isabel Avilón no quería que su hija creciera. No tenía ninguna
prisa. Su madre decía que su pequeña dispondría de muchos años para ser mujer
y, de muy pocos, para ser niña. Debía disfrutar de su niñez.
Y Helena
disfrutó mucho. Fue una niña muy feliz que creció entre algodones de color
rosa, el color más bonito. Tuvo la fortuna de tener a los mejores padres... a
Jaime Palacios y a Isabel Avilón.
Embelesada con
sus bellos recuerdos miraba las numerosas lucecitas del cielo. Faltaba la luna,
esa noche no había salido, pero saldría otra noche.
Matilde depositó
los tazones, colmados de leche, sobre la gran mesa de roble. Una mesa ovalada,
desnuda de mantel y vestida con un jarrón de flores que parecían naturales.
—Quema —dijo Helena tras acercar
sus labios al tazón.
—Tendrás que soplar bastante o
esperar un poco —le respondió Matilde—. He calentado mucho la leche para que
tengas suficiente tiempo y puedas explicarme por qué la razón por la que nunca
estarás con Blas es el mismo Blas.
—No lo has entendido, ¿verdad?
—La verdad es que no. ¿Cómo lo voy
a entender?
—¿Has estado enamorada alguna vez?
—le preguntó Helena removiendo la leche con una cucharilla de plata.
—No quieras cambiar de tema
—suspiró Matilde.
Un arrebato de orgullo llamó a su puerta, y Helena lo dejó entrar con premura.
—No estoy cambiando de tema. Dime
si has estado enamorada alguna vez.
—No. Me gustó algún chico cuando
era una adolescente, pero enamorada no.
—Entonces en algún lugar de este
raro mundo vivirá un hombre que tampoco se habrá enamorado porque no te ha
conocido.
—Y seguramente no me conozca nunca
—añadió Matilde.
—Es posible que no, pero también es
posible que sí. Quizás algún día os habéis visto, quizás os habéis cruzado por
la calle ignorando que estáis hechos el uno para el otro. Una vez leí algo muy
parecido a lo que te estoy diciendo.
—Pero la cuestión es que tú sí has
conocido a Blas —retrucó Matilde—. Estás enamorada de él. Y sinceramente, en el
hospital, yo vi a un hombre enamorado de ti. Ese hombre es Blas. ¿Qué problema
hay?
De nuevo, Helena
utilizó la cucharilla de plata para agitar la leche.
—¿Te has fijado alguna vez en
Miguel y en Montse?
—Otra vez estás cambiando de tema.
—No estoy cambiando nada. Yo sí me
fijé en ellos. Son novios desde hace años, trabajan juntos tranquilamente. Sin
nervios, con calma. Yo no podría, sé que no podría.
Blas me pone
nerviosa, me hace perder el control. Creo que temblaría, creo que no sabría
hablar, tartamudearía, me daría vergüenza todo. Absolutamente todo. Él se
acabaría cansando de mí, y eso es algo que no voy a permitir que pase.
—Helena, tenéis un hijo. Si pudiste
hacer el amor con él...
—Fue en la playa. Era de noche, nos
metimos en el agua, llovía mucho... La noche nos envolvía, y no sé como
sucedió. No sé como fue...
—Estás diciéndome que por miedo a
que no salga bien no quieres intentarlo. Por miedo a perder eliges perder. Eso
es de cobardes.
¡¡Cobarde!!
Un arrebato de orgullo llamó a su puerta, y Helena lo dejó entrar con premura.
—Te estás olvidando de Elisa —dijo sintiendo
una punzada de dolor en su pecho—. Iba a casarse con ella.
—Eso es lo que dijo Elisa, no lo
dijo Blas —replicó Matilde—. Elisa pudo mentir.
En Markalo,
antes de salir hacia aquí, le pedí a tu padre que me contara qué pasó en casa
de Blas. Y me lo contó. Fue horrible, pero el objetivo de Álvaro Artiach, de
ese desalmado, no era Elisa. Eras tú. Era a ti a quien quería violar y matar
delante de Blas. ¿Cómo explicas eso? Ese desalmado era amigo de Blas, Blas
confiaba en él y debió cometer el error de dejarle conocer sus recovecos
íntimos.
¿No te das
cuenta? Álvaro Artiach te eligió a ti para torturar a Blas, no eligió a Elisa.
Helena refrescó
la leche del tazón con un soplido y bebió un primer trago. Aún quemaba.
—Yo solo pensaba en la vergüenza
que iba a pasar si esa bestia me violaba delante de Blas —recordó con pesar—.
Estaba segura de que iba a morir de un ataque de vergüenza, y hasta eso me
parecía ridículo. No era consciente del peligro. Elisa sí que era consciente
del peligro, quería vivir, no quería morir... No puedo olvidar su llanto, sus
gritos... Si Blas y yo estuviéramos juntos después de aquello, ella nos
maldeciría desde algún lugar. Nadie puede ser tan feliz, nosotros tampoco,
Elisa no lo permitiría, algo terrible sucedería...
—Helena...
—¡NO! No quiero escucharte más —De
un brusco manotazo volcó el tazón, y la leche endulzada con miel se derramó
sobre la mesa de roble. Se levantó, alterada—. Blas y Elisa no solo
compartieron casa, también compartieron cama... Blas jamás me comparará con
Elisa ni con nadie, no le daré esa oportunidad.
