EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 14 de enero de 2016

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 123






CAPÍTULO 123
EL ÁLBUM

            —¿Qué haces aquí? ¿Y por qué llevas esas gafas negras? interrogó Nicolás algo alterado.
            —Acabo de decir que os traigo el almuerzo, es la hora del recreo. Por lo tanto, es hora de almorzar contestó el señor Teodoro mirando a su hijo. ¿Las gafas? La muerte de Tobías me ha afectado y tengo los ojos enrojecidos.

Blas se sintió un miserable por inventar semejante excusa, pero no se le había ocurrido otra mejor. Confiaba en el perdón de su amigo si es que se estaba enterando de aquello.
Confiaba entendiera que era imposible estar tan cerca de la mujer que amas sin que tu mirada no te traicionara y se lo contara.
            Siento lo de su amigo declaró Helena, y su declaración era sincera porque creía que Blas llevaba puestas las gafas para ocultar su tristeza y las huellas de unas lágrimas.
            Gracias respondió el señor Teodoro, y tras coger una silla que ubicó frente a ella, se sentó, compartiendo el mismo pupitre—. La vida es así y por esa razón es una lástima desperdiciar un solo día sin estar con quien quieres estar, sin hacer lo que quieres hacer. ¿No piensa igual que yo, señorita Mikaela?
Helena no supo qué responder, no se atrevió a contestar, notaba demasiado cerca a Blas, demasiado diferente y, a pesar de estar disfrazada, comenzó a perder seguridad. Ayudándose con los pies retiró su silla unos centímetros en busca de un poco más de distancia, y se cruzó de brazos en busca de protección, en busca de que nadie se diera cuenta de que un inoportuno temblor ya recorría su cuerpo.
Mas su esfuerzo era en vano; Blas ya se había dado cuenta.
Nicolás cogió con agrado un par de bocadillos, un paquete de rosquilletas y una botella de agua. Natalia se negó a almorzar.
            No tengo hambre dijo, malhumorada. La niña estaba muy alterada porque la llegada de Blas había interrumpido su conversación con “Mikaela”.
            Yo tampoco tengo hambre se sumó Helena con rapidez. Tengo por costumbre desayunar bien.
            ¡Vaya! exclamó el señor Teodoro Va a sobrar bastante comida, Nico y yo no vamos a poder con todo pese a que no tenemos por costumbre desayunar tan bien.
            No haber traído tanta cosa dijo Helena sin ningún miramiento. Estaba tan nerviosa que ya no medía lo que decía, ya casi ni sabía lo que decía. Intentó tranquilizarse diciéndose a sí misma que Blas no podía reconocerla pero sí podía ver el evidente parecido entre Mikaela y Helena. Eso era todo, nada estaba sucediendo, debía serenarse.

