EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

martes, 9 de junio de 2020

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 153





























CAPÍTULO 153

DEBAJO DE LA CAMA


N
o podía ser, no podía estar ocurriendo. ¡No debería estar ocurriendo, pero estaba pasando!
Helena apretó sus ojos cerrados, con fuerza, en cuanto estuvo segura de que Blas se estaba metiendo debajo de la cama. Apretaba sus ojos con tanta fuerza como si existiera el hechizo de que si ella no veía, también ella se hacía invisible.
Continuaba tapándose la boca, pero no podía continuar oprimiéndose la nariz por mucho más tiempo, o iba a morir asfixiada.
La cama era ancha. Aun así, no pudo evitar alejarse un poco hacia la derecha.
Blas percibió ese ligero movimiento de inmediato. También, de inmediato, entendió. Tampoco podía creerlo. ¿Cómo era posible que los dos estuvieran debajo de la cama?
Una sonrisa cruzó su cara de oreja a oreja; intentó imaginar qué hacía Helena allí.
            —Creo que los dos hemos tenido la misma idea —dijo con absoluta tranquilidad y absoluto disfrute—. A los dos nos debe gustar dormir debajo de la cama. Muchas personas tacharían nuestro gusto de extraño, inusual e incluso estrafalario. La gente es muy aburrida, ¿no te lo parece?


Helena se supo descubierta. Por lo tanto, dejó de tener objeto taparse boca y nariz corriendo el riesgo de una muerte por asfixia.
También dejó de ejercer fuerza sobre sus ojos y los fue abriendo poco a poco mientras buscaba, con insistencia, la mejor de las excusas que le permitiera salir incólume y airosa de aquella insólita y, posiblemente, humillante situación.
Sin embargo, por muchas vueltas que le daba, como un hilo alrededor de un carrete, no lograba encontrar una buena excusa que explicara por qué se encontraba debajo de su propia cama.
            —Supongo que algo se te ha debido caer. Algo de gran valor. Tal vez, tu alianza, y la estabas buscando afanosamente. Lo más extraño es que la buscaras con la luz apagada, pero cosas más extrañas se han visto y se verán —. Blas sí encontró una excusa, una excusa que no satisfizo en absoluto a Helena.
            —Te recuerdo que estoy en mi casa, Blas. En la habitación de mis padres. No soy yo quien debe explicar qué hago debajo de la cama. Eres tú quien debe explicarlo —replicó representando el papel de una excelente actriz ya que aparentó una serenidad que hacía horas la había abandonado a su suerte. 


La sonrisa de Blas era radiante; reflejaba sin reservas la felicidad y bienestar que sentía, aunque Helena, de haberla visto, hubiera asegurado que era la sonrisa característica de un canalla.
            —Solo puedo decirte que me encantaría pasar el resto de mi vida debajo de esta cama... contigo —declaró el supuesto canalla sin saber que, con sus palabras, estaba desarmando a Helena—. Te confesaré por qué he subido a esta habitación, no me importa decírtelo, no me importa que lo sepas. Pensé que podías estar dormida y deseaba acariciar tu alborotado cabello. Al no verte en la cama, pensé que estabas en el baño. Me metí debajo de la cama para aguardar tu regreso y aguardar que te durmieras. Hace doce años que estoy queriendo acariciar tu cabello. ¡Muchos años!

Helena quedó paralizada escuchando al hombre más peligroso del mundo; no podía moverse, solo podía escuchar los latidos alocados de su corazón y ya temía que una llama se alzaba en un rincón de su alma. Ella también había tenido la tentación de bajar a la salita y acariciar el cabello de Blas. ¡Habían deseado lo mismo!
Huelga decir que eso era algo que Blas nunca sabría, jamás se lo contaría.
Tenía que apaciguarse; la debilidad era un lujo del que debía prescindir. No caería en las redes de un hábil pescador como lo era Blas. Seguiría nadando, aunque nadase a contracorriente. De hecho, era una buena nadadora.
Y, a pesar del desfallecimiento nervioso del que era presa, sacó fuerzas de flaqueza para rebatir a Blas, atacándole con una espada invisible.
            —Ya deja de hablar de deseos, cabellos y caricias —le dijo con la intención de arrojarle un cubo de agua helada en pleno invierno—. Sé perfectamente que pensabas casarte con Elisa.

