CAPÍTULO 121
EL MILITAR
Nicolás corrió al encuentro de Natalia y de
Bibiana en cuanto las vio aparecer por la puerta del patio.
—¡Estaba
esperándoos! —exclamó, ansioso— Nat, siento mucho lo que ocurrió
ayer, no debiste marcharte tan enfadada.
—¡Sigo
enfadada, Nico, y no quiero hablar contigo! —profirió la niña,
altanera— Ayer te pasaste de la raya junto con tu amigo Marcos.
—Nat,
¿es tan difícil que entiendas que no quiero meter en ningún problema a mi
padre?
—¿Y
es tan difícil que tú entiendas que Paddy puede estar en un grave peligro?
—Sí, es verdad, puede estar en peligro —admitió Nicolás—Pero Álvaro
Artiach es un tipo peligroso y fuerte, estuvo a punto de dispararle a mi padre.
¡Mi padre está recién operado! ¡No quiero que se meta en esto! ¡Me da miedo que
le pase algo! ¿Por qué no me entiendes?
—Nico tiene razón —medió Bibiana—. Es mejor que Blas no se meta en
esto. Y nosotros no podemos hacer nada. Tiene que haber policías buenos, algún
policía encontrará a Paddy.
—¿Algún policía como el padre de Lucas? —interrogó Natalia con tristeza.
Nicolás y Bibiana se miraron sin saber qué
decir.
—Algo se me ocurrirá —aseguró el chiquillo—. Pero Patricia tiene lo que
se ha buscado.
Natalia se revolvió, furiosa.
—Paddy es una cabra loca, pero estoy segura de que no se merece lo que
le están haciendo. ¿Y si fuera yo? ¿Y si yo estuviera en el lugar de Paddy?
¿También dirías que me lo he buscado?
Los ojos negros de Nicolás chispearon , pero le sentó tan mal lo que dijo Natalia
que se negó a contestar y guardó un empecinado silencio.
Natalia no tardó en revolucionarse.
—¿Te quedas callado, no vas a
decirme nada? —interrogó, exaltada.
—No tengo nada que decirte —respondió
Nicolás.
—Pues ni se te ocurra pensar en
decirme algo cuando tengas tus estúpidos dieciocho años porque yo no te
escucharé. ¿Te has enterado?
Bibiana miró la hora en su reloj deseando que sonara el timbre que
acabara con aquella absurda discusión.
∎∎∎
El señor Teodoro y la señora Paula Morales ya
se encontraban reunidos en el despacho. Ninguno de los dos se sentó; el señor
Teodoro se quitó el abrigo y lo colgó en una percha.
Aquella mañana había elegido una camisa, de
color rosa pálido, recordando que este tono le gustaba a Helena.
Paula Morales lamentó haberse vestido con un
jersey grueso de cuello alto, el maldito
cuello la estaba sofocando sin compasión.
Armándose de valor fue la primera en hablar.
—Señor Teodoro, deje que le aconseje
que debe apaciguarse o Helena va a sospechar, ella no es tonta—comenzó a decir.
—Estoy muy apaciguado, se lo aseguro. Ahora, escúcheme bien, esa
lunática le preguntará qué hemos hablado aquí. Dígale que me he interesado por
cómo marcha Nico en clase. Usted es su tutora, no es extraño que hable con
usted.
Paula Morales asentía con la boca ligeramente
abierta.
—Lo que quiero que me diga —siguió hablando el señor Teodoro— es cómo
reaccionó esa lunática el día que me desmayé en el patio. Recuerdo muy bien que
estaba con ustedes dos.
La señora Morales tardó unos segundos en
contestar, unos segundos muy largos para Blas.
—La verdad es que no lo recuerdo muy bien. Todo pasó muy deprisa.
Blas Teodoro se impacientó al instante.
—No me tome el pelo, señora Morales. Estoy demasiado excitado y no
respondo de mis actos. La ayudaré a recordar… O me lo dice usted o se lo
pregunto a ella ahora mismo —amenazó.
Paula le creyó capaz de cumplir su amenaza, se
espantó y la memoria regresó a su mente de repente.
—Ella se asustó, se asustó mucho —declaró.
Tras esta declaración, Blas sintió que sus
músculos se relajaban y que un gran peso abandonaba su cuerpo.
—¡Usted es mujer! —dijo mirando, con vehemencia, a la sobresaltada
profesora— Dígame
entonces si la reacción de
Helena fue la reacción de una mujer que odia a un hombre, de una mujer que
siente indiferencia por un hombre, o la de una mujer que está enamorada de un
hombre.
—Sin duda, la de una mujer que está enamorada —afirmó Paula con rotundidad.
