EL CLAN TEODORO-PALACIOS

CUARTA PARTE

jueves, 19 de marzo de 2015

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 111


















CAPÍTULO 111

VICTORIA PARA LA MALDAD



E
l señor Teodoro se tomó un generoso tazón de la infusión tranquilizadora observando a los críos a través del hueco abierto en la pared donde estaba instalada una barra por donde se pasaban los platos de la cocina a la sala.
            Blas no nos quita la vista de encima susurró Natalia, molesta. Seguramente debe saber que te han expulsado, Nico. Su amigo se lo ha debido contar.
            Pues espera a que abra su caja fuerte y vea que su dinero ha desaparecido comentó Leopoldo mirando a Nicolás. Tío, en este momento estoy muy feliz de estar en mi piel y no en la tuya. Eres un gran futbolista y tienes una casa perfecta, pero ahora no te envidio.
            ¿Por qué no te callas? le increpó Natalia, furiosa ¡Menudos ánimos que das!
Nicolás tuvo la sensación de que le subía calor a la cara y también sintió que se mareaba un poco. Se levantó, indeciso, y caminó hasta el umbral que comunicaba con la cocina.
            Yaya llamó a la señora Sales con voz débil.
La mujer resopló mirando a su nieto.
            —Yo también estoy nervioso, ¿me puedes preparar tila?
            —Vuelve a sentarte con tus amigos y termina de desayunar. ¡A ti no te hace falta ninguna tila! ¡Estaríamos buenos!
El muchacho regresó a su asiento con el ceño muy fruncido y el semblante alicaído.
            —Nico, cálmate —le aconsejó Bibiana—. Tu padre es muy bueno, no le tengas miedo. Háblale con confianza y serenidad. Estoy segura de que no te va a pasar nada malo.
Nicolás escondió su rostro en el brazo que apoyaba sobre la mesa y comenzó a sollozar. Las niñas intentaron, en vano, consolarle. El señor Teodoro acudió de inmediato a su lado; cogió una silla que estaba libre y se sentó, pidiéndole a Prudencia que preparase una tila para el jovencito.
La buena mujer preparó la infusión con agua tibia para que el niño pudiera beberla cuanto antes. Las propiedades sedantes de las flores del tilo acompañadas con las palabras suaves del señor Teodoro obraron un efecto relajante en Nicolás que, poco a poco, se fue serenando. Con un pañuelo se secó los ojos y se sonó la nariz. A continuación emitió un hondo suspiro.
            —Nico, sé que las cosas no te han ido muy bien en el instituto y que el jueves te expulsaron —declaró el señor Teodoro en un tono apaciguado—. También sé que anoche saliste y fuiste a la discoteca “Paraíso”. Por lo visto, allí secuestraste a una chica. Creo que vas a tener que darme alguna explicación, ¿no te parece?
Nicolás asintió mecánicamente sin entender absolutamente nada. ¿Quién podía haberle contado a su padre lo de Rocío Sierra? El silencio era tan palpable en la estancia que se oía perfectamente la agitada respiración de los niños.
            —A mí también me expulsaron —reveló Lucas tímidamente.
El señor Teodoro fijó su mirada en él unos instantes.
            —¿Me puedes contar qué ocurrió?
            —El señor Cuesta me estaba riñendo y Nico me defendió. Luego yo lo defendí a él y nos expulsaron a los dos —tras decir esto, el muchacho miró al señor Artiach y a la señora Sales que se encontraban de pie, muy cerca, observando y escuchando.
            —No has explicado lo que ocurrió nada bien —protestó Leopoldo—. El señor Cuesta no te estaba riñendo, te estaba insultando. Entonces Nico se metió por el medio y el señor Cuesta se metió con Blas, y entonces Nico lo atacó. Luego vino el señor Cardo, y entonces tú defendiste a Nico y os expulsaron a los dos.
            —Bueno, en realidad, la culpa fue mía —manifestó Nicolás—. No debí atacar al señor Cuesta.
El chiquillo habló de esta forma porque no quería que su padre discutiera o se peleara con el profesor de matemáticas, estaba convencido de que tanto él como el señor Artiach eran hombres peligrosos. Y el niño no olvidaba que el señor Teodoro acababa de salir de una operación; Nicolás pensaba que debía encontrarse débil y en baja forma.
Paralelamente, conociendo a su hijo y conociendo a Ismael Cuesta; el señor Teodoro sospechó que el adulto había provocado al menor y abusado de su autoridad.
