Ginger sigue siendo la imagen de La Estación... entonces, es con él, con quien voy a despedir la segunda parte de El Clan Teodoro-Palacios
Aquí tenéis el último capítulo, titulado... "Gritos desgarradores"
CAPÍTULO 130
GRITOS DESGARRADORES
E
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El Amor, tragando lágrimas amargas, sonrió. Sabía lo
que iba a pasar, pero antes tenía que suceder algo que aquel Destino infame no
iba a poder evitar.
—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó Helena solo por ganar tiempo. Demasiado
bien escuchó las últimas palabras de Blas mas necesitaba serenarse, recuperar
la calma que se le estaba escapando tan rápida como viaja la luz, organizar las
ideas que andaban revueltas en su mente sin permitir que pensara con claridad.
—Te lo repito con mucho gusto. He dicho que quiero un
beso de amor.
Una sombra mudó los semblantes de Arturo Corona y
Jaime Palacios.
—Blas no ha olvidado a Helena. Tenía razón Emilia —murmuró el dictador.
—Mi hija no es fácil de olvidar, pero tu hijo sí. Mi
hija lo ha olvidado —respondió
Jaime Palacios con orgullo paterno.
—El señor Teodoro dijo que no era un hombre cabal y que estaba
desquiciado. Lo dijo delante de todos, todos le escuchamos, todos somos
testigos de su locura —susurró Eduardo Cardo asomando un poco la cabeza por
encima del respaldo de la butaca que tenía delante. Su curiosidad comenzó a ser
más fuerte que su miedo, como les sucede a los gatos tantas veces.
—Yo no veo a un hombre desquiciado, solo veo a un
hombre enamorado —replicó Hipólito Sastre. Profesor,
compositor y amante de la música, era un admirador de la belleza en cualquiera
de sus manifestaciones—.
Y lo que todos sabemos, aunque muchos no lo quieran admitir, es que es el mejor
director que ha pasado por este instituto.
—¿Qué quieres un beso de amor? —interpeló Helena sin entender por qué no se abría el
suelo y la engullía la tierra—
Has perdido el oremus, de eso no hay duda.
—Sí, lo he perdido —reconoció Blas—. Te dije que un hombre enamorado era un hombre peligroso. Lo que no te dije es que un hombre enamorado no se cansa de esperar, pero cuando llega el momento ya no
aguarda ni un segundo más. ¡Doce años, Helena! ¿Quieres que te cuente cuántos
meses, días, horas, minutos y segundos hay en doce años? ¿Quieres que te cuente
lo lentos que pasan los días?
—No preciso de esa información, muchas gracias —Hubo una tregua de silencio.
Blas tenía sus ojos clavados en el rostro de Helena;
ella no podía mirarle, le faltaba valor y seguía preguntándose por qué no se
abría el suelo. Retrocedió dos pasos y Blas avanzó dos pasos.
La aludida profesora de inglés sonrió, satisfecha y halagada.
—¡Por Dios! ¡Por Dios bendito! —exclamó Blas, alterado— ¿Me has visto muy sorprendido cuando acabo de descubrir que no eres Mikaela? ¡Por supuesto que reconocí el vestido! ¿Te fijaste en que cogí de la mano a Soraya? ¿Celosa?
—No vas a poder huir, Helena. Esta vez no. ¿Por qué quieres escapar de mí? ¿Tan difícil es que entiendas que te amo?
—¿De qué amor hablas? Debo recordarte que ayer no
reconociste el vestido que me regalaste, y que te fuiste cogido de la mano de Soraya.
La aludida profesora de inglés sonrió, satisfecha y halagada.
—¡Por Dios! ¡Por Dios bendito! —exclamó Blas, alterado— ¿Me has visto muy sorprendido cuando acabo de descubrir que no eres Mikaela? ¡Por supuesto que reconocí el vestido! ¿Te fijaste en que cogí de la mano a Soraya? ¿Celosa?
—¿De qué celos hablas? Debes saber que quemé el
vestido en cuanto llegué a casa.
