EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 24 de octubre de 2019

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 148





















CAPÍTULO 148

MISMA NOCHE, DIFERENTES CIELOS


H
elena y Matilde pasaron del porche a la cocina.
La cocina era una estancia con gran espacio. Su enorme amplitud tenía una razón de ser, era también el comedor de la casona.
Allí, Helena había vivido muy gratos momentos con sus padres. Momentos inolvidables, vivencias irrepetibles. De eso hacía mucho tiempo, ya había llovido.
A Isabel Avilón, la madre de Helena, le gustaba ir al valle, a la casona. Y a Helena le encantaba también ir a la casita, como ella la llamaba, a esa casita ubicada en un territorio verde, bañado por un río y rodeado por un impresionante macizo montañoso.
En esta casa había sido feliz, sus padres habían sido felices... Helena aún podía recordar, con todo detalle, risas, charlas de sus padres que muchas veces no entendía, mucho amor.
Sí, en la casita del valle, Helena aún podía sentir todo el amor que entre aquellos muros habitó un tiempo.

La leña ardía en la chimenea y una hoguera muy viva calentaba el lugar.  Su calor  subía, reptando entre los muros de piedra, a las habitaciones.
El señor Palacios, antes de irse, dejó prendidas las dos chimeneas de la casona: la de la cocina y la de la sala de estar.
Un gran ventanal, de doble cristal, se extendía desde la encimera, fregaderos y gran parte del banco de cocina. No había cortinas, no había persianas, nada que obstaculizara poder contemplar la belleza serena del valle.
Las contraventanas de la casona, que daban ese toque de encanto y discreción, estaban abiertas. Únicamente se cerraban cuando la casa permanecía deshabitada.
La lámpara de araña, en el centro, iluminaba las paredes de piedra, las vigas de madera brillantes y pulidas, y las baldosas de terracota marrón rojizo del suelo.


Matilde había encendido la encimera y calentaba leche, que endulzaría con miel de romero, para llenar con generosidad dos tazones. Aquello sería mano de santo para ayudarlas a conciliar el sueño.
Helena había colocado a Cupido en su gastada y querida trona, donde ella había comido tantas veces siendo una niña de corta edad.
Su madre quiso conservarla, nunca quiso tirarla.
Helena podía recordar y sentir una felicidad, ya pasada, entre aquellas paredes de piedra cuando sus padres decidían, con acierto, pasar días y más días en el valle.
También podía recordar que Isabel Avilón no quería que su hija creciera. No tenía ninguna prisa. Su madre decía que su pequeña dispondría de muchos años para ser mujer y, de muy pocos, para ser niña. Debía disfrutar de su niñez.
Y Helena disfrutó mucho. Fue una niña muy feliz que creció entre algodones de color rosa, el color más bonito. Tuvo la fortuna de tener a los mejores padres... a Jaime Palacios y a Isabel Avilón.
Embelesada con sus bellos recuerdos miraba las numerosas lucecitas del cielo. Faltaba la luna, esa noche no había salido, pero saldría otra noche.

Matilde depositó los tazones, colmados de leche, sobre la gran mesa de roble. Una mesa ovalada, desnuda de mantel y vestida con un jarrón de flores que parecían naturales.
            —Quema —dijo Helena tras acercar sus labios al tazón.
            —Tendrás que soplar bastante o esperar un poco —le respondió Matilde—. He calentado mucho la leche para que tengas suficiente tiempo y puedas explicarme por qué la razón por la que nunca estarás con Blas es el mismo Blas.
            —No lo has entendido, ¿verdad?
            —La verdad es que no. ¿Cómo lo voy a entender?
            —¿Has estado enamorada alguna vez? —le preguntó Helena removiendo la leche con una cucharilla de plata.
            —No quieras cambiar de tema —suspiró Matilde.
            —No estoy cambiando de tema. Dime si has estado enamorada alguna vez.
            —No. Me gustó algún chico cuando era una adolescente, pero enamorada no.
            —Entonces en algún lugar de este raro mundo vivirá un hombre que tampoco se habrá enamorado porque no te ha conocido.
            —Y seguramente no me conozca nunca —añadió Matilde.
            —Es posible que no, pero también es posible que sí. Quizás algún día os habéis visto, quizás os habéis cruzado por la calle ignorando que estáis hechos el uno para el otro. Una vez leí algo muy parecido a lo que te estoy diciendo.
            —Pero la cuestión es que tú sí has conocido a Blas —retrucó Matilde—. Estás enamorada de él. Y sinceramente, en el hospital, yo vi a un hombre enamorado de ti. Ese hombre es Blas. ¿Qué problema hay?