No obstante, en aquel momento, lo que preocupaba en exceso al joven era lo que había sucedido la noche anterior en “Paraíso” y, por tanto, dejó a un lado el tema de la expulsión.
            —Nico, ayer por la noche, saliste con tus amigos y fuiste a la discoteca “Paraíso” —comenzó a decir el señor Teodoro—. He visto una grabación donde se ve claramente que te llevas a una chica, a la fuerza, de una habitación. Esa chica es una camarera de la discoteca. ¿Dónde está esa chica? ¿Y por qué hiciste eso?
            —Es que caí en una trampa —respondió Nicolás, atropelladamente—, ¡pero ellos me dijeron que si les daba el dinero no te enseñarían la grabación! ¡Me han engañado!
            —¿Quiénes son ellos y de qué dinero hablas? —indagó el señor Teodoro, esforzándose por entender— Nico, intenta contarme las cosas desde el principio, siguiendo un orden.
Fue Natalia quien tomó la palabra; Nicolás estaba demasiado nervioso y era muy atolondrado. De buen seguro lo único que conseguiría sería alterar sobremanera a Blas.
La niña explicó al hombre, detalladamente, todo lo ocurrido desde que Benito les dijera que su hija había desaparecido en la discoteca hasta la entrega del dinero al mismo señor Sierra.
            —¡Ave María Purísima! —exclamó la señora Sales cuando la muchacha concluyó— ¡La culpa de todo es tuya, Blas! —acusó a su hijo, muy enojada— ¡Nunca debiste dejar entrar en casa a un mendigo! ¡Mira qué bien te lo ha agradecido! ¡Y tampoco debiste llevar al niño a celebrar un cumpleaños a una discoteca! ¡Y desde luego nada hubiera sucedido si no hubieses dejado salir al niño aquella maldita mañana! ¡Ni siquiera hubiese tenido el tropiezo que tuvo con el profesor de matemáticas! ¡Has puesto al chiquillo en peligro, puedes estar orgulloso!
            —No sé qué decir, siento mucho todo esto —habló el señor Artiach, fingiendo estar impresionado—. Nunca hubiese imaginado que Rocío fuese capaz de algo tan turbio. Debes llamar a la policía y denunciar el robo. ¿Tenías mucho dinero en la caja?
            —Id a ducharos y a vestiros —ordenó la señora Sales a los niños. Estos no se lo hicieron repetir y salieron de la cocina como flechas disparadas con un arco.
Matías Hernández hizo una leve inclinación de cabeza cuando Nicolás pasó por su lado.
El señor Teodoro permanecía pensativo y callado mientras que su falso amigo se deshacía en falsas lamentaciones.
            —Es suficiente, Álvaro —lo interrumpió, poniéndose de pie—. Nada de esto es culpa tuya. No podíamos imaginar que algo así iba a suceder. Le ofrecí trabajo a Benito Sierra, pero está claro que él tenía otros planes. Mi hijo tiene por costumbre no contarme nada o contarme algo demasiado tarde. Y si de esto alguien tiene la culpa es Helena; el niño ha salido a ella. Y ella es la mujer más inmadura y lunática que existe en Kavana, y seguramente en el mundo no hay otra como ella. Pero la encontraré y va a madurar en un segundo en cuanto la tenga delante.
             —¡Por el amor de Dios, Blas!  —exclamó Emilia Sales altamente contrariada— Ya tenemos suficientes problemas, no añadas más comportándote sin cordura. Esa mujer te trastorna por completo y yo no puedo soportar que hables de ella.
El "amigo" de Blas encontró divertido lo que escuchó, y a duras penas escondió una sonrisa socarrona. 
El señor Teodoro desistió de iniciar una discusión con su madre, y se dirigió al despacho para revisar la caja fuerte y comprobar que faltaba el dinero. Cuando cerró la caja, cambió la combinación de números que serían la llave para abrirla en un futuro.
La señora Sales se encargó de llamar a la policía para denunciar el robo. A continuación mantuvo una conversación con un hombre, a quien puso al corriente de los últimos acontecimientos.
            —Encontraremos a esos tres mequetrefes, nadie se ríe de mí impunemente —aseguró el hombre.
            —Eso no es todo, ni es lo que más me preocupa —dijo Emilia, alterada—; Blas está muy extraño, antes nunca nombraba a Helena, últimamente raro es el día que no tiene una excusa para nombrarla, está muy empeñado en encontrarla y como esto suceda...
            —¡Eso no va a suceder nunca—vociferó el hombre, muy irritado—Es absurdo hablar de lo que nunca va a suceder —añadió en un tono más relajado—. Y recuerda que Helena es intocable si quieres que Blas sea intocable.

