EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 9 de mayo de 2019

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 145



























CAPÍTULO 145

CIEN SIGLOS DE PERDÓN


M
atilde entró en la habitación de Helena cuando ya la tormenta se había desatado en Markalo.
Fogonazos de luces rasgaban un cielo cargado de nubarrones oscuros, y estrepitosos truenos sacudían a ese mismo cielo.
Llovía a torrentes. Millares de gotas de agua acribillaban los cristales, con furia, pretendiendo punzar el vidrio. Derrotadas, se deslizaban tras su empeño sin éxito. Les seguían otras.
            —Mal día para salir de compras —dijo Matilde sorprendiendo a Helena, que no se había percatado de su llegada. De inmediato, ocultó la foto de Blas bajo la sábana.
Matilde no comentó nada al respecto, fingió no haberse dado cuenta.
            —La verdad es que no me apetece acompañaros, y no es porque llueva. Me gusta la lluvia, pero detesto ir de compras. Podéis ir tú y Paddy —repuso Helena.
            —¿Vas a contarme por qué hemos salido a toda prisa de Aránzazu? ¿Por qué ni siquiera has visto a Nico? —preguntó Matilde sin rodeos.


Un gesto en el rostro de Helena expresó, sin palabras, el malestar que le provocaron las preguntas de su amiga. Un trueno ensordecedor estalló en el exterior de la habitación.
            —¿Cómo es posible que tenga que explicártelo? ¿Cómo es posible que no lo entiendas? —replicó, molesta— Elisa ha muerto, la mató Álvaro Artiach. Yo estaba allí, yo lo vi. Jamás debí ir a casa de Blas, debí pensar, debí avisar a mi padre. ¡Ha muerto por mi culpa! Se iba a casar con Blas. ¿Has olvidado que se iban a casar? ¿Has olvidado que compartían casa y cama? Yo pensaba que solo compartían casa en épocas de vacaciones, pero no... también compartían cama.
Quizás Blas piensa que yo me alegro de su muerte, y no es cierto. No quiero volver a ver a Blas, nunca le perdonaré que haya compartido cama con otra mujer. Eso no.

Todo lo dicho por Helena no convenció a Matilde, pero Helena estaba obcecada y era materialmente imposible hacerla entrar en razón en aquel momento. Quizás en el valle podrían conversar con la tranquilidad y el sosiego necesarios.
            —¿Y Nico, qué me dices de tu hijo?

Helena suspiró, cansada.
            —El primer día de clase, en el instituto, pedí a Paula que les dijera a los alumnos que hicieran una redacción sobre sus madres —recordó con dolor—. Nico escribió que su madre lo abandonó cuando tenía tres años, no podía recordarla, y no quería imaginar ni pensar nada sobre ella porque le daba igual.
Nico es feliz con Blas, y con Blas va a seguir. A mí no me quiere, a mí no me necesita.
No quiero seguir hablando sobre esto.
¿Crees que estará lloviendo en Aránzazu?
                                                                             ∎∎∎

En Aránzazu no llovía. Sin embargo, también se había desatado una feroz tormenta en la habitación del hospital donde estaba ingresado Nicolás. No era una tormenta de agua, no era una tormenta eléctrica, era una tormenta de palabras tan ruidosas que reventaban como truenos.
Nicolás estaba ansioso, deseaba salir cuanto antes en busca de Helena; y Blas se negaba alegando que debía permanecer un mes en el hospital.
La señora Sales se vio incapaz de sofocar la airada discusión entre padre e hijo.
            —¡Tenemos que ir a raptarla! ¡No podemos perder el tiempo! —gritó Nicolás, excitado.
            —Nico, los médicos me han dicho que lo más prudente, después de lo que te ha pasado, es que permanezcas un mes en el hospital. Tienen que observar tu evolución.
            —¡No me importa lo que digan los médicos! ¡Yo me encuentro bien! Pediré el alta, tú también la pediste cuando estuviste en el hospital. Me acuerdo muy bien.
            —Me alegra que tengas tan buena memoria. Es cierto, la pedí, pero es que da la casualidad que soy mayor de edad. Soy un hombre adulto responsable de mis actos, pero tú eres un crío de quince años. Nadie te dará el alta sin mi consentimiento y no pienso consentir.
            —¡No estaré un mes aquí! ¡No estaré! —vociferó Nicolás, embravecido— Un mes es mucho tiempo. Ahora sabemos que mi madre está en Markalo, pero se puede marchar y volver a desaparecer. ¿Quieres que pase eso?
            —Por supuesto que no, no quiero que pase y no pasará. Ahora sé cosas, dispongo de una información que antes no tenía. Tu madre no volverá a desaparecer, te lo aseguro.
También te aseguro que tú no la quieres más que yo, ni tampoco tienes más ganas que yo de volverla a ver.
Y está bien, no estarás un mes. Quince días.
            —Una semana. Ni un día más o me escaparé —amenazó Nicolás.

