EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 27 de diciembre de 2012

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 43






















CAPÍTULO 43

LA CARTA


B
las había pasado un mal día; su mal día empezó teniendo que recoger escombros en el pueblo, continuó no pudiendo encontrar a Salvador Márquez una vez se enteró de "toda la verdad", y por último tuvo que ir al pozo de las águilas a buscar a Nicolás, a Natalia y a Bibiana. Y por si esto fuera poco, se vio obligado a enterrar una caja de zapatos.
Pese a la siesta de la tarde, el joven se había quedado dormido poco después de meterse en la cama. Lo que menos podía sospechar era que aún le esperaba una noche agitada.
Nicolás le rozó un hombro con mano temblorosa. El roce fue tan imperceptible que su tutor siguió durmiendo. El niño se mordió el labio inferior, muy inquieto. Volvió a rozarle el hombro, Blas continuó sin enterarse. Estaba durmiendo realmente a gusto.
El crío sintió unos fuertes deseos de salir corriendo. Por tercera vez, tocó el hombro del durmiente, y como queriéndose cumplir que a la tercera va la vencida, en esta ocasión, el joven abrió los ojos. Se levantó de inmediato al ver a Nicolás.
El muchacho retrocedió, con miedo, muy arrepentido de haberle despertado.
          ¿Qué ocurre, Nico? preguntó Blas, en gran medida sorprendido ¿Te encuentras mal?¿Qué haces vestido?
        —El señor Tobías… el señor Tobías… está… está abajo… en el salón. Quiere… quiere hablar… hablar contigocontestó el niño con muchas pausas.
Blas percibió que el chiquillo estaba aterrado.
          ¿Qué te pasa, Nico? interrogó, preocupado.
El niño bajó la cabeza y no contestó. Blas supo, por la actitud del chiquillo, que algo no iba bien.
          Es raro que Tobías quiera hablar conmigo a estas horas comentó, mirando su reloj. No he oído el timbre. Deberías haberme avisado, y no vestirte y bajar tú a abrir. Que sea la última vez que abres la puerta a nadie a estas horas. Ve a tu habitación, ponte el pijama y metete en la cama. Y duérmete.
Nicolás continuó con la cabeza agachada, sin moverse. Blas se acercó a él y le levantó la cara, cogiéndole por la barbilla. Los ojos del niño estaban llorosos y su cuerpo temblaba.
          ¿Qué te pasa, Nico? —volvió a preguntar el señor Teodoro alarmándose.
          Después de hablar con el señor Tobías… me vas… me vas a pegar respondió el muchacho, asustado y compungido.
El señor Teodoro soltó, suavemente, la barbilla del niño.
          ¿Hay algo que quieras contarme antes de que hable con Tobías? indagó con serenidad, aunque interiormente ya estaba muy revolucionado.
Nicolás se negó con un movimiento de cabeza.
          Sube a tu habitación y acuéstate, Nico le ordenó su tutor. Voy a lavarme la cara para espabilarme un poco. Estoy medio dormido. ¡Nico, vete a la cama!  dijo el joven, impaciente, viendo que el niño continuaba sin dar un paso.
Nicolás obedeció, y salió del cuarto dejando a su tutor gravemente desasosegado.
El chiquillo subió las escaleras, precipitadamente, y nada más entrar en su habitación, llamó a Estela para explicarle que todo había salido mal, que el señor Tobías le había pillado y que iba a hablar con Blas.
La mujer reaccionó con sangre fría y serenó al niño, refiriéndole lo que tenían que decir.
Tras escucharla, el niño se calmó un poco, se puso el pijama y se introdujo en la cama, tapándose con la sábana y el edredón hasta el cuello. A pesar de sentirse más reconfortado, estuvo muy a punto de taparse la cabeza.
Minutos después, entró Natalia, habiéndole parecido oír ruidos en el cuarto de su primo.
          —¡Vete, Nat! —le dijo Nicolás, vehemente— El señor Tobías me ha cogido en el cementerio y, ahora, debe estar hablando con Blas. Es mejor que él no te encuentre aquí cuando suba.
          —¡Ay, Nico! —exclamó Natalia, angustiada— ¿Qué vamos a hacer? ¡No hay manera de que algo salga bien! ¡No puedes imaginarte lo preocupada que estaba por ti!
          —He llamado a Estela y tiene una idea —respondió el chiquillo—. Ya hablaremos en otro momento. Vete, Nat.
                                                                                    ῳῳῳ
Después de lavarse y secarse la cara, Blas bajó las escaleras y entró en el salón como un ciclón. El señor Tobías le esperaba de pie. Le tendió la mano, el señor Teodoro se la estrechó de mal agrado. Cogió una botella de vino tinto y dos copas del mueble bar. Le indicó al policía que fueran a la cocina, no quería despertar a su madre. El señor Tobías vertió vino hasta llenar la mitad de su copa y saboreó un trago.
          —Buena cosecha —comentó.
