Tras un desayuno
frugal, puesto que aquella mañana se le había formado un nudo en el estómago,
Matilde se dirigió a su habitación. Allí, sin que Helena lo supiera, tenía a su
ángel Cupido. Ella misma se encargó de pedir que se lo trajeran de la casita
del valle y le reparó el ala rota. Lo hizo con tanto cuidado y esmero que no se
notaba nada, parecía nuevo, recién comprado.
Y esos ojos
insondables que la miraban... Lo
tenía decidido, iba a rezarle, iba a suplicarle hasta que regresaran Helena y
Nicolás. Intuía lo dolorosa que resultaría esa visita a la tumba de Blas y
temía que volvieran destrozados. Tal vez el ángel pudiera ayudar o tal vez ella
necesitaba aferrarse a algo que le aportara un hilo de esperanza.
Colocó un cojín
debajo de sus rodillas, juntó sus manos y comenzó a rezar con sincera devoción.
Creía en lo que estaba haciendo. Sobre todo creía que serviría para proteger a
Helena y a Nicolás.
Bibiana y Patricia
se sumergieron en la biblioteca de la mansión, entre sus estanterías. Aquella
era una de sus estancias favoritas. ¡Había tantos libros, tantas historias por
descubrir, lugares a los que viajar, aventuras por vivir!
Sabían que
tardarían en elegir un libro y que lo hojearían más que leerlo —ya que su mente
ocupada por Helena, Nicolás y la tumba de Blas— dejaba su estado de
concentración bajo mínimos.
Jaime Palacios
no hubiese querido que la salida de su hija y nieto llamase mucho la atención.
Pero, como padre y abuelo protector, no pudo evitar ordenar cortar el tráfico
en algunas calles. En consecuencia, tampoco pudo evitar que viandantes y otros
que curioseaban desde ventanas o balcones siguieran con sus miradas al coche de
lujo, con cristales tintados, que circulaba custodiado por sus cuatro costados
por una alta seguridad policial.
Jacobo conducía
a una marcha moderada. Despacio. Parecía no tener mucha prisa por llegar a su
destino. Al cementerio de San Agustín.
Pese a su
antigüedad, el cementerio de San Agustín estaba muy bien conservado, y muy bien
cuidado, como todos los cementerios de Markalo y del resto del país. Era raigambre
kavana el respeto y la veneración al descanso de sus difuntos.
Tras pasar una
verja de hierro muy bien labrada y una puerta principal, Jacobo, Helena y
Nicolás vieron una capilla a su derecha y la entrada al camposanto al frente.
Una paz,
sosiego, dulzura y serenidad arroparon el temblor de Helena y Nicolás, que
caminaban cogidos de la mano. En realidad caminaban sin rumbo sin saber adónde
iban. No sabían dónde se encontraba la tumba de Blas.
Helena vio a dos
palomas posarse sobre una lápida sin nombre ni fecha. Le extrañó este hecho y
se preguntó quién estaría enterrado allí.
Jacobo les pidió
que se detuvieran. Allí podía haber miles de sepulturas entre panteones, mausoleos,
capillas, tumbas y nichos. Sería casi imposible encontrar la tumba de Blas sin
la ayuda de un guardés y partió en su busca.
Helena y Nicolás
se quedaron contemplando con melancolía esculturas, estatuas y seres
angelicales de enorme belleza.
Había hiedras
que crecían en cruces de piedra. Y esos árboles frondosos, ascendentes. Esos
cipreses, con su forma esbelta y perenne, símbolo de eternidad y de
inmortalidad.
Un llanto amargo
y quejoso truncó su silenciosa contemplación. La que lloraba era una mujer de
mediana edad. Otra, más o menos de su misma edad, le tiraba de un brazo,
seguramente intentando alejarla del lugar. Pero la mujer que lloraba parecía
haber anclado sus pies en el suelo. No se movía y seguía llorando y
lamentándose.