Los dos soldados, los dos policías, y todos los
profesores, exceptuando a Paula Morales, no entendían como don Arturo Corona no
daba la orden de detener al director de Llave de Honor. Era lógica su extrañeza
ya que todos ignoraban, salvo Paula Morales, que Blas Teodoro era el hijo del
dictador de Kavana. Y Arturo Corona sospechaba, con absoluto acierto, que Blas
no se dejaría detener por las buenas ni por las malas.
E impotentes, Arturo Corona y Jaime Palacios, los
hombres más poderosos del país, observaban y escuchaban a sus respectivos
hijos.
—Ese vestido te lo compré con mucha ilusión —Los ojos de Blas llameaban—. Pero no importa, dejémonos de palabras y pasemos a
la acción.
Blas avanzó, y Helena retrocedió. ¿Por qué no se abría el suelo, por qué no
podía atravesar la gruesa pared de ese maldito salón de actos?
—No te atrevas a dar un paso más, Blas —dijo, muy agitada—. Debes saber que te odio con todas mis fuerzas.
A Nicolás le disgustaron estas palabras.
—Que me odies no me supone un problema para besarte —declaró Blas.
—Debes saber que estoy casada.
El intento desesperado de Helena por evitar un beso
para el que no se sentía preparada hizo mucho daño a Nicolás, y también a Blas.
El muchacho pensó que su padre iba a rendirse, pero
la rendición no era la salida de un hombre valiente ni era la salida de un
hombre que amaba a una mujer más que a su vida, y nada ni nadie podía cambiar
este sentimiento.
—Eres un poco descuidada —manifestó Blas—, deberías llevar alianza —agregó tras mirar las manos de Helena, y sus dedos
desnudos de anillos—.
Pero tampoco es un problema que estés casada para que yo te bese. No creo en el
matrimonio. Hablaré con tu marido pacíficamente, y le haré entender que se ha
casado con la mujer equivocada.
—No cree en el matrimonio —murmuró Jaime Palacios, airado—. Tu hijo es un alterador del orden y de la
estabilidad social... un subversivo, en definitiva.
—La culpa de todo lo que está sucediendo la tiene tu
hija. ¿Qué hace aquí? ¿Qué diablos hace aquí? —respondió Arturo Corona, colérico.
—¿Puedes
hacerme el favor de mirarme a los ojos? —estalló Blas— Algo ocultas cuando no me miras. ¡Mírame te digo! O me miras o te beso, tú eliges.
Ante semejante amenaza, Helena se arriesgó y le miró
a los ojos.
Todo riesgo conlleva consecuencias. El Amor estaba
aguardando la ocasión, el momento oportuno, muy seguro de que llegaría, y
aprovechó este contacto visual para envolverlos a ambos pero, sobre todo, para
desarmarla a ella.
Helena quería hablar, decirle a Blas que aquello era
un espectáculo vergonzoso, que no volviera a gritarle, y que no se atreviera a
amenazarla.
Quería decirle muchas cosas mas ningún sonido salió
de su garganta. Temió que iba a tartamudear, que iba a ser incapaz de unir sus
palabras, ya no era propietaria de ellas.
Y de repente sucedió, Blas acarició muy suavemente,
con excelso cuidado, las huellas del golpe que Ismael Cuesta le había asestado.
Sentir las yemas de los dedos de Blas, en su
mejilla, hizo estremecer a Helena; una corriente recorrió y circuló por su cuerpo inmóvil. No podía moverse, una fuerza poderosa la mantenía sujeta
al suelo. Y la marea subía, el rumor de las olas se elevaba, llegaba la
tempestad.
¿Y cómo huir, cómo echar a correr
si no podía moverse? Iba a caerse, iba a desmayarse, tal vez iba a morir. Lo
que era seguro es que iba a hacer el mayor de los ridículos que ninguna mujer
hubiese hecho antes.
Y de repente volvió a suceder, una lágrima fue la
culpable, la responsable, de que el miedo y el ataque de ansiedad de Helena
desaparecieran. Una lágrima que se deslizaba por el rostro de Blas, esta
lágrima hechizó a Helena.