Blas llenó totalmente su copa, y se mojó los labios. Depositó la copa sobre la mesa y se cruzó de brazos. El señor Tobías se había sentado, Blas prefirió permanecer de pie.
          —¿Qué es lo que te ocurre, Tobías? —indagó ásperamente— Ve al grano. ¿Qué le has dicho a Nico? Me ha parecido que el niño estaba a punto de sufrir un ataque de pánico. No me gusta verlo tan asustado.
          —Y me vas a echar la culpa a mí...¿No te ha contado nada? —interpeló el agente.
          —No —contestó Blas con antipatía. No le había gustado ver a Nicolás en aquel estado y era cierto que creía a Tobías, el responsable.
El policía bebió de nuevo, carraspeó y narró a Blas lo acontecido. El semblante del joven palideció, y meneó la cabeza de un lado a otro negando una y otra vez.
          —No puede ser, no puede ser —acabó diciendo—. ¿Por qué iba Nico a hacer algo así? ¿Qué explicación te ha dado?
          —No me ha dado ninguna —declaró el señor Tobías—. Sólo me ha pedido, bueno, más bien me ha suplicado que no te contara nada. Hasta me ha propuesto hablar con tu madre. Era mi obligación traer al muchacho a casa y hablar contigo. Lo siento de veras, Blas. Seguro que a ti te dará alguna explicación.
El señor Teodoro se sujetó la cabeza con ambas manos, pensando que le iba a estallar. A continuación, cogió su copa de vino y apuró el contenido.
          —Esto no tiene ningún sentido —declaró, dejando la copa vacía sobre la mesa de cristal—. ¿Qué explicación va a darme para justificar semejante atrocidad?
El joven se sentó, abatido, sin ánimos y sin fuerzas.
          —Los chiquillos, a veces, cometen disparates. No te lo tomes tan a pecho, Blas —aconsejó el señor Tobías.
          —Nico ha estado siempre en el internado o conmigo   —manifestó el señor Teodoro—. Algún fin de semana le he permitido ir a una finca que tienen en el campo, los padres de un amigo suyo. Conozco muy bien a los padres de su amigo y los niños no han salido de la finca.
Nico no haría algo así, es muy inocente. Es tan solo un crío. Tiene que haber un motivo y va a decírmelo o le voy a dar tal paliza que no se vuelve a sentar en su vida.
Pero el señor Teodoro continuó en la silla, no parecía tener mucha prisa por subir a interrogar al chaval. Temía que el niño se negara a hablar porque, en el fondo, no quería ponerle un dedo encima. 
De repente oyeron voces que procedían del exterior. Blas abrió la puerta de la cocina y salió a la terraza, seguido de Tobías. Se encontraron con el señor Francisco que llevaba su escopeta, y con la señora Estela que traía una carta en la mano. El frío intenso cortaba la respiración.
          —¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Francisco Torres, alborotado— He visto pasar el coche de Tobías y no es normal que venga de visita a estas horas —. El hombre miraba a Blas—. Tengo esposa y dos hijos. Si estamos en peligro, debo saberlo. Me he encontrado a esta mujer alocada de camino hacia aquí —señaló a Estela.
          —¡Serénate, Francisco! —exclamó Tobías— Aquí no está pasando nada. Simplemente he encontrado a Nicolás andando por el pueblo. Salió sin autorización de Blas y lo he traído a casa.
El policía creyó conveniente no contarle la verdad al alterado hombre.
          —¡Maldito crío del demonio! —profirió Francisco, enojado— ¡Ese chaval nos va a volver locos a todos! Deberías hablar con su padre y que se ocupe él de su hijo —añadió, mirando a Blas—. Te evitarías muchos quebraderos de cabeza. Tal vez eres demasiado joven para conducir al muchacho.
El señor Teodoro se puso rojo de ira.
          —¡Yo me ocupo del niño! —dijo, furioso— ¡Bruno no tiene nada que ver con Nico! 
El señor Francisco no replicó.
          “Claro”, pensó Estela con rabia. “Hasta que se lo entregues a su verdadero padre. Ya te arreglaré yo a ti, Blas Teodoro, cuando llegue el momento”.
          —Entonces... el chiquillo deambulaba por el pueblo y no ha hecho lo que yo le he mandado —intervino la señora Miranda.
Los tres hombres la miraron atentamente.
          —¿Y qué es lo que usted le ha mandado? —indagó el señor Francisco Torres con cierta guasa desdeñosa.
          —Le di una llave para que fuese al cementerio. No pude ir al entierro de Jeremías y quería enterrar esta carta de despedida junto a su ataúd. El niño tenía que quitar un poco de tierra de encima de la caja, se le olvidó llevarse la carta —relató la señora ante el asombro de sus oyentes.
          —¡Válgame el Cielo! —exclamó Francisco, estupefacto— ¿Habéis oído lo mismo que yo? ¡Esto es alucinante!
Blas pensó que, si Estela fuese un hombre y más joven, la cogería del cuello en aquel instante.