Álvaro Artiach se marchó de la casa plenamente satisfecho. Blas había mordido el anzuelo y se lo había tragado sin ninguna complicación. Ahora les correspondía a él y a Ismael Cuesta disfrutar del “botín” que tan fácilmente había llegado a sus manos.
En los profundos ojos azules del hombre no se veía amago de remordimiento. Si en los seres humanos existe el alma, la suya debía estar desecada, arrugada, estéril; en definitiva, muerta.

Págs. 880-885

Esta semana dejo en el lateral del blog una canción de Luis Fonsi... "Yo no me doy por vencido"

Próxima publicación... jueves 2 de abril

Hoy es 19 de marzo y me gustaría felicitar a los padres... a esos maravillosos hombres que cuidan, juegan y enseñan a sus hij@s... algunos hasta enseñan lucha libre ;-)
Y si eres mujer y un día tu padre te tiene que acompañar al altar, seguro que está deseando que digas... Yo no me quiero casar
A esos padres maravillosos, entre los cuales está el mío... Felicidades

Quiero recordaros que hay en marcha un sorteo en el blog de Raquel Jiménez... arriba tenéis el cartel que os conducirá a sus preciosos y elegantes diseños... no perdáis la oportunidad de haceros con uno

También arriba encontraréis otro cartel que os conducirá a un certamen literario que Cielo organiza en su blog, De mi Puño y Tecla... Creo que a l@s amantes de la escritura os puede interesar y es muy sencillo participar, y Cielo estará encantado de que lo hagáis

Por último, y no por ello menos importante, voy a publicar la medalla de plata que Merck Alba tuvo la gentileza y amabilidad de entregarme
Muchas gracias, Merck ;-)