De nuevo, Helena utilizó la cucharilla de plata para agitar la leche.
            —¿Te has fijado alguna vez en Miguel y en Montse?
            —Otra vez estás cambiando de tema.
            —No estoy cambiando nada. Yo sí me fijé en ellos. Son novios desde hace años, trabajan juntos tranquilamente. Sin nervios, con calma. Yo no podría, sé que no podría.
Blas me pone nerviosa, me hace perder el control. Creo que temblaría, creo que no sabría hablar, tartamudearía, me daría vergüenza todo. Absolutamente todo. Él se acabaría cansando de mí, y eso es algo que no voy a permitir que pase.
            —Helena, tenéis un hijo. Si pudiste hacer el amor con él...
            —Fue en la playa. Era de noche, nos metimos en el agua, llovía mucho... La noche nos envolvía, y no sé como sucedió. No sé como fue...
            —Estás diciéndome que por miedo a que no salga bien no quieres intentarlo. Por miedo a perder eliges perder. Eso es de cobardes.

¡¡Cobarde!!

Un arrebato de orgullo llamó a su puerta, y Helena lo dejó entrar con premura.
             —Te estás olvidando de Elisa —dijo sintiendo una punzada de dolor en su pecho—. Iba a casarse con ella.
            —Eso es lo que dijo Elisa, no lo dijo Blas —replicó Matilde—. Elisa pudo mentir.
En Markalo, antes de salir hacia aquí, le pedí a tu padre que me contara qué pasó en casa de Blas. Y me lo contó. Fue horrible, pero el objetivo de Álvaro Artiach, de ese desalmado, no era Elisa. Eras tú. Era a ti a quien quería violar y matar delante de Blas. ¿Cómo explicas eso? Ese desalmado era amigo de Blas, Blas confiaba en él y debió cometer el error de dejarle conocer sus recovecos íntimos.
¿No te das cuenta? Álvaro Artiach te eligió a ti para torturar a Blas, no eligió a Elisa.

Helena refrescó la leche del tazón con un soplido y bebió un primer trago. Aún quemaba.
            —Yo solo pensaba en la vergüenza que iba a pasar si esa bestia me violaba delante de Blas —recordó con pesar—. Estaba segura de que iba a morir de un ataque de vergüenza, y hasta eso me parecía ridículo. No era consciente del peligro. Elisa sí que era consciente del peligro, quería vivir, no quería morir... No puedo olvidar su llanto, sus gritos... Si Blas y yo estuviéramos juntos después de aquello, ella nos maldeciría desde algún lugar. Nadie puede ser tan feliz, nosotros tampoco, Elisa no lo permitiría, algo terrible sucedería...
            —Helena...
            —¡NO! No quiero escucharte más —De un brusco manotazo volcó el tazón, y la leche endulzada con miel se derramó sobre la mesa de roble. Se levantó, alterada—. Blas y Elisa no solo compartieron casa, también compartieron cama... Blas jamás me comparará con Elisa ni con nadie, no le daré esa oportunidad.

Helena huyó de la cocina, salió corriendo al pasillo con forma de ele, cruzó la sala de estar, subió los escalones de la escalera de caracol, entró en la alcoba de sus padres, se echó en la cama donde sus padres se habían amado, y sepultó su rostro en la almohada. Quiso llorar, pero no pudo. Y el dolor se hizo más intenso.
Un baño de luz iluminó su melena ensortijada. La luna había salido.

Matilde limpió con una bayeta el charco de leche de la mesa de roble. Todos los muebles de la casa eran de roble. Era una buena madera, muy apreciada en ebanistería.
Poco a poco, y soplando, bebió la leche de su tazón. Enjuagó tazones y cucharillas en el fregadero y los metió en el lavavajillas.
En la casona del valle gozaban de la tranquilidad de la montaña perfectamente combinada con todas las comodidades que garantiza la vida urbana.
Pensó en subir a acostarse, estaba cansada, iba a apagar la luz de la cocina, pero de pronto miró al ángel Cupido que ocupaba la trona.
            —Ella te eligió de pequeña —le increpó, enojada—. Fuiste su favorito. Podías ayudarla un poco.