          —¿Y por qué no me lo ha pedido a mi? —preguntó, muy enfadado— Yo lo hubiese hecho, Estela. ¿Por qué le pide esa clase de cosas al niño? ¡Lo ha enviado a un cementerio de noche y solo!
El señor Tobías se fijó en los moretones que la mujer tenía en su rostro.
          —¿Qué le ha pasado en la cara, Estela? —interrogó.
          —Mi ex yerno me golpeó. Pero, no te preocupes, Tobías. Salvador Márquez se ha ido y no volverá.
          —Debería denunciarlo.
          —¿Cuántas mujeres denuncian y luego mueren? ¿Cuántas, Tobías?
          —Algunas, pero no querrá compararnos con ciertos países europeos. En Kavana, castigamos a los maltratadores. Estaré alerta por si regresa. Más le vale a ese tipejo que no le vea merodeando por Luna.
          —Ahora mismo la llevaré al cementerio y enterraré esa carta en la sepultura de Jeremías —decidió Blas—. Pero, por favor, Estela, no vuelva a pedirle al niño algo semejante.
          —Procura que nadie se dé cuenta de que la tierra ha sido removida —habló el señor Tobías—. ¡Bueno! Aquí ya no tenemos nada que hacer. ¿Nos vamos, Francisco?
          —¡Por supuesto que sí! —afirmó el aludido— En mala hora me he levantado a beber agua y he visto pasar tu coche. ¡Esto es de locos! Primero una caja de zapatos y después, una carta. ¡De locos! 
El señor Tobías y el señor Francisco se marcharon; el segundo hablando por los codos y gesticulando de un modo exagerado. 
Estela entró en la cocina de villa de Luna y se sentó en una silla, derrotada y desmoralizada. ¿Cómo iban a deshacerse del cuerpo de Salvador?
La mujer rompió a llorar, desconsolada. Blas vio un sobre blanco en la mesa, en una de las caras se leía: “Para Jeremías, de Estela”. El joven acarició el cabello canoso de la señora Miranda.
          —Cálmese, Estela —le dijo dulcemente—, me parte el corazón verla tan apenada. Ahora mismo iremos al cementerio. Déjeme subir un momento a ver a Nico, estaba muy asustado y muy nervioso. Si no subo a decirle algo, no dormirá en toda la noche y ya pasan de las tres y media.
          —No seas muy severo con él, Blas —le pidió la mujer—. Todo ha sido culpa mía.
El señor Teodoro entregó un pañuelo a la señora Miranda para que secara sus lágrimas.
          —Si quiere tomar algo, coja lo que quiera —la invitó—. Bajaré enseguida.
Blas salió de la cocina y se dirigió a las escaleras para subir a la habitación de Nicolás.
Cuando entró, encendió la luz. El niño seguía acostado y solo asomaba la cabeza por debajo de sábana y edredón. Por supuesto, estaba despierto y miró a su tutor con cara de miedo.
El joven contempló al muchacho y, durante unos segundos, no dijo nada.
          —No me pegues, Blas —murmuró el chiquillo, inquieto—. Te lo explicaré todo.
          —Un poco tarde para explicarme nada —replicó su tutor en voz baja—. Ya me han dado muchas explicaciones entre Tobías y Estela. ¿Cómo tengo que decirte que no quiero que me ocultes nada? ¿Cómo te hago entender que, si tienes algún problema, la persona que más te va a ayudar soy yo?
Nicolás se mantuvo en silencio, comprendiendo que Estela ya había hablado con Blas, como le dijo por teléfono. ¿Se habría creído su tutor lo de la carta?
          —Has salido esta noche sin mi permiso —continuó hablando el joven—. ¿Te bajo a tu habitación? Allí tienes cerradura en la puerta y barrotes en la ventana. ¿Te encierro allí?
El señor Teodoro había adoptado aquellas medidas cuando, hacía tres años, el muchacho se dedicó a salir por la noche. En cuanto se enteró de las escapadas nocturnas del niño, contrató a dos albañiles que  eliminaron la puerta que accedía al rellano y habilitaron otra que comunicaba con su propio cuarto. Instalaron cerradura en la puerta y barrotes en la ventana.
          —No volveré a salir por la noche —le aseguró el crío—. No podía contarte lo de la carta de Estela porque ese era su secreto. Yo no puedo contarte los secretos de los demás. Eso es chivarse y yo no soy un chivato.
          —Muy bien —aceptó Blas de mal talante—. Pues que sepas que estás castigado para el resto de las vacaciones.
          —Estela necesita que la ayude en su casa. Tiene mucho trabajo —protestó Nicolás. Le urgía salir para hacer desaparecer el cadáver de Salvador.
Blas le propinó un ligero cachete.
          —Está bien —accedió, no muy convencido—, irás únicamente a casa de Estela. No vas a ir a ningún otro sitio. Y te vas a librar de una azotaina  porque tengo que llevar a Estela a enterrar la carta para Jeremías. ¡Duérmete!
El señor Teodoro apagó la luz y se fue de la habitación.
Nicolás suspiró, muy aliviado. Su tutor se lo había creído todo y, él mismo, se iba a encargar de dar sepultura a la carta.
           “Si un día se entera de la verdad, me mata”, pensó el crío.