Y ya para finalizar... Gracias a tod@s

jueves, 5 de marzo de 2015

EL CLAN TEODORO-PALACIOS Capítulo 110






























CAPÍTULO 110

EL “ARTE” DE LA HIPOCRESÍA Y LA MENTIRA



E
l hombre de la cicatriz en el pómulo derecho subió a un coche patrulla donde un policía se hallaba al volante. Era uno de los agentes, el de menor estatura, que había detenido y golpeado a Benito Sierra hasta provocarle la muerte. Condujo el auto con destino a la discoteca “Paraíso” y, allí, el hombre de la cicatriz descendió del coche, entregando al policía unos billetes que extrajo de la bolsa que le había dado Lucas.
            Aquí tiene diez mil dívares. Lo convenido por su ayuda y la de su hijo.
El portero que vigilaba ahora la entrada a la discoteca era el mismo que estaba cuando se celebró el aniversario de Patricia. El hombre de la cicatriz lo saludó con un movimiento leve de cabeza; luego entró en el local y se dirigió a una oficina situada en el mismo pasillo al que fue Nicolás para rescatar a Rocío Sierra. Dentro de la oficina permanecían sentados Álvaro Artiach, Ismael Cuesta y la joven de la verruga en la barbilla.
            ¿Cómo ha ido todo? preguntó el señor Artiach, ávidamente.
           —A las mil maravillas. El chico es un bobalicón y ha vaciado la caja de su padre. Le he dado su parte a nuestro policía y amigo Soriano —el individuo depositó la bolsa de basura sobre una mesa.
            —Entonces ya solo faltan por atar dos cabos —manifestó Álvaro, satisfecho. Dirigió sus malignos ojos azules al señor Cuesta.
El profesor de matemáticas metió una mano en un bolsillo de la chaqueta que llevaba, sacó un revólver y disparó en la sien del hombre de la cicatriz en el pómulo derecho que cayó muerto en el acto. Rocío Sierra no tuvo tiempo de reaccionar, otra bala perforó su sien y su corta vida terminó en aquel instante.
            —Estos cuerpos tienen que desaparecer, y esta mala hija se reunirá con su buen padre —dijo Álvaro, rascando la cabeza de la serpiente que tenía tatuada en el cuello—. Hemos hecho un buen negocio, Isma. A Blas le ha costado un poco cara la patada que me dio —sonrió mirando el dinero—. Y por lo visto, todo lo que me contó la tarde de la fiestecita era cierto, hasta me dijo la combinación de la caja. ¡Qué inútil! ¡Cómo me gustaría encontrar a Helena antes que él! Ya lo creo que me gustaría tener a esa mujer, entonces Blas sería una marioneta en mis manos.
            —¡Déjate de mujeres! Me preocupa Lucas Soriano. ¿No acabará hablando? —barruntó Ismael Cuesta.
            —No creo que ese muchacho débil, delgaducho y poca cosa se atreva a causarnos problemas. De todas formas siempre puedes meterle pánico en el pellejo. Lo tienes muy a mano, es tu alumno. Y recuerda que si ese enclenque y su progenitor están metidos en nuestra fiesta es por la torpeza que cometiste. Nicolás debió ser expulsado él solito.
                                                                                                   ∎∎∎
El señor Teodoro se había dado una reconfortante ducha y terminaba de desayunar. Miró por la ventana un trozo de calle y los grandes charcos que la tormenta nocturna dejó como huella. Ya no llovía. El cielo presentaba un color grisáceo sin rastro de sol. Siendo sábado y las nueve de la mañana, el tránsito de personas y vehículos era escaso. El señor Teodoro empezó a dar vueltas por la habitación sintiéndose agobiado y enjaulado; también la tormenta se encargó de no dejarle dormir y de recordarle aquella playa donde amó a Helena como sabía que nunca amaría a otra mujer.
            —¡Blas, cariño! —exclamó la señora Sales con fastidio— ¿Por qué no te sientas y te estás quieto?
El joven se sentó sobre la cama.
            —Mamá no veo necesario que nos quedemos hasta mañana —manifestó—. Me encuentro bien y ya no estoy atado a una percha con una bolsa de suero. Deberíamos irnos a casa con el niño.
Emilia se mordió el labio inferior en una actitud impaciente que denotaba un absoluto desacuerdo con su hijo. 
Sin embargo, no llegó a dar su opinión porque la puerta se abrió, entrando en la estancia, Álvaro Artiach. La señora Sales se sorprendió gratamente al verlo. El hombre se acercó y le dio un par de besos. La mujer no pudo ver la cabeza de serpiente tatuada; esta se escondía debajo de un jersey de cuello alzado. Álvaro se quitó una cazadora marrón de inmediato; la temperatura en la habitación era muy agradable.
            —¡Álvaro, cuánto tiempo sin verte! —exclamó Emilia, contenta— ¿Se puede saber qué has hecho con tu pelo?
