EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 8 de agosto de 2019

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 146





















CAPÍTULO 146

ÁNGEL CUPIDO


J
aime Palacios llamó a la puerta de la habitación de Helena. Como imaginaba, no obtuvo respuesta. Esperó unos segundos y entró. Como también imaginaba, su hija estaba allí.
Sobre la alfombra de lana, tenía una maleta abierta que llenaba con prendas de vestir.
El señor Palacios se sentó en una mecedora, su mirada se dirigió al gran cabecero de madera de la cama.
El salvaje rugido de un trueno le hizo desviar su mirada hacia la ventana.
La lluvia, muy violenta, continuaba su gesta. Parecía querer ser eterna, querer ser recordada, y enviar al sol a un confín del cielo muy alejado de Markalo. Al destierro.
            —Helena, en el valle tienes todo lo que necesites. No sé por qué quieres preñar a esa pobre maleta —comentó Jaime Palacios.
            —¿Cómo se te ocurre decir que yo quiero preñar una maleta? Deberías utilizar un lenguaje menos vulgar, papá.

El señor Palacios sonrió; había utilizado ese verbo a propósito sabiendo que su hija le amonestaría de inmediato.
            —Disculpa, pero es que estoy bastante alterado porque es muy arriesgado viajar al valle con esta tremenda tormenta —dijo a continuación—. En cuanto mejore el tiempo, yo mismo te llevaré.
            —Sé conducir y conozco muy bien el camino —replicó Helena.
            —He dicho que te llevaré yo.
           —Has dicho eso y otros muchos disparates. ¿Cómo has podido decir que Blas mató a tres hombres? Sabes que no es cierto.
            —Helena, cuando tú y Matilde estabais en esa casucha de Aránzazu y bajé a la calle a esperaros, llamé a Arturo. Él me contó que Blas había matado también a Ismael Cuesta y a Matías Hernández. Arturo se mostró muy satisfecho y orgulloso de los crímenes cometidos por su hijo.

Helena dejó de meter ropa en la maleta. Su padre tenía razón, no necesitaba llevarla al valle. Ni ella misma sabía el porqué de su empeño en llenar la maleta. Miró al señor Palacios, incrédula.
            —Arturo ha podido mentirte —logró decir.
            —No, no me ha mentido. He hablado con un oficial de mi absoluta confianza. En casa de Blas hallaron tres hombres muertos y una mujer. Y en la casa pequeña, la de los trabajadores, había otro hombre muerto y dos mujeres.
            —¿Qué estás diciendo? — Helena se sentó en la cama dándole la espalda a su padre. La luz de un relámpago iluminó su rostro desencajado.


Jaime Palacios, por un instante, observó la estantería atestada de libros. A Helena le encantaba leer. Patricia no se había equivocado, la niña lectora retratada en el cuadro era ella.
            —Sí, es muy posible que Blas matara a Ismael Cuesta —admitió Helena tras un breve silencio—. Ismael Cuesta era un miserable. Él y Alfredo Soriano, el padre de Lucas, torturaron a ese pobre chiquillo para obligarle a matar a Nico. Le metieron un pie en agua hirviendo, lo drogaron. Lo aterrorizaron hasta hacerle perder la razón. Yo estuve en la comisaría donde estaba detenido ese padre atroz, y deseé hacerle lo mismo que él le hizo a su hijo. Lo deseé, pero me marché sin verle.

La nuez del señor Palacios se movió con dificultad, le costó tragar saliva, y sus músculos se tensaron.
            —En ese caso, Ismael Cuesta está bien muerto. Pero Alfredo Soriano está vivo y va a saber lo que se siente con un pie sumergido en agua hirviendo. Sí, lo va a saber.
            —Papá, deja que la justicia se encargue de él —le pidió Helena.
            —¡Ese hombre es policía! —exclamó Jaime Palacios, muy erizado— ¿Qué clase de policía tenemos en Kavana? ¿Qué clase de hombre es capaz de hacerle tanto daño a su propio hijo? ¡Eso no es un hombre, es un monstruo! Y como a tal se le debe tratar.
¡Deja de darme la espalda! No me gusta hablar con alguien que no me mira.