Págs. 325-334


El siguiente capítulo saldrá el próximo jueves, 3 de enero.
Con todas mis fuerzas, y en este momento tengo muchas, os deseo lo mejor para el pronto naciente 2013.
Y deseo también que sigáis disfrutando con El Clan Teodoro-Palacios.
Un besazo!! 

viernes, 21 de diciembre de 2012

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 42












CAPÍTULO 42

EN EL CEMENTERIO


L
as manecillas del reloj marcaron la una de la madrugada y Nicolás salió de su habitación. Bajó las escaleras con mucha precaución, procurando no hacer ni el menor ruido. Su corazón palpitó, aumentando la intensidad, cuando pasó junto a la puerta de su tutor.
En el garaje cogió una pala y una linterna, y salió al exterior. Hacía una noche inhóspita, muchísimo frío y el cielo completamente oscuro, sin luna y sin estrellas.
Caminó con paso muy rápido, el silencio y la quietud eran absolutos en la sierra. Había luz en el salón de la casa de Estela, también vio luz en casa del señor Francisco cuando llegó a la zona de la piscina. Bajó hacia la pista de tenis y continuó por la carretera acercándose a una orilla. No creía que subiera o bajara ningún coche, pero era mejor prevenir. Por el momento no necesitaba usar su linterna porque las farolas estaban encendidas.
El muchacho descendía velozmente, sólo escuchaba sus propias pisadas, su respiración agitada y los latidos de su corazón. Deseaba con todas sus fuerzas que aquella noche pasara pronto, que llegara la mañana siguiente y que esta pesadilla hubiese acabado.
Al final de la carretera, girando a la derecha, un camino asfaltado conducía al cementerio de Luna. El pueblo quedaba a su izquierda y en aquel recorrido se terminó el alumbrado de las farolas. Nicolás encendió su linterna.
El caprichoso azar quiso que una mujer que se hallaba desvelada, y mirando por una ventana desde el interior de su alcoba, viera moverse una luz hacia el cementerio. Le pareció un hecho extraño y decidió llamar a Tobías y avisarle del incidente.
Nicolás se encontró frente al negruzco portón de hierro, metió en la cerradura la llave que Estela le había dado, y la puerta se abrió chirriando escandalosamente. El niño se sobresaltó ya que el sonido fue agudo y desagradable. Temió que el pueblo entero lo hubiese escuchado. Dejó la puerta entreabierta y anduvo unos pasos sobre un suelo empedrado hasta llegar a una enorme estatua blanca. Se trataba de un Ángel de la Guarda que custodiaba el alma de cada persona enterrada en el Campo Santo.
Nicolás miró la cara del ángel y tragó saliva, intimidado, puesto que le pareció que el ángel lo observaba fijamente y con enojo. Tuvo unas ganas increíbles de echar a correr. 
          “Cálmate”, se dijo a sí mismo, “sólo es una estatua”.
El muchacho rodeó la figura y dirigió el haz de luz de su linterna hacia delante. Vio una hilera de cipreses alargados, de tronco recto, copa cónica y hojas perennes.
Continuó caminando por un pasillo formado por grandes y desiguales piedras. Después de recorrer unos metros y, a ambos lados, se levantaban unos muros con nichos de hasta dos alturas.
El niño caminaba despacio, con sigilo, la vista puesta al frente, no se atrevía a mirar a los costados. Sin querer, sus ojos vieron una concavidad abierta en una pared. Se sobrecogió de terror. Ese hueco vacío parecía gritarle que esperaba a alguien.
Aceleró el paso, juraría que había oído unos susurros detrás de él, pero no fue capaz de volver la cabeza.
Llegó hasta una fuente, el agua que salía de los grifos formaba una cruz. Desde allí, se encaminó a la derecha. Había un terreno con tumbas en el suelo. Enseguida descubrió la sepultura de Jeremías. No tenía lápida y, alrededor del montículo de tierra, había numerosas coronas de flores.
El chiquillo se acercó, dejó la linterna en el suelo de manera que lo iluminara, también dejó la pala y empezó a retirar las coronas con mucha prisa. De pronto, notó que una de las coronas se movía avanzando a su encuentro. Retrocedió, espantado, tropezó con el borde de una tumba cercana y cayó sobre ella.
Nicolás pensó, aterrorizado, que Jeremías debía estar furioso y quería salir de debajo de la tierra. No tardó mucho en darse cuenta de que no se trataba del difunto, sino de un gato negro que maulló y se alejó corriendo, espantado.
El muchacho se levantó respirando con dificultad. Nunca había estado en un sitio tan siniestro. Y el susto había sido morrocotudo.
Una vez hubo apartado todas las flores, recogió la pala e inició la excavación.  Pese a no estar cansado no paraba de jadear, y es que estaba muy amedrentado y deseaba terminar su trabajo lo antes posible.
          “Todo es culpa de Blas”, pensó. “Ya tenía la fosa en el pozo de las águilas y él ha tenido que estropear mi plan”.
                                                                                  ῳῳῳ
Tobías, el policía del pueblo, soltero, pacifico, de cincuenta y dos años, recibió una llamada de la señora Herminia Peldaño. ¡Cuántas burlas había tenido que soportar por su singular apellido"Herminia, no permitas nunca que te pisen el peldaño y, menos, si está recién fregado...jajaja". La mujer le dijo que había visto una luz dirigiéndose hacia el cementerio.