Apagó la luz, sorprendida. ¿Le había hablado a una figura? Se estaba volviendo loca.
                                                                                  ∎∎∎


La única persona que hubiera podido consolar a Helena, el único hombre que poseía el opiáceo para lograr que desapareciera por completo el intenso dolor que la oprimía, estaba sentado en un banco del jardín de su casa en Aránzazu.
También era de noche, pero con un cielo muy diferente al del valle de Markalo. No había estrellas, no había luna, solo oscuridad, y una brisa helada que mecía las largas hojas de las palmeras y las finas, cortas y tupidas del césped.
Los farolillos encendidos iluminaban el entorno, y Blas veía la casa de la familia Hernández, una casa desierta, una casa sin rastro de vida.
Allí, sentado, sin sueño, esperaba, deseaba que llegara el amanecer, que llegara un nuevo día. ¡Pero qué lentas pasan las horas cuando anhelas que corran!
Nicolás estaba en casa, en su habitación, había firmado su alta voluntaria. Los médicos le miraron mal, por su forma de mirarle supuso que lo tacharon de ser un padre irresponsable. Pero los señores doctores, por muy preparados que estuvieran para ejercer su trabajo, para salvar vidas, no conocían a su hijo. No conocían al hijo de Helena Palacios.
Nicolás, tras enterarse de todo lo sucedido, se negó a seguir hospitalizado. Su negativa era firme, totalitaria, y él se vio incapaz de obligarle a quedarse. Cualquier intento hubiese sido estéril. ¿Cómo se detiene la erupción de un volcán?

Nicolás tampoco dormía, se removía en la cama, inquieto. Pensaba en Lucas y sentía tanta pena por él. También estaba preocupado por Natalia, la llamaría por la mañana, tenía que hablar con ella. Y los remordimientos le acorralaban... La imagen de Luis persiguiendo a Cruz en el jardín se escenificaba en su mente de un modo constante.

Marcos tampoco dormía. Los remordimientos también le acorralaban. ¿Por qué nunca le contó a Blas Teodoro al maltrato que eran sometidas su madre y su cuñada?

Bibiana tampoco dormía. Recordaba una y otra vez como la había mirado Nicolás después de que sus labios se rozaran sin querer. Jamás olvidaría esa mirada. Pero no podía ser, debía olvidarse de todo y recordar que Nicolás quería a Natalia. Por ella sentía cariño, nada más.

Emilia Sales tampoco dormía. Le había contado casi todo a Blas a lo largo del día. Casi todo, porque había algo que nunca le contaría. Tobías no sufrió un accidente. Era un buen policía en Luna y un gran amigo de Blas. Indagó demasiado, tras el violento asesinato de Víctor Márquez, y averiguó que Helena era la hija de Jaime Palacios. Iba a decírselo a Blas, y Arturo Corona lo condenó a la pena capital. No, nunca se lo contaría a Blas.

Estela tampoco dormía. Estaba muy angustiada por su hija y por esos celos enfermizos que ya la dominaban y la iban a conducir a saber dónde.

Gabriela tampoco dormía. En efecto, sus celos enfermizos ya la conducían por un camino equivocado. Furia y venganza reinaban en su cabeza. ¿Cómo podía vengarse de los desaires de Blas? ¿Qué podía hacer para dinamitar sus planes con Helena? Y, de repente, una mala idea se instaló en su mente, y una maléfica sonrisa afeó su rostro.
Sí, iba a vengarse de Blas. Ya sabía cómo. Ya podía dormir.

El señor Francisco dormía a pierna suelta y roncaba felizmente. Había recibido con un fuerte abrazo a Blas y a Nicolás. Su aprecio hacia ellos era sincero.
Fue el cocinero de la casa y el que más comió. Todos parecían haber perdido las ganas de comer. Él no. Tenía buen estómago y buen apetito. No perdonaba una comida por nada del mundo. Comer era un placer. Dormir también.

Págs. 1202-1210


Hoy dejo una canción de Axel Fernando... "Si va a ser, será"




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This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-ShareAlike 3.0 Unported License. Creative Commons License
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