La sonrisa de Blas comenzó a perder luminosidad.
            —¿Cómo dices? —preguntó, anonadado— ¿Puedes repetirme la soberana tontería que has dicho?
            —Pues claro que no pienso repetir nada —manifestó Helena, molesta—. Me has oído muy bien y sabes muy bien que no he dicho ninguna tontería. Elisa me lo dijo, Elisa me dijo que os ibais a casar.
            —¿Y no te invitó a la boda? —bromeó Blas—Seguro que nos hubieras obsequiado con un magnífico regalo.
            —Eres tú quien se dedica a decir soberanas tonterías. Nunca hubiera aceptado semejante invitación y nunca os hubiera regalado absolutamente nada —refutó Helena con vehemencia.
            —Ten cuidado. Te estás expresando como lo haría una mujer celosa —siguió bromeando Blas.

Helena se sulfuró en el acto.
            —¿Celosa yo? Debes haber perdido la cabeza. ¿Qué sentido tendrían mis celos? Debes recordar, en todo momento, que te odio con todas mis fuerzas.

Una oleada de sangre subió al rostro de Blas, que ovacionó a Helena con unas quedas palmadas.
            —Permíteme que te felicite por tu impoluta corrección. Sería muy incorrecto, e indigno de ti, que odiaras a alguien a quien nunca has querido.
Sin embargo, no puedo felicitarte por creer a Elisa, que en paz descanse. Te mintió. ¿De verdad la creíste?


Helena no contestó. Y dejó que el silencio se instalara en el espacio que había debajo de la cama.
            —No, no iba a casarme con Elisa —dijo Blas no permitiendo que el silencio fijara su residencia debajo de la cama—. Ni con Elisa ni con ninguna otra. ¿Sabes la razón? Porque te quiero a ti, Helena. Porque siempre te he querido a ti. Ninguna otra mujer ha podido ni podrá conseguir reemplazarte en mi mente ni en mi corazón. Solo tú consigues que la tierra tiemble bajo mis pies. ¿Entiendes eso?
            —Ya deja de mentir, Blas —replicó Helena sintiendo el vértigo de la duda y pensando, al mismo tiempo, que no debía dejarse convencer—. Ninguna mujer ha podido reemplazarme, pero sí ha podido meterse en tu cama. Elisa lo dijo delante de ti y tú no lo negaste. Lo admitiste.
            —¿Celosa otra vez? —preguntó Blas en un tono divertido— No tienes motivo, recuerda que me odias, y te aseguro que nunca he estado con otra mujer debajo de una cama.
            —¿Cómo te atreves a hacerte el gracioso? —se enojó Helena— Me haces el favor de salir de debajo de mi cama y de mi habitación.
            —No.
            —¿Cómo que no? —preguntó Helena con temor.
            —Si salgo de debajo de tu cama solo será para meterme en tu cama.
            —No te atrevas a eso, Blas.
            —¿Por qué me mentiste, Helena? ¿Por qué me hiciste creer que Bruno era tu marido? Eras una chiquilla, solo tenías un año más que yo. ¿Por qué me dijiste que eras más mayor? ¿Por qué te marchaste?
            —No te canses preguntando, Blas. No pienso contestar a ninguna pregunta.
            —Estamos juntos, tengo todo el tiempo del mundo para que me contestes.
En lo único que no mentiste fue cuando nos conocimos. ¿Te acuerdas?

¡Cómo olvidarlo! Helena recordaba cada detalle como si hubiera pasado ayer. Que lo reconociera en voz alta iba a ser más complicado.
            —Tu padre y Arturo Corona lo planearon todo —Blas se negaba a llamar padre al dictador de Kavana—. Sabían que yo desayunaba en esa cafetería. Tu padre te citó allí, pero no apareció. Alguien te empujó cuando estabas cerca de mi mesa. Parte de mi café con leche se derramó sobre una de las páginas del libro que estaba leyendo. Fue entonces cuando levanté la vista y te vi... Sofocada, nerviosa, ruborizada, azorada. Te disculpaste enseguida y me dijiste que alguien te había empujado. El suelo ya comenzó a temblar bajo mis pies...
            —No sigas, Blas. No quiero escucharte...
            —Querías comprarme otro libro...
            —Te he dicho que no sigas. ¿Cómo te atreves a decir que mi padre lo planeó todo de acuerdo con tu padre? ¿Por qué iba a hacer eso mi padre?
            —Porque los dos hombres más poderosos del país querían tener algo en común. Y lo consiguieron. Tienen a Nico. No fue muy difícil; Jaime tenía una hija y Arturo tenía un hijo.
            —No es posible, no puede ser. No te creo.
            —Yo no miento, Helena. Mentir es una costumbre tuya, no es mía. También es una costumbre de tu padre y de Arturo. Arturo no mató a tu madre como te hicieron creer. Por eso te fuiste, ¿verdad?