El señor Tobías fue al lugar indicado a echar un vistazo. Bajó de su coche cuando llegó al portón de hierro. Le sorprendió ver que la puerta estaba abierta. Luna era un pueblo pequeño y todos sus habitantes tenían llave, pero no era normal que alguien estuviese allí a aquellas horas. Eran las dos de la madrugada, sin duda ese hecho  era insólito.
Encendió una linterna e hizo el mismo recorrido que Nicolás, cuando llegó a la fuente de la cruz, oyó unos ruidos que provenían de la parte derecha. Se dirigió en esa dirección, vio a un chico que estaba quitando la tierra que cubría el ataúd de Jeremías. El policía se quedó anonadado. ¿Qué significaba aquello? Enfocó, con su luz, la cabeza del chico.
Nicolás sintió la luz en su nuca y se dio la vuelta, sobresaltadísimo. La luminosidad le deslumbró y no le permitió reconocer a la persona o fantasma que le enfocaba.
El señor Tobías sí reconoció al chaval.
          ¡Nicolás! ¿Qué diablos estás haciendo? le gritó, bajando el haz de  luz.
Entonces, el niño, también reconoció al policía. Casi hubiese preferido que se tratase de un fantasma. Creyó que iba a desmayarse y notó que las rodillas le temblaban. ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Cómo iba a explicar sus actos?
          Yo…, yo… balbuceó.
          ¡Vuelve a poner la tierra en su sitio, GAMBERRO! le ordenó el hombre, encolerizado.
Nicolás no se lo hizo repetir y comenzó a rellenar la fosa con la tierra que había extraído. Tenía la mente en blanco, no podía pensar en nada, estaba demasiado nervioso
Terminó por depositar las coronas de flores en su lugar, bajo la vigilante mirada del policía.
          ¡Vamos! ¡Salgamos de aquí! ordenó Tobías con dureza.
Nicolás recogió la linterna y la pala del suelo, y siguió al hombre que caminaba deprisa. Salieron del cementerio y el adulto cerró la puerta, que volvió a chirriar.
          Sube al coche dijo el policía secamente.
          ¿A dónde va a llevarme? preguntó el niño, atemorizado.
El señor Tobías lo miró, severo.
          —Deberías pasar la noche encerrado en comisaría, pero voy a llevarte a tu casa respondió, tajante.
          No es necesario replicó Nicolás, inocente, puedo ir andando.
          ¡Tú no vas a ir andando a ninguna parte! le gritó el hombre ¡Voy a llevarte a casa y voy a hablar con Blas! ¿Tienes idea de lo que estabas haciendo, pedazo de gamberro? ¿Cómo te atreves a profanar el descanso de un pobre hombre que prácticamente acaba de morir? ¿Sabes cuánta gente está llorando su muerte? ¡Sube al coche!
Nicolás subió al coche patrulla con el corazón encogido, creyendo ser el peor de los delincuentes. El señor Tobías puso el motor en marcha y maniobró para dar la vuelta.
          Por favor, no le cuente nada a Blas. Se lo suplico rogó el chiquillo, desesperado. Haré lo que usted me diga. Por favor, no hable con Blas.
El hombre notó que el niño estaba tiritando y que le castañeteaban los dientes. No podía tener frío, la calefacción estaba encendida, debía estar muerto de miedo.
          Lo siento, Nicolás declaró el policía. Voy a hablar con Blas. Y no lo siento por ti, sino por él. Sé de sobra que voy a darle un gran disgusto y él es un buen hombre, ¿sabes? Pero, tú necesitas un escarmiento y él se encargará de dártelo. ¡Espera a que se entere de la barbaridad que estabas cometiendo!
          Blas va a matarme manifestó el muchacho, asustado.
          ¡Ah, no te preocupes por eso! exclamó Tobías, quitándole importancia al asunto Si Blas te mata, prometo que te llevaré muchas flores y no permitiré que ningún gamberro hurgue en tu tumba.
Nicolás comprendió que no iba a conseguir que el hombre desistiera de su empeño de hablar con su tutor. Recordó que Estela le había dicho que la llamara si algo salía mal, pero le era imposible llamarla teniendo al señor Tobías a su lado. La desesperación del muchacho iba en aumento a medida que se acercaban a villa de Luna.
No tardaron en llegar y ambos bajaron del coche. El chiquillo levantó la puerta del garaje que había dejado bajada, pero sin cerrar, para poder entrar a su regreso. Depositó la linterna y la pala en un rincón y pasaron al pasillo. Nicolás deslizó la puerta corrediza del salón y encendió la luz.
          Aquí mismo está la habitación de Emilia dijo al policía. Si quiere, puedo despertarla y hable con ella.
El señor Tobías se negó con un movimiento, rotundo, de cabeza.
          De ninguna manera profirió. No quiero hablar con la madre de Blas. Quiero hablar con Blas. ¡Venga, Nicolás, ve a llamarlo!
Ese había sido el último intento del chaval para evitar que el policía hablara con su tutor. Intento fallido.
El niño asintió, sumiso, y salió del salón. Ascendió las escaleras que conducían a la primera planta, lentamente. No quería ni imaginar cómo se iba a poner Blas cuando se enterase de lo sucedido.
          “Me mata”, pensó el chiquillo. “Me mata, seguro”.
Llegó al dormitorio de su tutor, abrió la puerta con prudencia. La luz del rellano le guió hasta la cama; el señor Teodoro estaba profundamente dormido. Su respiración era acompasada y no roncaba. Nicolás encendió la luz de la mesilla y vio, sobre ella, un marco con una fotografía suya.
          “Tiene una foto mía, igual que en la mesa de su despacho”, pensó el crío, extrañado.
Observó al joven, parecía muy sereno mientras dormía, pero estaba convencido de que se iba a poner como una fiera en cuanto lo despertara.