Blas se rió forzado, se rió nervioso.
            —Eres igualito que tu madre. Igualito.

La señora Sales sonrió puesto que sabía cuánto le gustaba a Blas que Nicolás se pareciera a Helena.
            —Una semana —repitió el chiquillo.
            —Está bien, una semana.
            —¿Me lo prometes?
            —¿Es necesario?
Nicolás asintió con la cabeza.
            —Muy bien, te lo prometo, aunque no sé si tendré tiempo de conseguir lo que quiero.
            —¿Qué es lo que quieres? —indagó Nicolás con curiosidad.
            —Quería volver a regalarle a tu madre el vestido que le regalé un día, hace doce años, y que ella ha quemado en uno de sus arrebatos.

Nicolás vio como los ojos de su padre brillaban ilusionados.
            —¡Me parece un detalle fantástico, una idea genial! —exclamó contento y emocionado. Y sonrió, y aparecieron en sus mejillas los hoyuelos que tanto gustaban a Blas. Y los ojos de Blas brillaron mucho más.
            —A mí no me parece una idea genial. Blas, ¿de verdad crees que Helena merece eso? Yo no lo creo.

Blas, Nicolás y Emilia miraron hacia la puerta. Estela y Gabriela habían entrado  sin que ellos se dieran cuenta, y era Gabriela quien terminaba de dar su opinión.
Otra tormenta de palabras, mucho más dañina que la anterior, amenazaba con anegar la habitación.
                                                                                  ∎∎∎


En Markalo continuaba lloviendo.
Jaime Palacios, Helena, Matilde y Patricia estaban sentados alrededor de una mesa redonda, grande y pesada. Un mantel blanco la cubría acompañado de servilletas de un blanco tan inmaculado como el mantel.
Patricia buscó una mancha o una arruga, pero ninguna tara encontró.
La muchacha se sentía dichosa, feliz, guapa. Se había puesto un vestido de cuando Helena era una jovencita. La elección no fue sencilla entre decenas de vestidos preciosos. Y en cuanto se miró en un espejo ya no tenía duda de que era la princesa de un palacio. O tal vez la reina.
La abundancia de comida en la mesa era casi escandalosa.
Maura, la cocinera, no había permitido que ninguna de sus dos ayudantes fuera al salón. Le correspondía estar a ella y allí estaba; orgullosa, erguida. Quería presenciar con sus propios ojos como se deleitaban con los manjares que había preparado con gran esmero.
Esperaba que el señor Palacios la felicitara como siempre lo hacía; aunque haciendo honor a la verdad, también recelaba.
Conocía a Helena, sabía que no gozaba con el placer de la comida, y que era incapaz de apreciar su buena mano en la cocina.
Patricia creyó que podría quedarse dormida en su silla de patas torneadas con un tapizado muy mullido y de cómodo y alto respaldo. A continuación, admiró la lámpara de araña que iluminaba la estancia. Tenía múltiples brazos adornados con numerosos colgantes de cristal. La lámpara era fastuosa e irradiaba majestuosidad.
Las paredes relucían trajeadas con un papel pintado con flores que rompía con la oscuridad de los colores caoba de la madera de los muebles.
Había grandes jarrones y un baúl antiguo.
Patricia observó las patas de un sofá, eran semejantes a garras de animales.
A continuación, su atención fue absorbida por un cuadro donde estaba retratada una niña leyendo. Aquella niña era la viva imagen de Helena.
¡Cuánto le gustaría que un pintor de renombre la tomara a ella como modelo!
En la chimenea, un fuego muy vivo calentaba un salón que Patricia hubiera definido en tres palabras. Romántico, refinado y elegante.
Lo que ignoraba Patricia es que aquel no era el salón principal de la mansión.
            —Paddy, ¿no tienes apetito? —le preguntó Helena— Aunque no me extraña que así sea. ¡Con tanta comida sobre la mesa es difícil saber por donde empezar!