Helena no respondió. Temblaba, tenía miedo de seguir escuchando. Algunas lágrimas ya resbalaban por sus mejillas. Tal vez no quería saber la verdad, tal vez prefería la mentira.
            —Nuestras madres eran amigas —continuó hablando Blas—. Emilia no es mi verdadera madre. Mi madre se llamaba Jimena, no puedo acordarme de ella. Nuestras madres iban en el mismo coche. Hubo un accidente. Las dos murieron en el acto. Tu padre culpó a mi madre por ser ella la que conducía. Poco después también culpó a Arturo. Se enemistaron y decidieron que nosotros no estuviéramos juntos. Arturo aceptó que tu padre te hiciera creer que él mató a tu madre. Y por eso te fuiste, ¿verdad? Pero no puedo entender...
            —¡Basta! Ya deja de inventar. Mi padre no pudo hacerme eso. ¡Estás mintiendo! —Helena se vio desbordada y superada por un dolor demasiado fuerte, por un dolor insoportable. Y un tropel de lágrimas mojaron su rostro.
            —No estoy inventando nada —le aseguró Blas—. Todo lo que te he dicho es cierto. Yo lo he sabido hace poco. Yo no sabía que Emilia no era mi madre, no sabía que Arturo Corona es mi padre. Tampoco sabía que tú eras la hija de Jaime Palacios. Tienes que creerme, no te estoy mintiendo. Yo no miento.
            —Y tú tienes que entender que tengo que hablar con mi padre.
            —Lo entiendo, y tú tienes que entender que necesito acariciar tu cabello. Solo eso antes de dormir. Estoy agotado, anoche no dormí y el viaje ha sido largo—Blas se aproximó a Helena, extendió su brazo y sus dedos se entrelazaron con los mechones ondulados que tanto había deseado tocar. Y varias mariposas, Helena no sabría decir cuántas, comenzaron a revolotear por su estómago y varias hormigas, tampoco sabría decir cuántas, emprendieron una excursión por su cuerpo—. Te quiero —dijo Blas con claridad.
            —Y yo, Blas TeAdoro. Maldito seas por ello —Helena no pudo evitar decir esto—. Es absurdo y ridículo que continuemos debajo de la cama. Puedes dormir aquí si lo deseas. Descansarás mejor. La cama es grande, ni siquiera nos rozaremos.

Blas aceptó esta invitación de muy buena gana.
Segundos después, ambos se encontraban metidos en una cama muy ancha, muy larga. Muy separados, pero tan cerca.
Poco a poco, y muy dichoso, Blas se fue adormeciendo. Estaba realmente exhausto.
Helena notó que dormía y, sin esperar un poco, demasiado pronto, con precipitación, se acercó a él y acarició, muy suavemente, su cabello. También ella cumplió su deseo y sonrió, feliz.
Fue audaz, atrevida, y besó, con dulzura, los labios de Blas.
No sabía, no tenía ni idea de lo que ocurriría al día siguiente, pero tampoco le importaba. Ya solo le importaba el presente, el momento que estaba viviendo, el ahora... Inolvidable, irrepetible.
Se encontraba a gusto, muy a gusto. Se sentía como ya había renunciado a sentirse. Volvía a sentir el sol.
Se confió, bajó la guardia, fue temeraria, no pensó en consecuencias,  y dejó un segundo beso en los labios de Blas.
Ignoraba que el hombre más peligroso del mundo no estaba profundamente dormido.
Y, de nuevo, se arriesgó sin saber que se arriesgaba y, de nuevo, le besó.
Este tercer beso despertó a Blas y, quizás, a ese amor que es tempestad y que sonríe cuando llueve.

Págs. 1247-1255

Hoy os dejo una canción de Río Roma... "Vive tu vida conmigo"



Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License. Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License.