Págs. 317-323

El siguiente capítulo saldrá el próximo jueves, día 27. Un beso a todos mis lectores y, especialmente, a mis querid@s comentaristas.
Pasad unos felices días navideños.
                                                                                 

lunes, 17 de diciembre de 2012

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 41








CAPÍTULO 41

UN NUEVO PLAN


A
 pesar de lo ocurrido, el señor Teodoro consintió que los niños se quedasen en casa de Estela cuando la mujer le dijo que aún tenían trabajo que hacer. Se pusieron de acuerdo en que a las diez los enviaría a cenar.
El joven se marchó solo hacia villa de Luna. Anduvo despacio y a medio camino se detuvo a observar el barranco que se extendía a su izquierda. Respiró el aire puro y helado de la montaña y en cuanto se sintió fortalecido continuó adelante.  Cuando llegó a la vivienda y entró en la cocina encontró a su madre, a Elisa y a Patricia preparando la cena. Sandra se había marchado ya.
          —Siento el retraso —se disculpó—. Voy a ducharme y a cambiarme de ropa. Enseguida os ayudo con la cena.
          —¿Qué es lo que quería Francisco? —preguntó Emilia.
          —Sin comentarios —respondió Blas sucintamente.
                                                                                  ῳῳῳ
En casa de Estela Miranda, los niños y las mujeres se reunieron en el salón. Hércules recibió a lametones a los jovencitos. Al cabo de un rato, Gabriela consiguió que el perro se sentara y se estuviera quieto conteniendo su algarabía.
            —¡Todos nuestros planes se han ido abajo! —habló Nicolás, disgustado— ¡Ya tenía la fosa hecha y tuvieron que aparecer Blas y el señor Francisco! No podré enterrar a Salvador esta noche y tampoco sé dónde cavar la fosa de nuevo. Me han visto en el pozo de las águilas, no creo que convenga que entierre a Salvador allí.
Hércules observaba a sus acompañantes sin entender por qué estaban tan callados y pensativos. 
          —Yo sé dónde puedes enterrar a Salvador —declaró Estela después de una exhaustiva reflexión—, pero no sé si me atrevo a pedírtelo. Es demasiado injusto que te lo pida.
          —Si tienes alguna idea, dímela —le instó el chiquillo, vehemente—. No quiero que nadie mate a Hércules. No quiero que tú y Gabriela vayáis a la cárcel por esconder el cuerpo de Salvador. Nat, Bibi y yo podemos acabar en un reformatorio por cómplices. Hasta Blas podría tener problemas, me dijo que él sería el responsable si Hércules mordía a alguien porque yo le tiré el bozal al barranco. ¡Estela, estoy muy nervioso, no puedo pensar! Si se te ocurre algo, dímelo—le rogó muy alterado.
        —Nico, vas a tener que hacer algo terrible —le advirtió la mujer, dubitativa—. ¿Recuerdas el entierro de Jeremías?
El muchacho asintió.
          —Todavía no le han puesto ninguna lápida —manifestó Estela—. Tendrías que quitar la tierra que hay encima del ataúd, colocaríamos a Salvador sobre la caja y volverías a cubrirle de tierra. Hay que ir al cementerio.
          —¡Es una idea estupenda! —exclamó Nicolás, impulsivo— ¡Lo haré esta misma noche!
          —¿Te has vuelto loco? —interrogó Natalia, escandalizada— Estás agotado, necesitas descansar.
          —No tenemos mucho tiempo, Nat —dijo Estela—. Pronto alguien dará por desaparecido a Salvador y, seguro, que la policía acabará viniendo aquí.
          —¡He dicho que lo haré esta noche! —insistió Nicolás, decidido— Saldré de casa cuando todos duerman.
          —Esta vez te acompañaremos Hércules y yo —dijo Gabriela, acariciando la cabeza del animal.
          —¡No! —gritó el crío— Si alguien me descubriera, yo me llevaría un soberano castigo de Blas, pero tú te verías en un serio aprieto. Hércules tampoco me puede acompañar, le gusta demasiado jugar y podría ladrar. Cuando haya quitado la tierra que cubre el ataúd, vendré. Cargaremos el cadáver en tu coche y me llevas hasta el cementerio. Luego te vas. Nadie buscará a Salvador junto a Jeremías, es el mejor de los planes.