Y vio, escandalizada, como el director estalló
en carcajadas mientras se desabrochaba los botones de las mangas de su camisa y
se las arremangaba.
La mujer pensó, alarmada, que el director
había perdido su buen juicio.
Mas este pensamiento estaba lejos de la realidad.
Quién le dice a un preso cuando ve la puerta de su celda abierta y los carceleros duermen, que no salga, que no corra hacia la libertad.
Blas Teodoro, durante años, había sido el prisionero de un recuerdo. Y por fin hallaba el camino que le conducía a atrapar un sueño muy deseado.
Mas este pensamiento estaba lejos de la realidad.
Quién le dice a un preso cuando ve la puerta de su celda abierta y los carceleros duermen, que no salga, que no corra hacia la libertad.
Blas Teodoro, durante años, había sido el prisionero de un recuerdo. Y por fin hallaba el camino que le conducía a atrapar un sueño muy deseado.
—¡Es una lunática! —exclamó con mirada ilusionada— Una lunática que va a tener que explicarme
muchas cosas. ¡Ya lo creo que sí!
¿Qué haces disfrazada? ¿Intentas espiarme? ¿Te escondes de mí? ¿Quieres jugar conmigo? ¿Te estás burlando de mí? Muchas cosas me vas a tener que explicar, lunática, muchas cosas! ¡Ya lo creo que sí!
¿Qué haces disfrazada? ¿Intentas espiarme? ¿Te escondes de mí? ¿Quieres jugar conmigo? ¿Te estás burlando de mí? Muchas cosas me vas a tener que explicar, lunática, muchas cosas! ¡Ya lo creo que sí!
Y Paula Morales entendió que Blas ya no
hablaba con ella, estaba hablando en voz alta consigo mismo.
Mientras esta conversación tenía lugar en el
despacho; Helena Palacios permanecía, muy inquieta, en el vestíbulo, esperando que Paula saliera y le contara de qué había hablado con Blas.
Pero fue la extremadamente delgada, Soraya
Palma, la profesora de inglés, quien se acercó a hablarle.
—Te he estado observando —le comunicó
remarcando su acento extranjero—. Debes ser
tonta. No te conviene ser tan antipática con el director. No olvides que él
tendrá que dar unos informes sobre ti cuando finalices tus prácticas. Ser un
poco más simpática puede ayudarte. ¿Lo entiendes?
—Debo ser tonta porque no lo entiendo —respondió Helena mirando las largas pestañas
postizas que pretendían adornar los ojos verdes sin vida de la inglesa—. No vuelva a tutearme, no recuerdo haber
compartido mesa con usted.
—¡Qué bicho raro eres! —exclamó la profesora de inglés con desdén.
—Yo soy un bicho raro, sí —respondió
Helena, crispada—. Y usted, el
palo de una escoba. Coma un poco más, unos kilos le sentarían bien a su
cara de difunta.
Soraya Palma no volvió a decir nada y se
apartó de Helena como si de una apestada se tratara.
—Esa mujer está completamente loca —le aseguró al profesor de gimnasia, Roberto
Beltrán.
Los nervios y la tensión se paseaban y bailaban por el hall del instituto. El señor Eduardo Cardo no dejaba de murmurar con unos y otros profesores el extraño comportamiento del director. Y en cuanto vio entrar, por la puerta principal, al señor Ismael Cuesta, corrió a recibirle, desasosegado.
—¡Señor Cuesta, me congratulo de verlo! —exclamó, emocionado.
El profesor de matemáticas lo miró como si
fuera una mosca muy molesta a la que con gusto aplastaría.
—¿A qué debo su entusiasmo? —indagó sin mucho
interés.
—Usted es un hombre con carácter. Tal vez usted pueda hacer entrar en
razón al director; él no se está tomando muy en serio la visita del viernes.
Solo quiere ensayar mañana. Temo que acabemos todos detenidos.
—¿Dónde está el señor Teodoro? No lo veo —dijo el señor Cuesta escrudiñando el hall.
—Está reunido con Paula Morales en su despacho.
Se ha ido allí después de decirnos a todos que él no es un hombre cabal y que
está desquiciado —explicó el jefe
de estudios bizqueando.
Acto seguido extrajo un pañuelo para limpiar
su nariz aguileña, sonándose estentóreamente.
El señor Amadeo Ortiz, padrastro de Bibiana,
sonrió al ver la expresión de asco reflejada en el rostro del profesor de
matemáticas.
