BLAS TEODORO
N
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atalia se
encontraba tumbada en un sofá, en el salón de su casa, intentando resolver un
crucigrama mientras esperaba, impaciente, la llegada de sus amigas. De vez en
cuando miraba el reloj de pared y luego continuaba con su pasatiempo con el fin
de distraer su mente. No quería imaginar un posible problema que pudiera
significar que Patricia o Bibiana no pasasen aquellas vacaciones con ella.
A las 17:15
horas sonó el timbre del telefonillo
de la puerta de la calle. Natalia se levantó de un brinco, y corrió a apretar el
pulsador sin preguntar quién llamaba. Inmediatamente después, abrió la puerta de
su vivienda. Minutos más tarde sus dos compañeras salieron del ascensor,
cargadas con maletas y mochilas. Las niñas se sonrieron, cómplices.
—Habéis
sido puntuales —las felicitó Natalia, satisfecha—. Pasad y dejad el equipaje,
aquí, en la entrada.
Así
lo hicieron y posteriormente se acomodaron en el salón, se sentían emocionadas
y bastante nerviosas.
—La
aventura acaba de comenzar —declaró Patricia—, y presiento que van a ser unas
navidades inolvidables. A lo mejor tenemos suerte y nieva en Luna.
Luna
era el pueblo en el que iban a pasar las fiestas navideñas; no estaba muy lejos de su ciudad, a unos cincuenta kilómetros, en la sierra
Espadaña.
—Algún año ha nevado muchísimo pero,
generalmente, nieva poquito. Algún copito y poco más. No os hagáis ilusiones —dijo
Natalia.
Las
chiquillas charlaron animadamente y terminaron, en la cocina, preparando
chocolate caliente. Lo estaban tomando
cuando, a las 17:45 horas, oyeron que alguien entraba en la vivienda.
—Debe ser Blas —comunicó Natalia—.
¡Estamos en la cocina! —gritó a continuación.
Un
hombre joven, alto, moreno y de complexión fuerte se presentó en la estancia.
—Buenas tardes —saludó a las
muchachas sonriendo, mostrando una dentadura blanca y perfecta. Sus ojos, de color negro profundo, tenían un encanto particular. A Patricia y a
Bibiana les gustó su aspecto, su porte elegante, sus buenos modales.
—Tú
debes ser Paddy y tú Bibi—acertó y añadió, entendiendo la sorpresa de las
niñas—, Nat me ha enseñado fotos vuestras. Por esta razón, os conozco. Terminad
de tomar el chocolate y si necesitáis ir al baño, hacedlo —agregó—, voy a
echar un vistazo a la casa. Tú, Nat, lava los tazones.
El
hombre se marchó de la cocina.
—Parece agradable, pero al mismo
tiempo severo —analizó Patricia.
—Lo has definido muy bien —estuvo de acuerdo Natalia—. Lo conozco desde que puedo recordar. Es buena persona, aunque muy intransigente en ocasiones.
—Lo has definido muy bien —estuvo de acuerdo Natalia—. Lo conozco desde que puedo recordar. Es buena persona, aunque muy intransigente en ocasiones.
—No parece un chófer, no parece un
empleado —opinó Bibiana—, te da órdenes como si se tratara de tu padre.
Natalia
suspiró antes de hablar.
—Sí, a veces pienso que Blas es lo más
parecido a lo que sería un padre. A veces me gusta y a veces no. Sólo está con
nosotras en épocas de vacaciones.
—Y luego, ¿qué hace? —indagó Patricia.
—Da clases de derecho en la
universidad de Markalo, es la ciudad donde vive mi primo Nico.
—¡Qué cosa tan extraña! —meditó
Patricia, mordiéndose el labio inferior—. Profesor de universidad y luego, en vacaciones,
chófer. No pega ni con cola.
—Blas no es exactamente nuestro chófer
—replicó Natalia, algo enfadada—, ayuda a Elisa y se ocupa de Nico.
—Pero cobrará por lo que hace y
entonces se convierte en un empleado —insistió Patricia.
—¡No sé nada! —chilló Natalia,
impacientándose—. Ya os he dicho que lo conozco desde siempre. Además, su madre,
Emilia, vive con nosotras. Es lógico que en vacaciones quiera estar cerca de su
madre ya que es su único hijo. Me molestan tantas preguntas sobre Blas, ¿vale?