Helena y Nicolás
la miraron, conmovidos. Hubieran querido consolarla pero, ¿qué decirle en un
trance tan delicado? ¿Qué decir que no sonara a frases manidas o recurrentes?
Quizás era mejor y más sincero respetar su dolor en silencio.
—Todo esto es horrible —murmuró Nicolás,
impresionado—. ¿Por qué se tiene que morir la gente?
—Porque tienen que ir a un lugar
mejor —contestó Helena mientras secaba con un pañuelo las lágrimas que mojaban
el rostro de su hijo.
Y, de pronto, se
encogió de miedo. Tal vez su padre tenía razón. Tal vez ninguno de los dos
estaba preparado para visitar la tumba de Blas.
—¿Todos van a un lugar mejor?
—No, Nico. No creo que todos vayan
a un lugar mejor. Tu padre sí, por supuesto. Tu padre era bueno, era noble...
—¡Era el mejor padre del mundo! —exclamó Nicolás con fuerza— ¡Y lo
echo mucho de menos! ¡Me duele, mamá! Me duele mucho.
Cuando Jacobo
regresó encontró a Helena y a Nicolás sentados en un banco, abrazados, con la
cara mojada y los ojos enrojecidos.
Y aún se oía,
aunque más tenue, el llanto de aquella mujer desconocida. Un llanto que Helena
y Nicolás no podrían olvidar.
—Jacobo, ha tardado mucho —dijo
Helena en cuanto fue consciente de su presencia.
La llorosa
mirada de Nicolás también se dirigió al mayordomo.
—¿Ya sabe dónde está mi padre?
—preguntó el muchacho.
Jacobo titubeó.
Desvió su mirada hacia sus zapatos, muy lustrosos, sin una mota de polvo.
Carraspeó, tragó saliva, tosió un poco... Al fin levantó la mirada. Helena y Nicolás
lo observaban ansiosos, expectantes y temerosos. Sobre todo, temerosos.
—Verá, doña Helena, disculpen que
los tenga esperando. No es grato lo que voy a decirles. Don Blas no está en
este cementerio.
—¿Cómo que no está aquí? Le
advierto, Jacobo, que si está siguiendo alguna orden de mi padre...
—Doña Helena, créame, por favor. Don
Blas no está enterrado aquí.
—¿Nos hemos equivocado de
cementerio? —indagó Nicolás, nervioso— ¿Sabe en qué cementerio está mi padre?
¿Se lo han dicho?
Jacobo volvió a
dudar.
—¿Qué es lo que no nos quiere decir,
qué pretende ocultarnos? —inquirió Helena, suspicaz— ¡Hable, por Dios!
Jacobo asintió.
—De nuevo les ruego que me
disculpen, por favor. Me han informado con absoluta seguridad, sin lugar a equívocos,
de que el señor Teodoro no fue enterrado aquí ni en ningún otro sitio. Don
Arturo Corona dispuso su incineración. Esa fue su voluntad.
—¿Qué quiere decir? ¡No entiendo
nada! —dijo Nicolás, angustiado.
Helena quiso
decirle a Jacobo que no contestara a Nicolás, que no le explicara nada. Pero la
voz no le salió. El aire no le llegaba a los pulmones. Se mareaba, no podía
respirar. Y Jacobo contestó:
—El cuerpo de su padre ha sido
reducido a cenizas. Lo siento mucho. Fue voluntad de don Arturo Corona.
—¿Quéééé? ¿Han quemado a mi padre? ¿Dónde están sus cenizas? ¿Dóndeee?
¡Voy a matar a Arturo Corona! ¡Juro que voy a matarlo!
—Cálmese, don Nicolás. ¿Qué le
ocurre, doña Helena?
Helena no podía
hablar. Se tambaleaba. Jacobo actuó con rapidez e impidió que se desvaneciera
en el suelo.
Págs. 1349-1355
Queridos lectores, queridas lectoras:
Hoy os recuerdo que quedan dos capítulos para llegar al fin de esta novela muy querida por mí.
Y os dejo una canción de Kany García... "Aunque sea un momento"