Helena huyó de
la cocina, salió corriendo al pasillo con forma de ele, cruzó la sala de estar,
subió los escalones de la escalera de caracol, entró en la alcoba de sus
padres, se echó en la cama donde sus padres se habían amado, y sepultó su
rostro en la almohada. Quiso llorar,
pero no pudo. Y el dolor se hizo más intenso.
Un baño de luz
iluminó su melena ensortijada. La luna había salido.
Matilde limpió
con una bayeta el charco de leche de la mesa de roble. Todos los muebles de la
casa eran de roble. Era una buena madera, muy apreciada en ebanistería.
Poco a poco, y
soplando, bebió la leche de su tazón. Enjuagó tazones y cucharillas en el
fregadero y los metió en el lavavajillas.
En la casona del
valle gozaban de la tranquilidad de la montaña perfectamente combinada con
todas las comodidades que garantiza la vida urbana.
Pensó en subir a
acostarse, estaba cansada, iba a apagar la luz de la cocina, pero de pronto
miró al ángel Cupido que ocupaba la trona.
—Ella te eligió de pequeña —le
increpó, enojada—. Fuiste su favorito. Podías ayudarla un poco.
Apagó la luz,
sorprendida. ¿Le había hablado a una
figura? Se estaba volviendo loca.
∎∎∎
La única persona
que hubiera podido consolar a Helena, el único hombre que poseía el opiáceo
para lograr que desapareciera por completo el intenso dolor que la oprimía,
estaba sentado en un banco del jardín de su casa en Aránzazu.
También era de
noche, pero con un cielo muy diferente al del valle de Markalo. No había
estrellas, no había luna, solo oscuridad, y una brisa helada que mecía las
largas hojas de las palmeras y las finas, cortas y tupidas del césped.
Los farolillos
encendidos iluminaban el entorno, y Blas veía la casa de la familia Hernández,
una casa desierta, una casa sin rastro de vida.
Allí, sentado,
sin sueño, esperaba, deseaba que llegara el amanecer, que llegara un nuevo día.
¡Pero qué lentas pasan las horas cuando anhelas que corran!
Nicolás estaba
en casa, en su habitación, había firmado su alta voluntaria. Los médicos le
miraron mal, por su forma de mirarle supuso que lo tacharon de ser un padre
irresponsable. Pero los señores doctores, por muy preparados que estuvieran
para ejercer su trabajo, para salvar vidas, no conocían a su hijo. No conocían
al hijo de Helena Palacios.
Nicolás, tras
enterarse de todo lo sucedido, se negó a seguir hospitalizado. Su negativa era
firme, totalitaria, y él se vio incapaz de obligarle a quedarse. Cualquier
intento hubiese sido estéril. ¿Cómo se detiene la erupción de un volcán?
Nicolás tampoco
dormía, se removía en la cama, inquieto. Pensaba en Lucas y sentía tanta pena
por él. También estaba preocupado por Natalia, la llamaría por la mañana, tenía
que hablar con ella. Y los remordimientos le acorralaban... La imagen de Luis
persiguiendo a Cruz en el jardín se escenificaba en su mente de un modo
constante.
Marcos tampoco
dormía. Los remordimientos también le acorralaban. ¿Por qué nunca le contó a Blas Teodoro al maltrato que eran sometidas
su madre y su cuñada?
Bibiana tampoco
dormía. Recordaba una y otra vez como la había mirado Nicolás después de que
sus labios se rozaran sin querer. Jamás olvidaría esa mirada. Pero no podía
ser, debía olvidarse de todo y recordar que Nicolás quería a Natalia. Por ella
sentía cariño, nada más.
Emilia Sales
tampoco dormía. Le había contado casi todo a Blas a lo largo del día. Casi
todo, porque había algo que nunca le contaría. Tobías no sufrió un accidente.
Era un buen policía en Luna y un gran amigo de Blas. Indagó demasiado, tras el
violento asesinato de Víctor Márquez, y averiguó que Helena era la hija de
Jaime Palacios. Iba a decírselo a Blas, y Arturo Corona lo condenó a la pena
capital. No, nunca se lo contaría a Blas.
Estela tampoco
dormía. Estaba muy angustiada por su hija y por esos celos enfermizos que ya la
dominaban y la iban a conducir a saber dónde.
Gabriela tampoco
dormía. En efecto, sus celos enfermizos ya la conducían por un camino
equivocado. Furia y venganza reinaban en su cabeza. ¿Cómo podía vengarse de los desaires de Blas? ¿Qué podía hacer para dinamitar sus planes con Helena? Y, de repente, una mala idea se instaló en su mente, y una maléfica sonrisa afeó su rostro.
Sí, iba a
vengarse de Blas. Ya sabía cómo. Ya podía dormir.
El señor
Francisco dormía a pierna suelta y roncaba felizmente. Había recibido con un
fuerte abrazo a Blas y a Nicolás. Su aprecio hacia ellos era sincero.
Fue el cocinero
de la casa y el que más comió. Todos parecían haber perdido las ganas de comer.
Él no. Tenía buen estómago y buen apetito. No perdonaba una comida por nada del
mundo. Comer era un placer. Dormir también.
Págs. 1202-1210
Hoy dejo una canción de Axel Fernando... "Si va a ser, será"
Págs. 1202-1210
Hoy dejo una canción de Axel Fernando... "Si va a ser, será"