“No, te equivocaste, Blas. Dios no me hizo
para llenar tu vida de sonrisas y
también de dolor. Dios me hizo para llenar tu vida de sonrisas y eliminar tu
dolor. No soporto verte llorar, es lo único que no soporto”.
Y pensando esto, acercó su mano a la cara de Blas y,
con delicadeza y dulzura, secó y borró la lágrima.
Ya no había marcha atrás, tampoco frenos, solo
imanes. Era inevitable que unos labios que ardían de deseo y pasión no se
aproximaran hasta juntarse. Y la tempestad les alcanzó.
La noria comenzó a girar sin cesar, daba vueltas
vertiginosas, sentían que se mareaban y les apasionaba ese mareo.
La adrenalina del descenso de la montaña rusa, de la caída al vacío... una experiencia maravillosa.
La adrenalina del descenso de la montaña rusa, de la caída al vacío... una experiencia maravillosa.
Los rayos del sol quemaban sus cuerpos, la lluvia
les mojaba, los colores del arcoíris brillaban allá en lo alto de un cielo muy
azul.
Sus almas se unieron para formar una sola, se contaron tantos secretos escondidos y guardados durante tantos años. Eran felices besándose y
solo querían seguir así, seguir besándose, solo querían amarse un poco más,
solo un poco más, si es que eso era posible.
Una vieja guitarra, un violín desgastado, y un piano
olvidado comenzaron a sonar. Y ellos bailaban muy pegados en un valle cuya hierba, fresca y
mojada, cosquilleaba a sus pies descalzos. Ambos reían, eran tan libres, estaban
tan vivos, se amaban tanto…
—¿Decías que tu hija había olvidado a mi hijo? —preguntó Arturo Corona con manifiesta ironía.
Silencio. Jaime Palacios no le respondió.
Hipólito Sastre pensó que nunca podría componer una
melodía que expresara lo que estaba viendo, tampoco recordaba ningún lienzo donde viera reflejado ese beso, y no conocía a poeta que lo hubiese plasmado en uno de sus
versos.
No era un beso más, era un beso diferente, distinto, distinguido, único.
Poseía la magia de ser un beso de amor entre un hombre y una mujer que habían
nacido para encontrarse y amarse. Dos seres que se pertenecían sin pretender ser dueños el uno del otro. El milagro de las dos mitades.
Las muchachas soñaron con ser Helena, los muchachos
desearon ser Blas.
Natalia miró a Nicolás que sonreía con la cara
empapada de lágrimas. La niña suspiró, embelesada, imaginando qué sentiría al ser besada por él. Sonrió, convencida de que un día Nicolás mataría y moriría por besarla.
Ismael Cuesta rumiaba cómo explicarle a Álvaro
Artiach que Mikaela Melero era Helena Palacios. Su socio le tacharía de
monicaco e incompetente. Una ráfaga de furia le invadió, y comenzó a toser
estentóreamente.
El Destino cruel y despiadado iniciaba su andadura.
Lucas Soriano, el muchacho de cabello rubio, de
cuerpo delgado, de cara alargada y mirada alicaída, era la única persona de
aquel salón de actos que, con sus ojos marrones, solo había seguido y
perseguido cada movimiento de Nicolás.
La tos exagerada del profesor de matemáticas era la
señal que estaba esperando. Se levantó de su asiento y todo se desencadenó muy rápido.
Nicolás llegó a verle delante de él, Natalia también
le vio. Ambos vieron la navaja, el filo. No hubo tiempo de reacción, era
demasiado inverosímil, y la cuchilla cortante se empotró en el pecho de
Nicolás.
—¡NICOOOOOOOOOOO!
—El grito desgarrador de Natalia obligó a Blas y a
Helena a regresar del país de las maravillas, de los sueños realizados, de la
aventura más divina, de las ilusiones posibles.
Regresaron, aturdidos y temblorosos, a un salón
donde se había desatado el horror.
—¿Qué has
hecho, Lucas? —gritaba Natalia, destrozada— ¿Por qué,
por qué? ¡Nicoooooo! ¡Nicooooo!
Bibiana lloraba desconsolada y se oían voces de
muchachos asustados.