            —Aunque no lo pueda creer tenía grandes entradas, me quedaba calvo y decidí raparme.
El señor Artiach colgó su cazadora en una percha y depositó un maletín de color negro sobre la cama, estrechando, efusivamente, la mano del señor Teodoro.
            —¿Cómo estás?
            —Muy bien, gracias. Ha sido una apendicitis, supongo que te lo ha contado Ismael, tu apreciado socio.
Álvaro Artiach asintió, y su semblante adoptó un gesto grave.
            —Me temo que no soy portador de buenas noticias, Blas —dijo, mirando a su amigo con pesar—. Se trata de tu hijo.
Al señor Teodoro le cambió el color de la cara y el miedo asomó a sus ojos. La señora Sales se levantó de su silla, muy agitada.
            —Tranquilos —se apresuró a decir el señor Artiach—; el chiquillo está bien, con muy buena salud, no le ha pasado nada. ¿Cuándo viste a tu hijo por última vez?
            —Ayer por la tarde.
            —¿A qué viene esa pregunta, qué ocurre? —indagó la señora Sales, angustiada— Habla de una vez, Álvaro, nos estás asustando.
            —¿El chico no te dijo que lo habían expulsado del instituto?
El señor Teodoro, desconcertado, dijo que no moviendo la cabeza.
            —Pues lo expulsaron el jueves por atacar a Ismael. Tengo entendido que fue un ataque brutal, que casi lo ahoga —informó el señor Artiach.
            —Bueno, seguro que no será para tanto —dijo la señora Sales, queriendo quitarle importancia al asunto.
El señor Teodoro se frotó la frente; se sentía consternado y furioso.
            —Ojalá eso fuera todo, pero hay más.
El señor Artiach abrió el maletín y extrajo un ordenador portátil. Lo puso en marcha y tanto el señor Teodoro como la señora Sales vieron a Nicolás entrando en un pasillo, poniéndose el pasamontañas en la cabeza, entrando en la habitación de Rocío y sacando a la chica a la fuerza. Nuevamente en el pasillo, el niño se quitaba el pasamontañas.
            —¿Qué significa esto? —preguntó el señor Teodoro, perplejo.
            —Tu hijo entró ayer por la noche en mi discoteca y raptó a una de mis camareras. La cámara de seguridad lo grabó todo.
            —¿Qué estupideces estás diciendo, Álvaro? —se escandalizó la señora Sales— Conozco muy bien a mi nieto; él no haría algo así, es solo un crío.
            —A veces los padres son los últimos en darse cuenta de cómo son, en realidad, sus hijos —declaró el señor Artiach—. Yo me atengo a la grabación y a que mi empleada ha desaparecido. No he ido a la policía por la amistad que me une a ti, Blas. He preferido hablar primero contigo.
El señor Teodoro miró, otra vez, la grabación.
            —Tiene que haber una explicación a todo esto —manifestó con plena seguridad—. Mi hijo es incapaz de raptar a nadie.
            —Pues entonces esperemos que Nicolás nos dé esa explicación —habló el señor Artiach, cerrando el ordenador y guardándolo en el maletín.
El señor Teodoro se vistió en unos minutos, y tuvo que firmar el alta voluntaria puesto que la intención del médico de guardia era dársela al día siguiente. La señora Sales, muy conmocionada, le reprochó a su hijo haber llevado a Nicolás a la discoteca. También censuró al señor Artiach por tener como negocio una sala de fiestas.
Madre e hijo discutieron viva y acaloradamente hasta que, ambos, optaron por no dirigirse la palabra.
            —Debéis calmaros —medió el señor Artiach que conducía su automóvil hacia la casa del señor Teodoro—. Ninguno de los dos sois culpables de lo ocurrido. ¡Y no sabéis cuánto lamento daros este disgusto! Tú eres como un hermano para mí, Blas. Y usted, Emilia, como una madre.
El señor Teodoro casi no escuchaba al que él creía su amigo. Abstraído, recordaba las pasadas Navidades en Luna cuando el policía del pueblo, Tobías, encontró a Nicolás en el cementerio intentando desenterrar una tumba. Aquella acción del niño también era descabellada; no obstante, tenía una explicación. El señor Teodoro se estremeció no pudiendo imaginar a qué podía obedecer la conducta de Nicolás. De lo único que estaba convencido era de que su hijo era incapaz de raptar a nadie.
Llegaron a la avenida Presidencial, y el señor Artiach aparcó el coche delante del portón de hierro. Entraron en el jardín por la puerta pequeña de al lado. El señor Matías Hernández fue el primero en verles y el primero en sorprenderse.
            —¡No los esperaba hoy! —exclamó, confuso— Me alegro de que esté en casa, señor. Espero que esté bien recuperado.
            —¿Puedo saber por qué no se me ha informado de que mi hijo fue expulsado del instituto? ¿Puedo saber por qué mi hijo salió ayer por la noche? —inquirió el señor Teodoro, muy enojado.