El can ladró eufórico como diciendo que a él también le parecía un buen plan. Gabriela se encargó de tranquilizarlo.
          —Nosotras sí podemos acompañarte —manifestó Bibiana.
          —No puede ser —replicó el chiquillo—. Paddy no debe sospechar nada o irá corriendo a avisar a Blas.
          —¿No tienes miedo de ir al cementerio de noche y solo? —preguntó Natalia, atemorizada.
          —No —mintió el niño.
En realidad tenía horror a hacerlo, pero no veía otra salida. ¡Y sobre todas las cosas pensaba salvar a Hércules!
          —Lleva tu móvil contigo —le dijo Estela—. Si algo sale mal, me llamas. Ya se me ocurrirá una excusa, como con la caja de zapatos.
          —Esta vez nada saldrá mal —le aseguró el muchacho.
Estela le explicó, minuciosamente, dónde estaba enterrado Jeremías. Ella no había asistido al sepelio, pero una amiga del pueblo la había llamado y le había narrado hasta el más insignificante detalle.
Nicolás pidió a la mujer que le curase la espalda y que los acompañara a villa de Luna.
          —Dile a Blas que me has curado tú—le rogó—. Si ve el bocado que el cuervo me ha dado se va a poner como una fiera. Tú sabes cómo manejar a Blas, antes lo has hecho de maravilla.
La señora Miranda curó la herida del chaval y le dio un repaso a los hematomas.
            —¿A quién se le ocurre quitarse la sudadera con el frío que hace, Nico? —le regañó.
               —Tenía calor con tanto ejercicio —repuso el muchacho.
A las diez de la noche, Estela acompañó a los niños a villa de Luna. Las lucecitas que rodeaban la casa estaban encendidas dando al hogar un entrañable aspecto navideño.
Elisa, Emilia, Blas y Patricia estaban en el salón. La cena aguardaba servida sobre la mesa. La señora Emilia Sales besó y abrazó a su amiga y lamentó el daño que Salvador Márquez le había causado.
          Quédate a cenar la invitó. ¿Por qué no ha venido Gabriela también?
     Ya tengo la cena preparada dijo Estela, otro día vendremos. Simplemente he acompañado a los chiquillos, y me gustaría hablar con Blas a solas.
El señor Teodoro se encerró en su despacho con la mujer.
          ¿Qué quiere decirme, Estela? indagó.
          Se trata de Nico habló la señora Miranda, me ha pedido que le cure la espalda porque un cuervo le ha dado un picotazo y tenía miedo de que tú lo vieras y te enfadaras. Lo que el niño no calcula es que si no lo ves esta noche, lo acabarás viendo mañana. Blas, intenta no ser tan severo con el chiquillo, te tiene miedo. Continuamente dice que vas a matarlo.
El joven recordó que su madre, aquella misma tarde, le había dicho lo mismo.
          No entiendo por qué Nico dice semejante tontería  declaró. De todos modos intentaré controlarme, y ser menos duro con él. Gracias por curarle la espalda, Estela. ¿Le ha hecho mucho daño el cuervo?
          Lo he curado bien, Blas respondió la mujer, no te preocupes. Mañana lo miras tú, pero no le riñas.
El señor Teodoro asintió, y ambos salieron del despacho.
Blas acompañó a Estela a su casa y cuando regresó a la villa, todos estaban sentados y habían empezado a cenar. Él también se sentó, no tenía mucho apetito y se sentía cansado.
          Esta noche voy a acostarme pronto anunció. Estoy agotado y muerto de sueño. Tú tampoco tienes muy buena cara, Elisa. ¿Te encuentras mal?
          También estoy cansada, también me acostaré pronto.
A Nicolás le pareció perfecto escuchar aquello. Cuanto antes se fueran a dormir los adultos, antes podría salir.
          Yo también me acostaré pronto se sumó, también estoy cansado.