El señor Teodoro había pasado las primeras horas de la mañana aguardando, con ansiedad, el instante de reencontrarse con ella.. Y ahora estaba a su lado, y su hijo estaba con ellos.
Sin embargo, Helena se ocultaba detrás de una máscara y él no debía quitársela a pesar de desearlo con todo su espíritu.
Cogió un bocadillo aunque su apetito era nulo. Natalia se levantó y se acercó a una ventana; Helena la imitó con premura. Estar tan cerca de Blas no era fácil y se sentía desarmada. Ambas miraron hacia el patio.
La mañana vestía muy alegre; un sol esplendoroso brillaba en un cielo azul limpio de nubes.
De pronto, Natalia torció el gesto y se encrespó.
            ¿Qué le estará diciendo ese cerdo a Bibi? se preguntó en un tono que solo su acompañante escuchó.
Helena Palacios vio al señor Ismael Cuesta  hablando con Bibiana. La pequeña parecía intimidada.
            Tengo que bajar al patio manifestó Natalia, ese cerdo está acorralando a Bibi.
La niña se encaminó hacia la puerta pero el señor Teodoro le interceptó el paso.
            ¿Puedo saber adónde vas? le preguntó.
            ¡Voy al patio!
            Nat, estás castigada. No vas a ir al patio ni a ningún otro sitio declaró el hombre, rotundo.
            ¿No piensas dejarme salir? ¡Pues te vas a enterar!  amenazó la chiquilla.
Rápidamente se dirigió al asiento que anteriormente ocupara; en la silla había dejado el álbum que cogió en clase. De un fuerte golpe lo depositó en la mesa.
            Elisa lo hojeaba ayer en casa,  y me lo enseñó. Seguro que te interesa verlo, Nico. Tiene que interesarte porque estáis tú y tu madre.
Nicolás miró el álbum, azorado. Luego miró a su padre que estaba mirando el libro con semblante descompuesto. El muchacho entendió que debía temer que faltara a la promesa que le había hecho en el despacho y que hablara más de lo debido.
            No quiero ver nada decidió, nervioso.
Natalia, sin hacerle caso, levantó la tapa. En la primera página aparecía un bebé en brazos de una mujer morena. A su lado, un hombre, que Nicolás reconoció al segundo; Bruno Rey, su supuesto padre.
Natalia fue pasando páginas sin prisa pero sin pausa. En todas ellas se veía a un niño que no debía superar los tres años. Y, en muchas, el niño estaba acompañado por la mujer morena de la primera hoja. Nicolás estudió a conciencia a la mujer y reparó en el sobresaliente parecido que mantenía con él. Era tal como su padre le había contado. “Si quieres ver a tu madre solo tienes que mirar un espejo e imaginarte con el pelo rizado, espeso y largo hasta la cintura. Se peinaba haciéndose una raya en el medio, dejando su frente descubierta”.
Tras recordar estas palabras, el muchacho se apoderó del álbum y lo arrojó, violentamente, al suelo.
Helena que se había acercado y permanecía de pie mirando, fue quien recogió el maltratado libro y se lo entregó a Natalia.
            ¿Tanto odias a tu madre, Nico? preguntó al muchacho.
            No la odio pero no me apetece verla. Se fue cuando yo tenía tres años y nunca más ha vuelto.
            ¿Y no piensas que tuvo que tener un motivo muy importante para proceder de ese modo?
El niño se encogió de hombros, ceñudo.
            Te aseguro que debió tener razones muy justificadas manifestó la mujer.
            ¿Y qué razones pudieron ser esas? intervino el señor Teodoro, soliviantado.
            ¿Y usted me lo pregunta? contestó Helena, mordaz ¡No me diga que no lo sabe! 
          —¿Está insinuando que yo soy la causa de que no viera a su hijo durante doce años? ¡Hable claro! A lo mejor, también soy el culpable de que ella impidiera, no sé de qué modo, que yo le dijera a mi hijo que soy su padre hasta el pasado seis de enero. Y también debo ser el culpable de que ella haya renunciado, hace muy poco, a la patria potestad.
            Pero, ¿qué clase de majaderías está diciendo? interpeló Helena, desbordada— Explíqueme qué sentido tiene que deje a su hijo con usted y que le impida reconocerlo como padre. Y qué sentido tiene que ella renuncie, después de tantos años, a la patria potestad.
            —¿Me está llamando mentiroso y majadero?
            —Usted mismo se lo acaba de llamar.
Blas cogió una botella y bebió de un trago el agua. Luego estrujó la botella hasta convertirla en un guiñapo de plástico.
           —Es usted un salvaje —afirmó Helena en un intento de aparentar valentía.
           —Sí, lo soy. No se imagina cuánto. ¿Y sabe usted quién es el hombre más peligroso de la Tierra?—Helena no respondió, y Blas continuó hablando— Un hombre enamorado, no olvide nunca esto, señorita Mikaela.
           —No es usted nadie para indicarme qué no debo olvidar —respondió Helena, beligerante. Pero por mucho que pretendiera demostrar entereza, un hormigueo transitaba en sus piernas y un cosquilleo indómito revolvía su estómago. Sensaciones que un día pensó que murieron y que jamás resucitarían.              