—No te muevas de aquí —pidió Blas a Helena. Y corrió, inquieto, hasta
llegar junto a su hijo. Creyó enloquecer cuando vio su camisa manchada de
sangre, y la empuñadura del estilete.
—¡Un médico,
un médico, por el amor de Dios! —chilló,
angustiado.
Arturo
Corona y Jaime Palacios, con rostros desencajados, ya habían pedido ayuda por
medio de sus teléfonos portátiles
Nicolás yacía en el suelo, Blas se agachó.
—Aguanta, hijo, enseguida viene un médico. Nico, tu
madre está aquí. La has visto, ¿verdad? Perdóname por no decirte quién era. Es
una lunática, estaba disfrazada, ya lo has visto. Pero la he besado. ¿Lo has
visto, hijo? Nico, no puedes hacer del día más feliz de mi vida… el día más
desgraciado al mismo tiempo.
Poco a poco, Helena se acercaba.
Blas se arrancó la ropa y, con su camisa, taponó la
sangre que manaba del pecho de Nicolás.
—¡Quítale la
navaja, quítasela! —chilló Natalia, histérica.
—No puede ser, saldría más sangre, y podría hacerle
más daño —respondió Blas, temblando—. Aguanta, Nico, te lo ruego.
—Papá… no… qui-e-ro ir-me… Papá…
—No te vas a ninguna parte. Aguanta, Nico. ¿Dónde hay un médico?
Helena ya entendía que algo grave estaba
ocurriendo. Intentó avanzar más deprisa, pero tenía miedo de llegar. Aún así,
se armó de valor, y aceleró sus pasos.
Estaba muy cerca cuando los gritos desgarradores de Blas
la paralizaron.
—¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡DIABLO, SI EXISTES, SI ESTO ES OBRA TUYA, EMPIEZA A TENERME MIEDO!
Natalia lloraba a mares; Bibiana se tapaba la cara
con las manos, aterrada.
Helena vio a su hijo, vio sangre; luego sombras, solo sombras. Y oscuridad. ¡Se estaba quedando ciega!
El ruido de un disparo retumbó en el salón de actos,
y enmudeció a todos. Dos cuerpos cayeron.
Blas vio a Helena en el suelo, y más sangre.
—¡Helena! ¡HELENA!
—¡Helena! ¡HELENA!
Quiso levantarse, acudir a su lado. Un agudo dolor
en el pecho, una aguja al rojo vivo que traspasó su corazón sin piedad se lo
impidió.
El Destino sonrió, complacido. El Amor, abatido, le
miró con rencor.
Nadie de los que allí estaban olvidaría jamás lo vivido, en el salón de actos, aquella mañana de enero, en invierno.
Págs. 1040-1049
CONTINUARÁ
Hoy, para cerrar la segunda parte de la novela, he pensado que es mejor repetir canción... y os dejo la canción que, sin duda, Blas cantaría a Helena... "Por ella", interpretada por Roberto Carlos
La próxima publicación será en enero... lo que no tengo claro es si será jueves, 12... o jueves, 19
Págs. 1040-1049
CONTINUARÁ
Hoy, para cerrar la segunda parte de la novela, he pensado que es mejor repetir canción... y os dejo la canción que, sin duda, Blas cantaría a Helena... "Por ella", interpretada por Roberto Carlos
La próxima publicación será en enero... lo que no tengo claro es si será jueves, 12... o jueves, 19
Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios, cometí el error de deciros que esta segunda parte no acababa bien, ya habéis visto que así ha sido
No volveré a cometer este mismo error, nunca os diré como acaba la tercera parte... y, mucho menos, la cuarta... porque, cuando lleguemos al final de la cuarta parte, pondré un punto final a esta novela
Hoy, 24 de noviembre de 2016, vuelve a ser un día de celebración, y de agradecimiento
Hoy celebramos haber llegado a la segunda meta de esta historia... por lo tanto, ya mi copa tiene champán para brindar con vosotros
También es un día de agradecimiento, claro que sí
Os doy las gracias por vuestra compañía
Y por último, un abrazo
Mela