El primero en terminar de cenar fue Nicolás, se levantó y llevó a la cocina sus platos, cubiertos y vaso. Estaba muy agitado pensando en que tenía que ir al cementerio, todo debía salir bien esta vez. Nunca había estado en un cementerio, lo cierto es que estaba bastante asustado. Decidió prepararse una tila para serenarse.
El siguiente en ir a la cocina fue Blas, y sorprendió al chiquillo bebiendo la infusión.
          ¿Qué estás tomando, Nico? le preguntó viendo el tazón humeante.
Nicolás dejó el tazón sobre la mesa, temblándole el pulso.
          Tila murmuró. Es que estoy un poco nervioso. No te he pedido permiso porque no es un medicamento. No te enfades, ¿vale?
          ¿Y por qué estás nervioso, qué te pasa? indagó su tutor suavemente.
El chiquillo no respondió. Blas depositó la vajilla que llevaba sobre el mármol y se sentó junto al niño.
          Nico, Estela ya me ha contado que te ha curado la espalda porque un cuervo te ha atacado declaró. No pasa nada, ha sido un accidente. No vuelvas a ir a la montaña de noche, y no vuelvas a quitarte la ropa en pleno invierno. ¿De acuerdo?
El jovencito asintió.
          Anda, deja la tila. Ve a lavarte los dientes y acuéstate. Sólo necesitas dormir y descansar.
Nicolás volvió a asentir y se levantó.
          Buenas noches, Blas dijo, saliendo de la cocina.
          Buenas noches, Nico.
Cuando el muchacho ya no estaba en la estancia, el señor Teodoro se terminó de beber la infusión que había preparado Nicolás.
Todo el mundo se acostó pronto aquella noche y todos se durmieron a excepción de Nicolás, Natalia y Bibiana. Las niñas estaban preocupadas y daban vueltas en sus camas sin poder conciliar el sueño. Ambas temían que algo saliera mal, ¿y si Blas pillaba a Nicolás fugándose de la casa a altas horas? Si esto sucedía, estaban seguras, de que el señor Teodoro propinaría una paliza al muchacho. Por otra parte, pensar que el niño iba a ir completamente solo al cementerio era un pensamiento que las horrorizaba.
Nicolás permanecía vestido y con la luz encendida en su habitación. Continuamente miraba su despertador, eran las doce y cuarto de la noche. El chiquillo se impacientaba observando el reloj. El tiempo pasaba muy despacio, saldría a la una de la madrugada.
 ¿Se habrá dormido Blas?”, se preguntaba una y otra vez.
                                                                          ῳῳῳ
En casa de Estela, ni ella ni su hija, dormían. Estaban en el salón mirando la tele sin prestar atención. Hércules dormitaba sobre la alfombra, ajeno a los problemas de las mujeres.
          ¡Pobre Nico! exclamó Gabriela, compungida Es sólo un crío. Me siento una miserable por utilizarlo de esta forma. Blas es muy buena persona; hoy ha tenido una paciencia increíble contigo, mamá. Sigo pensando que deberíamos contarle la verdad.
          Nico lo conseguirá aseguró la señora Miranda. Es un chico muy valiente y muy fuerte. Blas es un bonachón, pero no sé si aprobaría lo que estamos haciendo. ¿Quieres correr el riesgo? Porque yo no quiero.
Gabriela no respondió y siguió sintiéndose demasiado mal consigo misma. Su conciencia no le perdonaba aquel acto de cobardía. Hércules percibió su preocupación y tristeza, se le acercó y le lamió una mano.
La pelirroja joven, de semblante dulce, lloró silenciosamente mirando los ojos almendrados del noble perro y su cabeza negra con marcas pardo rojizas en hocico y mejillas.

Págs. 309-315
Queridos lectores, leído este capítulo hemos llegado a la mitad de la primera parte de esta historia. Gracias por vuestra compañía, gracias por vuestros comentarios.
Por motivos de ajetreo, el siguiente capítulo saldrá el viernes, en lugar del miércoles. 
Un beso a todos.                                                                                                                                                                                   


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