Maura frunció los labios, agraviada por el comentario de Helena.
            —Se empieza por una cosa y se sigue por otra —dijo el señor Palacios dejando a un lado el periódico que estaba hojeando—. Y no te preocupes por los demás, tú tampoco has empezado a comer nada.
            —Creía que estabas leyendo el periódico —respondió Helena cogiendo de un cestillo de plata unas cerezas de aspecto muy sabroso.

Patricia pensó que Helena tenía razón, era difícil elegir qué comer en primer lugar. ¡Se veía todo tan exquisito! Se decidió por probar una tostada untada con tomate y con unas finas lonchas de jamón encima. El pan, recién horneado, aún estaba caliente y ¡qué sabor tan delicioso tenían tomate y jamón!
            —A pesar de ser hombre puedo hacer dos cosas a la vez. Leer el periódico y saber que no habías empezado a desayunar —replicó el señor Palacios a su hija—. También sé que Blas Teodoro es un asesino, digno hijo de un dictador. Digno hijo de Arturo Corona. De tal palo...
            —Te ruego que no sigas, papá —le interrumpió Helena, alterada—. Blas puede ser muchas cosas, pero no es un asesino. Recuerda que tú también querías matar a Álvaro Artiach. ¡Ese hombre era un monstruo!
Por otra parte, si a quien roba a un ladrón se le otorga cien años de perdón, es más justo reconocerle cien siglos de perdón a quien mata a un asesino.
            —¿Blas mató a Álvaro Artiach? —preguntó Patricia. Nadie le contestó, y añadió— También debería haber matado a Ismael Cuesta.
            —Lo ha hecho —afirmó el señor Palacios—, y también le disparó a bocajarro a un hombre que estaba maniatado.

Matilde suspiró, consternada. Maura se santiguó.
            —Ya deja de inventar barbaridades, papá —pidió Helena.
            —Eres tú quien ha inventado los cien siglos de perdón. Yo todavía no he inventado nada. Todo lo que he dicho es cierto.
            —¡No puedo más! —exclamó Helena sintiéndose realmente indispuesta— ¡Quiero irme al valle ya!
            —Helena, está lloviendo a mares. Tendrás que esperar.
            —Como si llueven océanos. ¡No esperaré! —aseguró levantándose, y saliendo muy rápida del salón.
            —Todo esto es culpa tuya —acusó Jaime Palacios a Matilde—. Absolutamente tuya.
            —Yo no me quiero ir al valle —dijo Patricia—, quiero quedarme aquí.

El señor Palacios la miró con severidad.
            —Te seré muy franco, me importa muy poco lo que tú quieras, no me importa nada —espetó, enojado. Y también se marchó del salón tras los pasos de Helena.

Maura regresó a la cocina decepcionada y sombría. Jaime Palacios no la había felicitado como hacía siempre, y el desayuno había sido un auténtico desastre. Y de aquella calamidad la única responsable era Helena. ¡Deseaba que se fuera cuanto antes!

Matilde vio la cara de desaliento de Patricia e intentó reconfortarla.
            —Sigue desayunando y no te preocupes por nada.
            —El padre de Helena me da miedo —masculló la niña, compungida.

Matilde le pasó un brazo por los hombros.
            —No le tengas miedo —le dijo—. Jaime Palacios  puede parecerte feroz, brusco, maleducado... pero solo es un hombre muy preocupado por su hija. Él nunca te haría daño, Paddy.

Págs. 1175-1183

Hoy dejo una canción de Juan Pardo... "Sin ti"




                                                             
                                 
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