Helena se levantó y se sentó al otro lado de la cama, frente a su padre.
            —Lo que no puedo entender es que Blas haya matado a Matías Hernández —dijo, confusa—. Ese hombre trabajaba en su casa, estaba atado. No era cómplice de Álvaro Artiach ni de Ismael Cuesta. No puede ser cierto. No tiene sentido.
            —No te tortures tú ahora —comenzó a decir el señor Palacios, pero el rugido de un trueno que pareció querer quebrar el cielo lo interrumpió—. ¡Maldita tormenta! —rugió también, furioso. No soportaba ver sufrir a su hija. Eso no—. Por lo visto, Matías y su hijo mayor se divertían golpeando a sus mujeres. La nuera de Matías mató al hijo mayor, y Matías la mató a ella y a su esposa.
No, Blas no es un asesino. No te tortures más. Si alguien osara solo rozarte, sin tu consentimiento, yo también lo mataría en el acto.
            —Eso no va a pasar, papá. No tienes de qué preocuparte. Pero sí necesito que me prometas algo. —Los oscuros ojos de Helena se clavaron en las pupilas de su padre. —Yo estaré en el valle hasta que se celebren las elecciones. Luego regresaré. Pero tienes que prometerme que, si las ganas, no harás daño a Blas ni a Arturo Corona. No quiero más guerra, no quiero más enfrentamientos ni venganzas, quiero paz.

La lluvia seguía llamando, insistente, al cristal de la ventana.
            —No tengo ningún inconveniente en dejarlos en paz, siempre que ellos me dejen a mí —declaró el señor Palacios—. Hay algo que ronda por mi cabeza, y debo preguntártelo. Antes de responderme, recuerda que soy tu padre. ¿Estás enamorada de Blas Teodoro?

Helena se sonrojó súbitamente, y bajó su mirada hacia la alfombra. Jamás hubiera esperado esa pregunta por parte de su padre.
            —Blas es el padre de mi hijo.

Jaime Palacios medio sonrió.
            —No te he preguntado eso. Te he preguntado si estás enamorada de Blas Teodoro. Quiero saber si lo amas.

El apuro por el que estaba pasando Helena hubiese sido visible incluso ante la vista de un ciego.
            —Eso no debe preocuparte —dijo Helena—. ¿Qué más da lo que sienta por Blas? Nunca estaré con él.
                                                                                           ∎∎∎

Maura continuaba con su disgusto en su territorio, en la cocina, ese era su reino. Allí se sentía bien, se sentía segura. Allí había preparado los mejores guisos, los mejores almuerzos, los mejores condumios que se podían degustar no solamente en Markalo, sino en toda Kavana.
Sus dos ayudantes, resignadas a su suerte, se vieron obligadas a escuchar sus repetidos lamentos.
            —Espero que, a la hora de la comida, la señorita Helena se haya marchado —estaba diciendo en aquel momento—. Ha arruinado el desayuno y estoy convencida de que arruinará la comida.
Siempre ha sido una consentida del señor Palacios, y mucho más desde que el pobre señor enviudó.
¿Cómo es posible que esa mujercita no sepa apreciar una buena comida?

Ninguna de sus dos ayudantes le respondió. Siguieron soportando, estoicamente, la afrenta a su ego.
            —Recuerdo que, en una ocasión, me dijo que no era de buena educación estar observando cómo comen los demás —rememoró con un resquicio de rencor—. Y en otra ocasión que sería mejor no recordar, pero me resulta imposible no hacerlo, tiró del mantel de la mesa y lo volcó todo. ¡Qué desastre! Entonces aún vivía la señora.
Esta tormenta tiene que parar, y que se marche al valle o a su casa. Lo que quiero es que se vaya.
Si a la hora de comer no se ha ido, una de vosotras estará en el salón. Yo no. Prefiero no presenciar los desatinos de esta mujercita. Y, desde luego, no me los contéis o enfermaré sin remedio.
                                                                                   ∎∎∎