—Vale, vale. No te cabrees —la
apaciguó Patricia—. No pienses que voy a cotillear sobre tu familia.
Simplemente es que me ha parecido un tipo interesante, apuesto, guapísimo,
atractivo…
La
niña se calló de sopetón, al ver entrar en la cocina al motivo de tantas
lisonjas.
—¿Habéis terminado? —preguntó Blas Teodoro.
—Sí —respondió Natalia de mal talante—,
pero no pienso fregar los tazones. Los meteré en el lavavajillas.
—Nada de eso, jovencita —la contradijo
él con firmeza—. Friégalos de inmediato. No vas a dejar nada sucio dentro del
lavavajillas. ¡Y date prisa, Nat!
La
niña frunció el ceño y obedeció de muy mala gana. Tanto Patricia como Bibiana
conocían demasiado a su amiga y sabían que estaba realmente furiosa. El viaje
hacia Luna lo iban a iniciar con mal
pie.
Ninguna
de las niñas quiso ir al baño y salieron de la casa en un tenso silencio.
Entraron en el ascensor sin mediar palabra. En la calle, siguieron al señor Teodoro hasta
el lujoso Mercedes que les aguardaba aparcado a escasos metros del portal. El hombre abrió el maletero e
introdujo maletas y mochilas en su interior. Patricia y Bibiana subieron a la
parte trasera del auto. Natalia subió delante, junto al señor Teodoro.
—Poneros el cinturón —dijo el hombre,
colocándoselo él también.
Seguidamente
puso el motor en marcha; el viaje hacia Luna
daba comienzo. Mientras circulaban por la ciudad y hasta que no la dejaron
atrás nadie hizo comentario alguno. El silencio, dentro del coche, era
sepulcral. Una vez alcanzaron la carretera, el señor Teodoro decidió hablar para romper el
hielo.
—¿Vais cómodas ahí detrás? —preguntó a
las amigas de Natalia.
Las
dos niñas asintieron en el acto.
—¡Ya lo creo! —exclamó Patricia,
agradecida de que el silencio
terminara—. Ni en el mejor sofá de mi casa me he sentido tan a gusto como en
este asiento. ¡Es una maravilla!
—Lo mismo digo —corroboró Bibiana.
El señor Teodoro sonrió.
—Me alegro de que así sea. ¿Y qué tal
han ido las notas del primer trimestre? — se interesó.
—A mí me han caído las naturales —contestó
Patricia—, a Bibi las matemáticas. Nat lo ha aprobado todo.
—Bien, no está mal. Vosotras tendréis
que repasar un poquito estas vacaciones —aconsejó el joven—. Felicidades, Nat—continuó
diciendo.
Patricia
y Bibiana pensaron que resultaría complicado “repasar” porque ninguna de las
dos había metido en su maleta libros de texto. La siguiente en hablar fue
Natalia, sus amigas se alegraron. Tal vez empezaba a pasársele el enojo.
—¿Y qué tal le ha ido a Nico? —preguntó
al señor Teodoro.
El
semblante del hombre se ensombreció.
—Nada bien —repuso con sequedad—. Ha
suspendido cinco.
—¿Cinco? —repitió Natalia, asombrada—.
¿Cómo es posible? Está repitiendo segundo.
—Por mucho que repitas si no haces
bien los exámenes es difícil que apruebes —aseguró el señor Teodoro.
—¿Segundo de ESO? —interrogó Patricia,
incrédula—. ¡No es posible! Tiene quince años, ¿no?
—Sí —dijo Natalia—, pero mi querido
primo ha repetido varios cursos. Creo que mi tío Bruno debería sacarlo de ese
internado.
—Lo que yo creo es que Nico debería ser más sensato y no lo es —manifestó el señor Teodoro con energía—, aprobar los exámenes es su única obligación y no cumple con ella.
—Lo que yo creo es que Nico debería ser más sensato y no lo es —manifestó el señor Teodoro con energía—, aprobar los exámenes es su única obligación y no cumple con ella.
—Espero
que no estés pensando en jorobarle las vacaciones —dijo Natalia, con
precaución.
—Va a tener que estudiar todas las
mañanas. Lo siento, Nat—afirmó el joven, tajante.
Págs. 17-22
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