            —No sé nada de ninguna expulsión —respondió el señor Hernández, algo intimidado—. Creí que habían puesto una bomba en el instituto, eso es lo que me dijo el señorito Nicolás. No quise atosigarle con preocupaciones. El señorito le ordenó a Cruz que le abriera la puerta anoche y mi nuera no pudo negarse. Permítame que tenga el atrevimiento de decirle que pienso que es usted quien debiera educar mejor a su hijo. Un hijo mío no saldría de noche, en contra de mi voluntad, por mucho que yo estuviese ausente —el señor Hernández se fue envalentonando—. Un hijo mío no osaría desobedecerme aprovechando que está con los criados. Tampoco sería expulsado de un instituto y contaría embustes.
            —Enhorabuena, Matías. Te felicito por tener unos hijos tan bien educados —declaró el señor Teodoro, enfadado—. En otro momento ya me explicarás el truco de cómo lo consigues. ¿Dónde está Nico ahora?
            —Hace un rato que se ha levantado y está desayunando en la cocina con sus amigos. Mi mujer y mi nuera los están atendiendo.
            —¿Salió ayer con sus amigos? —preguntó el señor Teodoro.
            —Sí, señor.
            —¿Volvieron muy tarde?
            —No, señor. Estuvieron fuera poco más de una hora.
            —¿Notaste algo raro cuando volvieron?
            —Vinieron empapados, eso es todo.
            —¡Dios mío! —exclamó la señora Sales, compungida— ¡Pero si anoche llovía a mares! ¿Cómo se les ocurrió a estos niños salir en una noche tan mala? ¡Mi niño! Espero que no vuelva a tener fiebre —añadió, mirando preocupada a su hijo.
En aquel momento, Marcos, el hijo menor del señor Hernández, se acercó al señor Teodoro para darle la bienvenida y transmitirle lo mucho que se alegraba de volverlo a ver. Y, desde luego, su alegría era muy sincera. Después del saludo, el señor Teodoro dirigió sus pasos hacia la casa, seguido por su madre, su "amigo" Álvaro, y el señor Hernández.
Los niños desayunaban unos churros riquísimos que había frito Prudencia con abundante aceite de oliva. Cruz preparó un espeso chocolate caliente y los churros se bañaban en las tazas antes de llegar a la boca de los chiquillos. A todos les había costado dormir y ninguno había pasado muy buena noche. Nicolás, en la habitación de su padre, compartió cama con Natalia y Bibiana. Leopoldo y Lucas se habían acostado en la cama de Nicolás pero, antes, el pelirrojo avisó al rubio de que tuviese mucho cuidado de acercarse a él.
           —¡Ni siquiera me roces o te parto la boca! ¡Te lo aseguro! —lo amenazó, feroz.
Lo cierto es que podían haber ocupado habitaciones diferentes, mas ninguno de los chavales parecía deseoso de dormir en solitario. De todos modos, la cama de Nicolás era inmensa y el “temido roce” no se produjo.
Prudencia y Cruz esbozaron una tímida sonrisa en cuanto vieron entrar en la cocina al señor Teodoro. ¡Por fin había regresado!  Su corta ausencia les había parecido eterna.
            —Nos alegramos muchísimo de que esté de nuevo en casa, señor —dijo la esposa del señor Hernández—. ¿Desea tomar algo?
            —No, muchas gracias. He desayunado en el hospital.
Los niños, desde la estancia anexa a la cocina, oyeron las voces de los adultos. A Nicolás se le iluminó la cara, dio un brinco y corrió al encuentro de su padre con quien tropezó bajo el vano en forma de arco que separaba la cocina de aquella dependencia.
            —¡PAPÁ! ¡Creía que no vendrías hasta mañana! —exclamó el muchacho, abrazándole, feliz. El señor Teodoro correspondió a su abrazo y le dio un beso en su despeinado cabello. A continuación, el chiquillo besó a su abuela y, segundos después vio al señor Artiach. El rostro del crío se ensombreció por completo.
Natalia y Bibiana también abrazaron y besaron al señor Teodoro y a la señora Sales. Leopoldo y Lucas no se movieron de sus sillas sintiéndose un tanto cohibidos.
            —Terminad de desayunar —dijo el señor Teodoro en un tono que a todos les sonó bastante severo—. Luego vamos a tener una conversación en el despacho.
            —Voy a prepararte una tila —decidió la señora Sales yendo hacia la cocina—. Estás demasiado tenso.
Los niños se miraron, alarmados, tras oír las palabras de la mujer. ¿Por qué estaba el señor Teodoro tenso y de qué quería hablar en el despacho? ¿Y qué hacía allí Álvaro Artiach?

Págs. 871-879

Esta semana dejo en el lateral del blog una canción de Juan Pardo... "Sin ti"

Próxima publicación... jueves, 19 de marzo                                 
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