Matilde Jiménez se sorprendió cuando Jaime Palacios le entregó un hermoso y joven ángel Cupido. Estaba sola. Patricia, entusiasmada, se había ido con el mayordomo.
Jacobo era un hombre amable y jovial, pese a que su aspecto dijera todo lo contrario, y se ofreció a enseñarle cada rincón de la gran mansión.
            —Se lo das a mi hija cuando estéis en el valle, y yo me haya marchado. Recuerda esto, cuando yo me haya marchado—remarcó el señor Palacios.
            —Pero no entiendo...
            —No es imprescindible que tú entiendas nada —se alteró el señor Palacios—. Ella lo entenderá, y eso es suficiente. Eligió este ángel cuando era una mocosa. Mi esposa lo guardaba. Quiero que lo tenga ella, ella lo eligió entre muchos otros.
Tal vez así entienda que no me opongo a que ame a Blas Teodoro, sé que lo ama.
Acostumbrado a ser soberbio, también lo he sido con mi hija. Me creí superior a ella, me distancié de ella, y llegué a creerme que nunca le perdonaría que amara a Blas. Pero no, nada más lejos de la realidad. Lo único que me importa es que mi hija sea feliz. Absolutamente nada más.
Muy a mi pesar, creo que Blas Teodoro es el hombre idóneo para ella, y yo no seré un obstáculo. Antes que político y antes que hombre, soy padre.
            —¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Matilde, sumamente extrañada.
            —Perfectamente.
            —No estoy segura de que usted sea el obstáculo —dudó Matilde.
            —¿Es Arturo Corona?
            —No lo sé.
            —¡No sabes nada! —exclamó Jaime Palacios, sulfurado— Pues tu misión va a ser averiguarlo. Sé que mi hija quiere a Blas, averigua por qué razón me ha dicho que nunca estará con él, y házmelo saber. Haz algo productivo. En el valle, cuando yo me haya ido. No tardes en averiguarlo, y no tardes en ponerte en contacto conmigo.


Matilde volvió a quedarse sola con el ángel entre sus manos. Lo miró, cogitabunda, sin pensar en nada. Los ojos del joven alado tenían algo peculiar. La miraban fijamente, también pensativos, y sin pensar en nada.
La mujer se estremeció de repente. Sí estaban pensando. Ambos pensaban en Blas y Helena.
¿Qué tenía aquel ángel de mirada hechizante? La marea invadía su cabeza, subía y bajaba.
                                                                                        ∎∎∎


Francisco Torres abrió la puerta del jardín y miró, beligerante, a Estela y a Gabriela.
            —¿A qué es debida tanta prisa? ¿Quieren quemar el timbre o quieren que me rompa una pierna? —les gritó con su acostumbrado mal carácter.
            —No es culpa nuestra que te sobren bastantes kilos —replicó la señora Estela, malhumorada.

El comentario de la mujer todavía soliviantó más al hombre.
            —¿No han traído a la bestia? —preguntó, desconfiado.

"Bestia", era la manera peyorativa como llamaba el señor Francisco al rottweiler de Gabriela. Nunca le gustó ese perro, y los gustos del señor Francisco no habían variado. Sus malos modales tampoco.
            —Por favor, Francisco, venimos agotadas. Necesitamos descansar —dijo Estela, hastiada.
            —Pasen y descansen, y ya que están aquí, me acercaré al hospital a ver a Blas y a Nico.
            —No se lo aconsejo —replicó Gabriela con frialdad—. De allí venimos. Blas nos ha echado de la habitación de Nico sin muchas contemplaciones.
            —¿Ha empeorado el chico? —preguntó el hombre, preocupado.
            —No, quien ha empeorado es Blas —respondió Gabriela—. Piensa comprarle un vestido a Helena y regalárselo lo antes posible. Le he dicho que no me parecía una buena idea, que no creía que ella lo mereciera.
            —¿Y por eso las ha echado? — indagó el señor Francisco, asombrado.
            —¡Sí, por eso! —exclamó Estela—. Antes de pedirnos que nos fuéramos, nos ha dejado muy claro que, a pesar de todo, Helena es lo mejor que le ha pasado.
La verdad es que Blas siempre ha estado enamorado de esa mujer, y debemos respetar sus sentimientos.

Gabriela le dedicó una mirada de gran dureza a su madre. Una mirada que al señor Francisco no le pasó desapercibida.
            —¿Qué mosca le ha picado a su hija? —preguntó cuando Gabriela se alejaba de ellos e iba hacia la casa.

 La mosca de los celos, pensó Estela con un deje triste, una mosca que deja un veneno muy peligroso en el cuerpo de sus víctimas.

Por supuesto, no compartió sus pensamientos con el señor Francisco.
            —Necesita descansar —le respondió—. Y yo también. 

Págs. 1184-1192


Hoy os dejo una canción de Morat... "Besos en guerra"



                                                           
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