Y hombre y mujer de nuevo volvieron a ser dos torres poderosas que se miraban desafiantes. Había cantidad de dureza y de dolor en sus respectivos ojos oscuros, ocultos tras unas gafas y tras unas lentillas.
Tuvieron que esforzarse mucho por recordar que no estaban solos, y sobre todo que debían contenerse para que el contrario no sospechara.
Nicolás y Natalia, observándoles, se extrañaron de su conducta embravecida.
Con el aula vacía, puerta y ventanas cerradas; solo se oía la agitada respiración de los dos adultos y de los dos niños.
Sin embargo, alguien más había en el aula, alguien que los ojos humanos no podían ver ni presentir.
Se hallaba sentado en uno de los pupitres, al final de la clase, como espectador silencioso. Era un Ángel del Amor, un Ángel Cupido. Pero no era ese ángel infantil del que habla tantísima gente, de ojos vendados, que lanza flechas caprichosamente creando y destruyendo amores.
Este era un Ángel adulto de cabello dorado y ojos violáceos semejantes al séptimo color del espectro solar. De semblante bello, sereno y serio.
Un Ángel que no necesitaba arco, flechas ni aljaba pero sí sufría la impotencia de no poder intervenir. Un Ángel que ya sabía que nunca más volvería a haber tanto amor en un aula de un instituto de Aránzazu; allí estaban reunidos dos hombres y dos mujeres que habían nacido para amarse.
           
            —¡NO HAS DEBIDO TIRAR MI ÁLBUM, NICO! exclamó Natalia, a propósito, con el fin de quebrar la embarazosa situación.
            Nat tiene razón declaró el señor Teodoro recomponiéndose y apartando su mirada de Helena Palacios.
            No me interesa ese álbum manifestó el niño, contrito.
El ambiente en el aula adquirió un matiz tenso. Ni los adultos ni los niños sabían qué decir para templar los ánimos.
Bibiana, sin sospecharlo, acudió en ayuda de todos al entrar en la estancia con timidez.
            Perdona que venga, Blas se disculpó, pero es que en el patio, sin Nat y sin Nico, me aburro mucho.
            Puedes quedarte  permitió el señor Teodoro. ¿Te apetece un bocadillo o un paquete de rosquilletas? ¡He traído demasiada comida y parece ser que no hay mucho apetito por aquí!

La niña tenía hambre puesto que no había almorzado y, en casa, el desayuno siempre era escaso. Se le hizo la boca agua al ver los deliciosos bocadillos encima de una mesa.Cogió uno, de tortilla de patata, que aún conservaba el calor. Le supo tan bueno que creyó que podría comérselo en tres bocados.
            ¿Qué te estaba diciendo el profe de matemáticas?   le preguntó Natalia.
El color del semblante de Bibiana cambió al instante.
               —¿Te refieres al señor Cuesta? interrogó, inquieta.
            ¿A quién si no? No hay otro profesor de matemáticas en el instituto se alteró Natalia ¿No te ha dicho algo en el patio?
            Pero… ¿qué dices, Nat? ¡A mí no me ha dicho nada! exclamó Bibiana bastante afectada.
Sin embargo, pese a su negativa, Natalia estaba absolutamente segura de haber visto, mientras miraba por la ventana, como el señor Cuesta hablaba con su amiga, ¿Por qué Bibi lo negaba?
Helena Palacios también había visto al hombre hablando con la niña y le extrañó la contestación de Bibiana.
Fijándose más en ella, percibió que la pequeña parecía estar asustada o quizás aterrada.
Blas Teodoro no se percató de este detalle, se hallaba demasiado excitado y preocupado  por esconder cualquier insignificante signo que delatara que conocía la verdadera identidad de Mikaela Melero. Se culpaba de haberse extralimitado, pero tampoco era sencillo para él estar tan cerca de Helena.

Págs. 973-979

Hoy dejo una canción de Sergio Dalma... "Tú y yo"

Próxima publicación... jueves, 11 de febrero 


                              



Queridos lectores de El Clan Teodoro-Palacios... espero que hayáis pasado unas estupendas fiestas navideñas, y os deseo un Muy Feliz 2016
Mela



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