—¡Deje
de gimotear como una plañidera! —vociferó el
señor Cuesta, furioso— No es extraño
que el señor Teodoro haya dicho algo así. Es el peor director que ha pasado por
este instituto. Y no solo él está desquiciado, su hijo también. Pero no se
angustie tanto, con el cargo lleva la carga. Si algo sale mal el viernes, el
único responsable será él. No estaría mal que se lo llevasen detenido; Llave de
Honor volvería a ser lo que era antes de su llegada.
En aquel momento alguien entró por la puerta
principal, y el señor Eduardo Cardo abrió sus ojos como platos cuando vio al
recién llegado.
Se trataba de un militar uniformado de pies a
cabeza.
—¿En qué pue-puedo servirr-le? —preguntó el jefe de estudios tan asustado que
tartamudeó al hablar.
—Traigo una notificación de parte del Excelentísimo
Don Arturo Corona —comunicó el
militar—. Debo entregársela en persona al director de
este centro, al señor Blas Teodoro. ¿Está aquí? ¿Es alguno de ustedes?
—¡Sí! ¡No! —respondió el señor Cardo, muy alterado.
—Explíquese.
—Me explico enseguida. Está aquí, pero no es
ninguno de nosotros. Está en su despacho, voy a darle aviso.
Dicho esto, salió tan precipitado que en lugar
de ir en la dirección correcta, se fue en sentido contrario.
En cuanto se dio cuenta de su error, volvió
sobre sus pasos y quiso correr tanto que se le trabaron los pies y cayó de
bruces sobre el suelo.
La situación era realmente surrealista pero
ninguno de los presentes osó reírse. La mirada del militar, tan helada e
impertérrita, los mantenía acobardados.
Y únicamente el bonachón de Hipólito Sastre,
el profesor de música, y Helena Palacios ayudaron al maltrecho jefe de estudios
a levantarse.
El rostro del hombre, sofocado y de color
grana, manifestaba su lamentable estado.
—Que alguien avise al señor Teodoro, por Dios —murmuró Eduardo Cardo—. Yo no puedo moverme.
Pero ya no era necesario ir a buscar al
director. Blas Teodoro y Paula Morales, finalizada su conversación, terminaban
de llegar al hall.
—Ahí tiene al director —indicó Ismael Cuesta al militar—, en mangas de camisa y sin corbata. Debe de
tener calor —añadió regodeándose de la mala imagen que, a
su parecer, daba la vestimenta informal del señor Teodoro.
El militar se acercó al señor Teodoro y, sin ningún tipo de protocolo que demostrara la más mínima cortesía, le
entregó un sobre diciéndole que se trataba de un comunicado del Excelentísimo
Don Arturo Corona.
Sin más, le deseó un buen día y se
marchó saliendo por la puerta principal del centro.
Muchos ojos observaron atentamente como Blas
Teodoro abría el sobre y leía una hoja que extrajo del mismo.
Helena Palacios, aprovechó este momento, para
separarse del grupo de profesores y reunirse con Paula Morales.
—¿De qué habéis hablado en el despacho? —indagó, ansiosa por saber.
—De nada, no hemos hablado de nada —fue la contestación exasperante de Paula.
—¿Cómo que de nada? ¡De algo habréis hablado!
—De Nico, de nada más —mintió Paula.
—¿No notas a Blas un poco extraño? —interrogó Helena— Me ha llegado a parecer…
—¡Cálmate, Helena! —la
interrumpió Paula— No empieces a ver fantasmas donde no los hay. Hemos hablado
de Nico.
—¡No vuelvas a llamarme por mi nombre! ¿Tanto te cuesta entender y
recordar que aquí me llamo Mikaela?
Paula lo entendía muy bien y lo recordaba; en
esta ocasión no se había equivocado. Lo hizo a propósito para desviar la
atención de Helena sobre la conversación del despacho.
Los gritos del señor Ismael Cuesta acabaron
con los cuchicheos de las dos mujeres.
—¿Qué pone en ese papel? ¡Léalo en voz alta! —exigió al señor Teodoro.
Blas levantó la vista y miró al profesor de
matemáticas. Iba a contestarle cuando Nicolás, harto de discutir con Natalia en
el patio, entró en el vestíbulo hecho una fiera.
—¡Ya
hace rato que pasa de la hora! —chilló— ¿Es
que no va a sonar el timbre hoy? ¿No
vamos a dar clase?
Y la tensión crecía en el vestíbulo como, tantas veces, crece la niebla y se torna densa hasta que engulle y borra cualquier vestigio de paisaje, construcción o vida.
Y la tensión crecía en el vestíbulo como, tantas veces, crece la niebla y se torna densa hasta que engulle y borra cualquier vestigio de paisaje, construcción o vida.
Págs. 956-963
Hoy dejo una canción de José Luis Rodríguez (El Puma)... "Voy a perder la cabeza por tu amor"